Nuestro suelo se está desertificando y cierta anemia institucional va ganando terreno

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

La gratuidad del pensamiento y su consecuencia natural, la impunidad de las ideas, me animan a escribir estas líneas. Yo, que alerté sobre el carácter epidémico de la opinopatía e hice mofa de los opinantes compulsivos, he contraído esa enfermedad y ahora vengo para hacer mi catarsis: poner en palabras algunas ideas que me visitan y que otras veces dije aquí y ahí, dentro de la comunidad.

Creo que nuestro suelo se está desertificando y que cierta anemia institucional va ganando terreno. Creo que las alarmas están sonando y no las oímos porque se mezclan con el ruido social. Por eso, y porque el mal puede conjurarse todavía, nuevamente quiero decir mi preocupación. Estoy hablando del creciente despoblamiento de las instituciones y del desinterés de nuestros paisanos por las cosas armenias. Estoy interrogándome sobre el futuro de la comunidad.

Hace poco dije que el viejo modelo de resistencia y encierro es nocivo y que conviene abrir las puertas a la diversidad. Dije que para eso debemos reconocernos en el otro y hablé de mestizaje biológico, de mestizaje cultural, de mestizaje social. Y también me atreví a hablar de mestizaje institucional
[i].

Leyendo diarios viejos por Internet, encontré dos entrevistas que le hicieron a Marc Augé, una en 2005 y otra en 2007
[ii]. En la primera, el antropólogo francés (él prefiere que lo llamen etnólogo) dice así: “Es estúpida la idea de que la multiplicación de los contactos con el exterior es una amenaza contra la identidad, porque no hay identidad sin la presencia de los otros. No hay identidad sin alteridad […] La identidad se construye en el nivel individual a través de las experiencias y las relaciones con el otro. Eso es también muy cierto en el nivel colectivo”. Y a renglón seguido advierte: “Un grupo que se repliega sobre sí mismo y se cierra es un grupo moribundo, [porque] no es la alteridad la que pone la identidad en crisis. La identidad está en crisis cuando un grupo o una nación rechazan el juego social del encuentro con el otro". Invito al lector a volver sobre este párrafo y releer detenidamente los textos encomillados, porque en ellos se condensa todo el proceso, primero, de construcción de la identidad individual y nacional, y luego, de su preservación y defensa.

Debo confesar que las palabras del francés me confortaron. A despecho de la incomprensión de algunos, me sentí acompañado en este asunto tan vital para los armenios. Y me dije lo que no me gusta decirme: que quizá tan ilustre compañía sirva para convencer a mis paisanos que conviene abrir las puertas para pervivir como cultura. No me gusta decirme y decirte estas cosas porque creo que uno debe convencerse no por la autoridad del opinante, sino por el peso y la certeza de las opiniones. Pero comoquiera que sea, la ayuda es bienvenida.

Los no-lugares de M. Augé

En la entrevista de 2007 Augé habla de los “no lugares”, concepto que él ha acuñado y que ha encontrado gran receptividad en los intelectuales, particularmente entre los antropólogos y los sociólogos. Dice que el espacio público “es un espacio de contigüidad y, eventualmente, de conflicto”. Y lo explica así: “Hay lugares muy destacables en París […] como la estación de subterráneo Châtelet-Les Halles. Es, a la vez, una estación de subte y de tren y un centro comercial, todo en una organización bajo tierra de cinco niveles. Allí llegan jóvenes de las afueras de París que van al centro comercial y que a menudo no salen a la superficie. Afuera hay una plaza, cerca está el Centro Pompidou […] Por allí circula mucha gente, muchos turistas, pero con los jóvenes de las periferias no se cruzan; son dos mundos paralelos”.

Prolija descripción que, a escala reducida, puede aplicarse a los transeúntes de la calle Armenia. Calle de Palermo Viejo que en una sola cuadra reúne a las instituciones más representativas de la colonia armenia y adonde acuden los paisanos para profesar su culto, cursar estudios, practicar deportes, distraer su ocio y gratificar su barriga. Un lugar –un “no lugar” en la nomenclatura de nuestro hombre- que, si bien se mira, no favorece el encuentro. Un lugar adonde giran todos los molinos de viento porque concentra las diferencias que no se han conciliado todavía. Ahí, al igual que en la estación subterránea de Châtelet-Les Halles, se consolida el desencuentro y se nutre la ajenidad. Quizá la semejanza sea excesiva, quizá sea una metáfora. Pero las metáforas desvisten las verdades que el pudor quiere ocultar.

Miremos más allá. El barrio de Flores congregaba a un importante número de armenios: una iglesia apostólica y su escuela, dos clubes, dos iglesias evangélicas y alguno que otro lugar más. Aún perduran esas iglesias, esa escuela y uno de los clubes, pero la vida armenia se está opacando, el fervor de otrora se apaga. Esa barriada no es un cruce de caminos, no es un lugar de tránsito y de encuentro fugaz como las estaciones ferroviarias y los shoppings, pero ahí se está abdicando de la cultura y de las costumbres armenias. Como también ocurre en Valentín Alsina, otro barrio donde languidece la comunidad.

La claustrofilia es una enfermedad mortal


Estas observaciones no quieren solazarse en el reproche. Quieren crear conciencia crítica y rescatar a las instituciones de la claustrofilia para que sean útiles a la comunidad.

Hace algunos meses conversaba con una persona vinculada a los círculos diplomáticos. Yo le inquiría sobre los bombardeos de los tanques rusos sobre poblaciones surosetas y él me decía que los armenios, por no haber saldado nuestro pasado, no logramos instalarnos en el presente. “Esa, me decía, es la causa de tu reproche y también es la causa de la fatiga institucional de tu comunidad”. Más allá de cuál sea la opinión de cada quien sobre las relaciones recíprocas de aquellos contendientes, más allá de las consideraciones políticas y de las cuestiones humanitarias involucradas, ese hombre tenía razón en lo tocante a nuestra comunidad. Porque, en efecto, a despecho de las necesidades y de los anhelos de los armenios criollos, nuestras instituciones todavía están fondeadas en el pasado.

Claro que la observación es severa y puede escocer la piel. ¿Pero qué es lo que causa escozor, la observación o lo observado, la amonestación o el hecho que la determina?

Si aceptamos que la identidad social se construye y se sostiene sobre la diversidad, si comprendemos que somos en el otro, que es el otro que nos nombra y nos reconoce, entonces podremos saldar nuestra cuenta. Dice la Biblia que Moisés, en lo alto del monte, le pregunta a Dios por su nombre y Dios le contesta: “Yo soy el que soy”
[iii], es decir, soy el innombrado. Sólo Dios puede responder así, porque él es anterior al hombre, a las cosas, al mundo; por eso no precisa un nombre. En cambio el hombre precisa ser nombrado por otros hombres para ser y reconocerse. Y ese nombre conlleva una identidad. De ahí que la identidad sólo se manifiesta en la alteridad.

Esta afición mía por las mitologías no es fruto de la fe. Viene de mi creencia de que las cosas tienen también una justificación estética. Porque la vida deplora lo feo y casa con lo bello. Y las culturas diferentes, los paisajes multiformes, las lenguas, los usos, los cánticos son el boato de una humanidad que no quiere asfixiarse en el mísero rectángulo de una celda, por muy entrañable que sea.

Creo que si aprendemos a leer en el libro de la realidad, si podemos desembarazarnos de los fantasmas que asaz nos perturban, si comprendemos que la identidad se construye y reconstruye en el otro y con el otro, entonces sí, tendrá futuro nuestra comunidad.

[i] Ver Sobre la representatividad de nuestras instituciones, Armenia, ed. 13254, octubre 9 de 2008.
[ii] Ambas en el suplemento Enfoques de La Nación, el 22 de junio de 2005 y el 2 de mayo de 2007.
[iii] Éxodo 3 - 14.

Las naciones no pueden transitar la historia en estado de beligerancia permanente

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
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La visita del presidente Gül a Erevan suscitó enconos, prevenciones y alabanzas a uno y otro lado del río Arax. Enconos de los patrioteros, prevenciones de los timoratos y alabanzas de los más sosegados. Se exhumaron los recuerdos, se reclamaron las deudas pendientes y se ensayaron interpretaciones varias. La geopolítica saltó a la palestra y confrontó sus razones con las razones del corazón. “Diplomacia del fútbol” la llamaron los medios europeos.
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¿Por qué no se anunciaron acuerdos previos al encuentro? ¿Qué intereses se esconden detrás de las excusas fulboleras y qué consecuencias traerá el acercamiento de ambos presidentes? ¿Acaso la visita del presidente turco responde a una previa defección de su homólogo armenio? Suspicacias de esta clase menudean entre los armenios.
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Algunas realidades son solubles en agua, otras no. Por eso conviene recorrer el espinel con cuidado para no azuzar a los discutidores compulsivos. Y en lo que a mí concierne, prefiero confiar en el talento político de los gobernantes de Armenia y esperar a que los acontecimientos hablen por sí mismos.
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Oleoductos y alianzas
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Más allá de la criptografía política y de los dificilismos que gustan barajar los analistas de turno, la pelea de hoy, a esta hora, es por los recursos energéticos, esos que deben trasladarse de un lugar a otro, a veces de un extremo al otro del mundo, por oleoductos y gasoductos expuestos a los caprichos del terreno, a los rigores del clima y al sabotaje. Recursos que, eludiendo el territorio de Armenia, llegan por Georgia hasta el Mar Negro y de ahí a la Europa comunitaria
[i].
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En este escenario, en que Europa debe asegurarse el abasto de hidrocarburos, Turquía debe lavar su rostro y Georgia debe repensar su sistema de alianzas, ¿es desatinado que el gobierno armenio negocie el levantamiento del bloqueo, la apertura de las fronteras y la normalización de sus relaciones comerciales? ¿La historia le ofrecerá a Armenia una mejor oportunidad para obtener de su contraparte turca las concesiones y reconocimientos que en justicia le corresponden? ¿Cuál es el tamaño territorial de Armenia, cuánta es su población, cuál es su peso en la economía y en la política regional? Realismo y sentido de la oportunidad: estos son los talentos principales de los hombres de Estado. Y yo elijo creer que el presidente Sarkissian los tiene.
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El partido de fútbol que disputaron Armenia y Turquía era un pedregal que ni uno ni otro actor podían dejar de transitar: los deportistas en el césped del renovado estadio Hrazdan y los gobernantes en la mesa de negociación política.
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Salir al mundo
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Armenia tiene dos fronteras enemigas, una tercera enemistada con su mejor amiga, Rusia, y la restante amenazada por el mandamás del mundo. No tiene acceso al mar, no tiene petróleo, su suelo es infértil y la central atómica que le provee energía eléctrica puede parar. Desde 1991 ha visto emigrar a un millón de sus habitantes, la cuarta parte de su población, y grupos de dudosa legalidad andan por ahí, metidos en los pliegues del poder, medrando con la pobreza de los ciudadanos. No me gusta pintar la realidad de Armenia con estos colores, ¿pero acaso no es así como se ve?
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Armenia necesita abrir las puertas y salir al mundo, y el camino que lleva al mundo pasa por Turquía, por Azerbaidjan, por Georgia y por Irán. Luego por Rusia y por otros países amigos. Por eso Armenia debe arreglar las cuentas con sus vecinos
[ii].
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En este sentido rescato las palabras de Hrant Markarian
[iii] (FRA), dichas en Erevan el pasado 2 de septiembre: aceptó la importancia y la necesidad de mantener relaciones interestatales con Turquía, aclarando que “la existencia de esas relaciones no puede hacernos abandonar nuestra sagrada causa”. Bien por el concepto. En cuanto a la grandilocuencia, hoy conviene guardarla en el alhajero.
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Sorteando acechanzas, alentando esperanzas
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Quizá algunos se enfaden conmigo, pero debo decirlo: si Armenia transita felizmente esta negociación habrá dado el salto más importante desde la sovietización. Si los gobernantes armenios, los partidos opositores y la diáspora actúan con inteligencia y responsabilidad, podrán decir que han sorteado la más grande amenaza que se cierne sobre su país. Porque el aislamiento ahora agravado por la crisis georgiana, el bloqueo, las acechanzas ciertas y la falta de recursos energéticos constituyen un compuesto altamente peligroso. Hoy Armenia se encuentra en un recodo de su historia. Que este recodo la favorezca depende de múltiples factores, algunos de los cuales están bajo su control y otros no.
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Las naciones, las sociedades, los hombres no pueden transitar la historia en estado de beligerancia permanente. Tampoco pueden desdeñar su pasado y olvidar la afrenta a sus derechos elementales, el derecho a la vida entre ellos. ¿Qué hacer, entonces, con el genocidio de 1915? Exigir su reconocimiento y reparación, sin duda. En este sentido, es del todo insuficiente la solución sugerida por Volkan Vural
[iv].
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Hasta ayer el Cáucaso nos era hostil y todavía nos asfixia el bloqueo. Hoy, cuando los muros quieren caerse, el gobierno del presidente Sarkissian ha dado un paso que, cuando menos, debe calificarse de valiente.
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Yo tengo esperanza. Y las circunstancias que están a la vista abonan mi esperanza.

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[i] En este sentido, vale citar dos despachos de RIA Novosti de fecha 16.09.08. Uno de ellos cita estas expresiones de Mahmud Ahmadinejad, dichas al Ministro de Asuntos Exteriores de Armenia, Edgard Nalbandian: “Los países de la región caucasiana ya solucionarán sus problemas y no se necesita que intervenga la OTAN”. El otro dice que en opinión de Philip Gordon, asesor del presidente electo de los Estados Unidos, Barak Obama (hoy en funciones), la violenta reacción que muestran EEUU y los países occidentales a la guerra en Georgia se debe al petróleo y a los oleoductos tendidos en esa región. “La magnitud del problema –dijo Gordon- sería mucho menor si el territorio de Georgia no estuviera atravesado por un oleoducto que permite transportar crudo”.
[ii] Levón Melik Shahnazarian, politólogo de Erevan, pronosticó que las relaciones armenio-turcas no se normalizarán por generaciones porque existe una “tajante diferencia entre civilizaciones” (Armenia, 2 de octubre de 2008). Así, exhumó la infeliz teoría de Samuel Hutington.
[iii] Ver Armenia, 4 de septiembre de 2008.
[iv] En recientes declaraciones al periódico turco Taraf, este ex embajador turco en la Federación de Rusia, concurrente en Erevan (1991-1993), dijo: “Aunque es difícil imaginar que Turquía reconozca el genocidio, no obstante debe pedir disculpas a los armenios y otras minorías étnicas -griegos, asirios, kurdos- por el desplazamiento y las masacres, y permitirles volver a la tierra de sus antepasados y convertirse en ciudadanos turcos […] El retorno de los bienes y la restitución son cuestiones difíciles de abordar. Sin embargo, sería posible hacer una oferta simbólica de la restitución financiera […] La cuestión armenia no puede ser resuelta por una comisión de historiadores”.

No quiero un radicalismo armenio, ni siquiera un humanismo armenio. Quiero una armenidad humanista

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Conmemorar es “hacer memoria o conmemoración”; y conmemoración, en la primera acepción del diccionario de la lengua, vale por “memoria o recuerdo que se hace de alguien o algo, especialmente si se celebra con un acto o ceremonia”*. Es decir que cuando hablamos de conmemorar casi siempre estamos situando la acción en un marco celebratorio o ceremonial.

No pretendo examinar cuestiones filológicas ni reducir las ideas para que quepan en un corset lexicográfico. Al conmemorarse ahora el 90° aniversario del Genocidio Armenio, quiero reflexionar sobre los trabajos que conviene realizar para obtener algún resultado político. Y al hacerlo quiero establecer la distancia que media entre el afán conmemorativo y la elucidación de los hechos. Delinear el camino que deben recorrer nuestras instituciones para forzar el reconocimiento del Genocidio. De esto se trata.

Los actos ceremoniales deben hacerse para mantener vivo el recuerdo de los hechos trágicos de 1915-1923, sin duda. Pero también es preciso realizar trabajos de documentación, estudio y capacitación, análisis y contraste, difusión sistemática y relacionamiento, para servir a los fines reivindicativos. Es preciso arbitrar recursos humanos y flujos financieros permanentes.

Aquí examinaré algunos de esos asuntos.

Revisaré las cosas desde mi condición de argentinoarmenio. Y si puedo y el lector lo consiente también desde mi condición de ciudadano global. Porque este tiempo nos impone mirar el pasado y el presente y sospechar el porvenir desde una perspectiva totalizadora y con vocación universalista. Todo lo que hoy se hace nos incumbe a todos: el World Trade Center cayó sobre los norteamericanos y los misiles llovieron sobre afganos e iraquíes, pero también sobre el resto de las naciones, que se vieron afectadas por esos hechos. La tragedia de Beslan ocurrió en la remota Rusia, pero sus efectos alcanzaron a los cinco continentes. El Genocidio Armenio es un asunto irresuelto para los armenios, como lo es también para la humanidad en su conjunto.

Hoy ser es ser universal. Por eso el tema del Genocidio es una deuda de tamaño universal. Como Ruanda, como Palestina, como el saqueo petrolero y el despilfarro de vidas en el Asia Central, como la depredación ambiental, el HIV y el narcotráfico. Asuntos diferentes, sí, pero que tienen en común su dimensión planetaria. En este sentido, no quiero un radicalismo armenio, ni siquiera un humanismo armenio. Quiero una armenidad humanista y, por eso, integrada y solidaria con todos los pueblos que demandan justicia. Quiero ver armenios con vocación universalista, reverentes con todas las culturas y también con sus propios valores.

De manera que una primera consideración es la necesidad de mirar el Genocidio Armenio como una cuestión global, es decir, que concierne a la humanidad en su conjunto. Una cuestión que no puede ser examinada solamente desde la perspectiva de la nación que lo ha padecido, sino desde el interés que tiene la humanidad en su conjunto de establecer la verdad histórica, atribuir las responsabilidades consiguientes y exigir la reparación del daño infligido. También de crear mecanismos que en el futuro impidan la repetición de hechos de esa clase.

Es preciso establecer el marco de la demanda, categorizar el trabajo, asignarle un sitio en la agenda internacional. Es correcto situar el Genocidio Armenio entre las demandas por los Derechos Humanos para concitar el interés y la adhesión de todos los estados. No se trata de una maniobra oportunista. Se trata de asignarle al reclamo el lugar de privilegio que hoy le reconoce el Derecho Internacional y las modernas corrientes del pensamiento político. Pero con la advertencia de que las demandas de las otras naciones deberán ocupar un sitio equivalente en las sociedades armenias, porque todas habitan un mismo universo, es decir, una totalidad sin exclusiones y sin privilegios. Ver las cosas como propias y que las reivindicaciones de una nación o grupo humano sean las de todas las naciones y grupos. He aquí el compromiso.

Esta pretensión de universalizar las demandas derivadas del Genocidio tiene antigua data en la lucha del pueblo armenio. Los años del olvido soviético han quedado atrás y es auspicioso que el gobierno de la República de Armenia hoy levante estas banderas. Es de esperar que el trabajo político y la acción diplomática alcancen la suficiente profundidad para lograr las adhesiones de los gobiernos. Y también para despertar conciencias entre los intelectuales turcos. Porque la secular vocación europeista de Turquía no se corresponde con su tozuda actitud negacionista. En este sentido, es imperioso trabajar en el ámbito de la Unión Europea, más allá de cuándo y cómo se produzca el ingreso de Turquía. Porque si es arduo condicionar su ingreso al previo reconocimiento del Genocidio, no lo será tanto cuando el ingreso se haya producido.

Para alcanzar este objetivo sugiero impulsar un mecanismo de Diálogo Armenio en las comunidades diaspóricas, con participación de los sectores políticos e intelectuales. Es deseable que este Diálogo esté en línea con las políticas del gobierno de Armenia, pero podrá adquirir sesgos propios cuando así lo requieran las particularidades de cada país. Esta iniciativa no quiere sustituir a las instituciones ni sesgar sus objetivos o actividades. Tampoco desconoce el esfuerzo interinstitucional que cada año se hace bajo el auspicio de la Iglesia Apostólica Armenia. Esta iniciativa pretende que un esfuerzo conjunto y orgánico sirva al empeño reivindicativo que tiene fundamento en el Genocidio.

Mesas de trabajo que se consagren a Identidad e Integración, Interculturalidad y Lengua (v.g. un diccionario multilingûe es una necesidad inexplicablemente demorada) y otras cuestiones centrales, además de Genocidio y Derechos Humanos, también pueden ser objeto del Diálogo Armenio.

Deliberadamente no avanzaré en la idea, para que sean los propios actores quienes delineen el organigrama, las cuestiones metodológicas y la agenda. Pero deseo insistir en que el Diálogo propuesto no deberá (en rigor, nunca podrá) emular a las instituciones existentes. Se tratará, según lo concibo, de un trabajo en el que los intelectuales y las personas con vocación por estas cosas tributen su esfuerzo.

* RAE, 22° ed,, 2001.

Identidad e integración en el mundo global

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Se trata de establecer si la inserción en un nuevo medio social conspira contra la identidad de las comunidades llegadas de otras latitudes. Si la necesaria adaptación a la cultura y a los intereses de las sociedades receptoras les hacen perder a las comunidades migrantes sus rasgos identitarios. Si los nuevos hábitos tienen el efecto de abolir sus particularidades. Otra historia, otra lengua, otros anhelos vienen a confrontar con un bagaje cultural que, por ser aborigen, será dominante.

En países como Argentina, que recibieron en forma aluvional a comunidades nacionales de múltiples procedencias, el examen de este asunto es insoslayable. Europeos de todas las naciones y asiáticos de diferentes regiones vinieron a estas tierras en busca de un mejor destino o escapando de variadas desventuras, imbricándose con comunidades nativas y criollas y confrontando culturas. Algunos grupos humanos desearon y lograron una rápida integración y otros se atrincheraron en sus costumbres para resistir la pérdida de su identidad. Entre estos últimos están los armenios.

En qué medida los esfuerzos que procuraron la integración y los que la resistieron fueron saludables para la sociedad receptora y para los grupos inmigrantes, es un asunto que habrá que elucidar. También habrá que examinar si el proceso de mundialización que avanza arrolladoramente en nuestro tiempo consiente tales intentos. Y ver si identidad e integración son, como se cree, opósitos. He aquí el objeto de mi reflexión de hoy.

No hablaré sobre los sesgos psicológicos del tema, tampoco haré el intento de comparar culturas y valorarlas según criterios que siempre conducen a discriminaciones malsanas. Diré mi parecer procurando despojarme de condicionamientos atávicos, pero sirviéndome del privilegio de ser argentino de primera generación y, a un tiempo, primer retoño armenio en tierras de migración. Casi siete décadas transité la vida como armenio, hablando esa lengua, practicando esos hábitos y alentando unos sueños caucásicos; y casi siete décadas discurrí por el suelo argentino, alimentándome de la cultura local y diseñando proyectos enraizados en las costas del Río de la Plata. De ahí que venir de quienes vengo y vivir adonde vivo me da título bastante para reflexionar sobre estos asuntos. Y no es diferente la condición de quienes ahora leen estas líneas.

Comprensiblemente quienes abandonan su tierra natal, su casa y sus pertenencias, su gente y sus afectos, su paisaje humano, sienten el desarraigo como una desventura. Los que se van sienten que su identidad está en riesgo y por eso se agrupan cuando arriban a otras tierras, para comunicarse en su lengua materna, para celebrar sus festivales al son de la música que los remonta al terruño. También para profesar su culto y para levantar banderas y reivindicar derechos que les son comunes. Agrupándose ellos sienten que resguardan su identidad amenazada y, entonces, desarrollan sus recursos defensivos rechazando la cultura del nuevo medio social. Se sienten extranjeros, productos de un transplante forzoso que alguna vez volverá a su tierra. Ignoran si volverán ellos o sus hijos, pero, en cualquier caso, quieren estar prestos para el retorno. Por eso preservan su cultura y sus anhelos en medio de otra cultura que los envuelve y que naturalmente quiere penetrarlos. Alientan un sueño que se hará realidad o que será una perpetua quimera, no lo saben; pero ese sueño los arropa. Este mensaje fue dicho entrelíneas por S.S. Karekín II durante su visita a Buenos Aires.

¿Fue saludable este proceder para la sociedad receptora y para los grupos inmigrantes? ¿Es saludable que hoy la segunda y tercera generación de argentinos nacidos de armenios persistan en este afán? ¿Tiene justificación la defensa de la propia identidad cuando se habita en un medio cultural diferente que, sin embargo, no es hostil y que ofrece iguales oportunidades a sus nacionales y a los nuevos asentamientos sociales?

Hasta aquí he hablado sin distinguir entre identidad nacional e identidad cultural. Y es preciso hacer esa distinción. Porque si lo que ha de preservarse es la identidad nacional, estamos hablando de una nación que se asienta en el territorio de otra nación diferente. Si, en cambio, se quiere preservar la identidad cultural, hablamos de dos culturas que coexisten. Lo primero tiene sesgos políticos e implicaciones jurídicas, lo segundo no; lo primero sin duda generará conflicto, lo otro no necesariamente.

La defensa exacerbada de la identidad nacional puede conducir al nacionalismo que, en palabras de Albert Einstein, “es la enfermedad infantil de la humanidad”. Un modo de mirarse a sí mismo y a los propios que excluye la otredad, plantea el conflicto y desencadena la contienda.

Más allá de lo que postulan algunos gobernantes de la Europa moderna, el sentido de identidad nacional está cediendo paso al de identidad cultural. El rasgo identificatorio de las comunidades humanas va adquiriendo un signo crecientemente cultural porque las fronteras políticas representan una amenaza entre sociedades cuya capacidad de destrucción mutua va en crecimiento incesante. Aún más, el mercado global que impulsan los países centrales está vaciando de sentido a las divisiones políticas entre territorios y pueblos. Y en tales condiciones restan las culturas particulares como rasgos identitarios que pueden perdurar mucho tiempo todavía. Perdurar habitando geografías diferentes o compartiendo un mismo suelo, perdurar nutriéndose de recursos comunes y hasta detentando el poder de consuno. Las identidades nacionales diferentes no toleran esta aventura humana, las culturas plurales si. La historia habla de estas cosas.

Y si estas ideas se aplican a las sociedades que se radicaron en otras tierras, con más razón se verá su utilidad. Porque, como dije, las diferentes culturas pueden cohabitar; aún más, se necesitan mutuamente para nutrirse, enriquecerse y perdurar. No obstante que la exacerbación de la cultura propia puede conducir al aislamiento, lo cual es malo para el individuo y para las sociedades, la exaltación desmedida de la nacionalidad conduce fatalmente a la aniquilación del otro diferente. He ahí el Genocidio Armenio, el Holocausto Judío, las matanzas de Ruanda hace apenas una quincena de años.

En efecto, el nacionalismo es la enfermedad infantil de la humanidad. Tan pronto el hombre llegue a la adultez moral no verá más diferencias que las culturales. Diferencias, no distancias. Porque lo diferente puede ser integrado, puede ser parte de una sola argamasa social.

Lo que creo


Creo que la historia reemplazará el mapa político del mundo por un mapa cultural. Creo que hacia ahí endereza sus pasos esta humanidad convulsa. Creo que la economía consumista de Occidente, que por ahora marca el paso de las sociedades de Oriente, derivará hacia otra clase de consumo, el cultural, cuyas fuentes nunca se agotan, que no contamina, que es de dificultoso acaparamiento y que puede alcanzar a todos los hombres y a todos los pueblos. Es plausible pensar que el futuro nos depara una única sociedad política, pero es impensable una humanidad sin diferencias culturales.

Creo que el mapa cultural del mundo que viene ya mismo se está delineando. El desarrollo imparable de las comunicaciones, las formidables bases de datos otrora imposibles de sistematizar, las promesas de la ingeniería biológica, la teletransportación en ciernes (una reciente experiencia promete abolir el espacio y devolverle al tiempo su modesta categoría unidimensional), el reemplazo de la mano de obra para la producción de bienes de toda clase, desde los primarios hasta los más sofisticados, están diseñando un modo de vivir diferente para los hombres. Y modo de vivir es cultura por excelencia. Cultura que tiene que ser inclusiva por definición.

Un mundo de esta clase ya se avizora, se nos viene encima. Dos generaciones atrás, hace sólo unas decenas de años, era impensable esta realidad. Por eso quienes vinieron a tierras de América hasta mediados del siglo pasado procuraron resguardar su identidad nacional aislándose, defendiéndose de una sociedad que prometía asimilarlos. Hoy el mundo nos impone la integración y, a un tiempo, nos ofrece el resguardo de nuestras culturas ancestrales.

En efecto, las diferentes culturas pueden resguardarse en el mundo de las hipercomunicaciones. Aún más, necesitan ser preservadas y alentadas para no herir a las diferentes comunidades humanas en lo que tienen de más preciado: su lengua, su fe, su memoria, sus anhelos y reivindicaciones, sus muchos rasgos particulares y distintivos. Decía el Mahatma Gandhi: “No quiero mi casa amurallada por todos lados ni mis ventanas selladas. Yo quiero que las culturas de todo el mundo soplen sobre mi casa tan libremente como sea posible. Pero me niego a ser barrido por ninguna de ellas. Me niego a vivir en casa ajena como un intruso, un mendigo o un esclavo”. Y mientras decía esto levantaba banderas reivindicando derechos políticos. He aquí una fórmula que acerca e integra a los hombres sin resignar sus derechos. La mismidad de cada hombre y de cada pueblo en la argamasa bienhechora de una humanidad integrada y, por eso mismo, pacífica y justa.

Sin duda la interpenetración cultural en el mundo globalizado es imperiosa y, por eso, amenaza algunos rasgos de los grupos humanos particulares. Esto es innegable. Pero resistir este proceso en el presente es, por lo menos, un esfuerzo vano. Ciertas lenguas son habladas cada vez más fuera de su propio ámbito, extendiéndose su uso al mundo entero o a grandes regiones. El inglés y el ruso son clara muestra de esto. Ciertos hábitos de consumo exceden su mercado originario y ocupan los escaparates del mundo entero: bebidas, indumentarias de determinada hechura y marca, canciones de cierto género, las ves en Nueva York, Buenos Aires, Praga, Shangai y Abuja. Son los vientos culturales que soplan y llegan a todos los rincones, y resistirlos es exponerse al fracaso.

¿Cuál es, entonces, la respuesta? ¿Cómo hacer para asimilar el embate y no perder la propia identidad? Creo que la reacción saludable es la integración al medio social desde la propia identidad cultural. Creo que la respuesta no puede ser la del avestruz, que la realidad debe ser mirada y las soluciones deben ser acometidas con los recursos propios del presente y del lugar de los acontecimientos. Creo que un proceso de integración social desde la cultura propia es bienhechor para la sociedad anfitriona y para la hospedada. Finalmente creo que toda resistencia al proceso integrador generará dos fenómenos igualmente perniciosos: la malformación psicosocial del que resiste y un segmento hostil en la sociedad nativa.

Desde luego, en este punto no puede omitirse el tema del imperialismo cultural. Hablo del afán dominante que tienen los estados hegemónicos, que reaccionan de manera ambivalente. Por un lado procuran asimilar, deglutir, diluir en su medio –que no integrar- a ciertas comunidades que consideran deseables, mientras rechazan a otras cerrándoles las fronteras o secretándolas de alguna forma. Estas son prácticas discriminatorias que las comunidades armenias han padecido raras veces.

Otra forma de imperialismo cultural se produce cuando, sin mediar la voluntad política de la sociedad receptora, son tan hospitalarias sus gentes y sus leyes y es tan acogedor su medio que los inmigrantes se integran primero y luego fácilmente se dejan asimilar, perdiendo así su identidad originaria. Una o dos generaciones bastan para que los hijos de aquellos inmigrantes exhiban unos rasgos que en nada se diferencian de los locales. Este proceso de asimilación “blanda” lo vivieron no pocos armenios que se radicaron en países de Europa y Sudamérica. También en tierras norteamericanas a principios del siglo pasado. Y en mi opinión este es un fenómeno que merece ser mirado con particular atención.

Al examinar estas cosas he querido ser abarcativo, algunas veces deliberadamente impreciso. Porque quiero desbaratar la prédica intolerante que nos acompaña todavía, porque no quiero caer en la trampa de quien se enamora de su propio discurso, porque pretendo concitar el interés de quienes tienen vocación por estas cosas y cumplir con la enseñanza socrática de saberme y saberte ignorante. Y, a partir de ahí, inaugurar juntos el conocimiento.

Seguramente mi examen merece observaciones. Pero aspiro a que sea considerado en los ámbitos comunitarios porque de la respuesta que se dé a estos temas dependerá el curso de toda acción institucional. Un estudio interdisciplinario es del todo necesario para elucidar estas cosas, para que el esfuerzo que se hace sea salutífero, para que el aporte a los intereses argentinos y armenios sea efectivo, para no generar conflictos identitarios que sólo pueden contribuir a la infelicidad de las personas.

He mirado las cosas como un observador parcial, necesariamente parcial. Las he mirado como parte interesada, quizá también como protagonista. Y al mirarlas, hasta donde me fue posible he procurado eludir condicionamientos e intereses para invitar a la reflexión, quizá al debate, en beneficio de la comunidad en su conjunto. Quiero decir, en beneficio de la comunidad de argentinos y de armenios –y, si se quiere, también de argentinoarmenios- que compartimos estas costas atlánticas.

Identidad y globalización

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

¿Cómo logar que el asunto del título, que necesita tanta enjundia en su tratamiento, quepa dentro de los estrechos límites de una nota? ¿Cómo vencer los prejuicios acumulados a lo largo de tanta prédica aislacionista y sortear el riesgo de ser devorados por el vértigo de este tiempo? Y por último, ¿cómo compatibilizar la convivencia armónica entre los pueblos con las particularidades de cada cultura? He aquí la cuestión: preservar la identidad sin desmedro de la integración y del mestizaje. Y hacer una y otra cosa en medio del afán globalizador de la sobremodernidad.

Digamos algo sobre la identidad. Qué cosa es esa cosa, es algo que todavía suscita opiniones encontradas. Un debate que quizá nunca se agote. Pero tal como ocurre con otros asuntos, su estudio puede ayudarnos a enderezar rumbos en nuestro tránsito por la vida, tal que, en alguna medida, contribuyamos a su esclarecimiento. Y también a su defensa, aún cuando desde el vamos sabemos que perderemos la partida. Una certeza nos acompaña a los hombres en la vida, sólo una, y es la de saber que moriremos. Pero porque luchamos contra ese fin inevitable es que ponemos en marcha el motor de nuestra vida. Lo cual no es poco.

Similarmente, toda cultura está destinada a mutar fundiéndose con otras culturas. Y a perder su identidad primera adquiriendo nuevas formas y contenidos, cambiantes cada vez más a través de la historia. De suerte que alguna vez no seremos los de hoy, tal como hoy ya no somos los de ayer. Pero no puede el hombre desdeñar su hoy. No puede desdeñar su ser y su identidad, porque no quiere ese hombre perecer.

Es en estos términos que entiendo la identidad: la paradójica necesidad de preservar hoy lo que sabemos de seguro que habremos de perder mañana. Utopía, también. “Para qué sirve la utopía”, se preguntó el poeta mientras caminaba la vida, y se respondió: “para eso sirve, para caminar”.

Y digamos algo sobre la globalización. No es éste el lugar para revisar la historia de la cultura (que es la historia de los hombres). Baste decir que la creciente concentración de riquezas que trajo aparejada la Revolución Industrial y el capitalismo consecuente, su ulterior reconcentración mediante el desarrollo de la robótica y del mercado financiero, y la ulterior asociación de esas hiperconcentraciones como consecuencia del desarrollo de las comunicaciones, generó un mercado planetario capaz de operar simultáneamente, en tiempo real y a nivel global.

Obviamente, los usufructuarios de este proceso de globalización capturaron los mercados de consumo, de suerte tal que la ecuación oferta-demanda del liberalismo económico perdió vigencia. La demanda dejó de ser un factor “autónomo” en las relaciones económicas, para transformarse en patrimonio de esos polos de riquezas. Así entendida, la demanda se transformó en un factor maleable dentro de las economías capitalistas más desarrolladas, que ora la estimulan, ora la desalientan o dirigen en diversas direcciones según sus apetitos dinerarios. Y la cultura, ese rasgo identificatorio de los conglomerados humanos, de las naciones, no pudo (no podía) escapar de este proceso.

Entonces las necesidades de la globalización arrastran tras de sí bienes y riquezas. Pero también culturas e identidades. Mirar en derredor alcanza para comprobar este aserto.

Pero algo más debo agregar en punto a globalización. Que, sin duda, esos descomunales centros de riquezas y, entonces, de poder, que actúan a nivel planetario, no reconocen identidades nacionales ni ideológicas.

Quien mire las identidades nacionales fuera de este contexto pecará de miope.

Los términos del conflicto

Ahora bien. Puestas las cosas en estos términos, parece irremediable la derrota de las diferentes culturas. Pero no es necesariamente así. Obsérvese que en los párrafos precedentes he tomado la dinámica histórica en términos de pasado. Deliberadamente detuve el reloj en el presente para mostrar la realidad sin que el ahora y el mañana interfieran. Porque la visión se oscurece cuando miramos el presente a través de nuestros deseos. Conviene desideologizar el tema hasta este punto cuando se quiere ver claro.

Además, aquí miramos el tema como conflicto, es decir, complejo y liberado de componentes ajenos a la realidad. Liberado, por ejemplo, de prejuicios y de temores. Y esto es fundamental. Porque los hombres ideologizamos continuamente el tema de la identidad. Añadimos un conflicto ahí donde el conflicto es otro. Persistimos en atribuirle a nuestros niños y jóvenes una identidad (nacional, religiosa, social, etc.) como si ella pudiera serles impuesta. Y lo que es peor, creemos que la identidad es simple, diríamos químicamente pura, cuando es compleja como la vida misma. Pero esto es asunto para el próximo párrafo.

¿Entonces qué?

Creo, pues, que la tarea consiste, primero, en anoticiarse de la realidad y despojarse de condicionamientos dogmáticos y, luego, en buscar mecanismos que nos permitan ser sin desconocer el igual derecho a ser del otro. Es decir, aceptar la complejidad de las identidades personales. Complejidad que no siempre requiere de un número plural de individuos o de grupos culturales o nacionales, porque puede uno mismo ser esto y ser, también, esto otro. Admitir un criterio tal es, en mi opinión, una parte no desdeñable de la solución, en cuanto propone territorios de paz, de orden y de integración para desarrollarnos.

Por otra parte, las soluciones que se propugnen deben tener en cuenta que un exacerbado culto de la identidad, como suele verse con no poca frecuencia, conduce a resultados perniciosos. La historia es pródiga en ejemplos. Genocidios, persecuciones, discriminaciones odiosas son producto de ideologías que signadas con una patológica valoración de la identidad nacional. El siglo que culmina es pródigo en ejemplos y los hombres de hoy harto sabemos de esto. Los episodios de Kosovo y Chechenia aún huelen a pólvora, los de Nueva York, Afganistán e Irak arden todavía.

Identidad, alteridad y mestizaje

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

En su libro Espacio y alteridad, el antropólogo francés Marc Augé escribe así: “Puesto que el otro ya no es asignable a su lugar, puesto que tanto en Nueva York como en Chicago los blancos constituyen minoría, puesto que a las ocho de la tarde todo el mundo ve más o menos el mismo informativo de televisión y allá por el mes de julio se lanza a las mismas autopistas, algo se ha puesto en marcha [...] y ya nunca se detendrá a pesar del ruido y de la furia: el mestizaje del mundo y la individualización de las conciencias”.

La cita viene a cuento porque en el último cuarto de siglo Occidente mira con creciente recelo a los inmigrantes. Cada vez más Europa y Norteamérica se sienten amenazados por los asiáticos, africanos y latinoamericanos que habitan en sus países. Estos extranjeros y sus descendientes son vistos como una amenaza, por eso resucita el fantasma de la xenofobia y se sancionan leyes que contradicen el espíritu liberal de la Ilustración. La mundialización de las relaciones que aquellos países impulsaron hasta ayer mismo se plantea en otros términos a partir del 11 de septiembre de 2001, cuando Nueva York y Washington estallaron por el impacto de aquellos avionazos.

A su vez, la flaca cosecha norteamericana en Afganistán y el jaleo petromilitar en Irak, sumados a los atentados ocurridos en Madrid el 11 de marzo de 2004 y en Londres el 7 de julio del año siguiente, aceleraron un proceso que venía cumpliéndose con la morosidad propia de la historia: extender el dominio de Occidente sobre todo el planeta. Pero las plutocracias occidentales no advirtieron que sus armas eran ineficaces ante un enemigo que proponía un nuevo modelo de confrontación fundado en el planeamiento celular de sus operaciones, en la autoinmolación de sus hombres, en el aumento imparable del precio de los hidrocarburos, en la intervención sigilosa en las campañas electorales y otras formas de acción que no pueden ser conjuradas por los servicios de inteligencia ni resistidas con los recursos militares.

El precio del crudo en manos de los especuladores, la vocación atómica de algunos países enfrentados con los Estados Unidos y sus aliados y el ingreso de la tecnología nuclear en el circuito comercial clandestino, como hace poco lo denunció Kofi Annan, lejos de inducir a las potencias occidentales a buscar soluciones negociadas, exacerban su prepotencia imperial y las exponen a sufrir reveses electorales en sus propios países, como ocurrió en España, en Gran Bretaña, en Italia, y como podrá ocurrir en otros lugares, incluso en Washington, ombligo del mundo. Y ese espíritu camorrero que se exhibe como única respuesta al terrorismo internacional y a la vocación independentista del Oriente petrolero, se refleja en la creciente hostilidad con que Occidente mira a las comunidades radicadas en sus países.

Pero dejemos ya la petropolítica y los conflictos internacionales, que quise recordar para darle un marco a estas reflexiones. Vayamos a los temas de identidad y alteridad y al inevitable mestizaje que hoy quieren resistir los países centrales. Hablo de los latinos y asiáticos en Estados Unidos, y de los que profesan la fe islámica en Europa. Hoy Occidente vive convulso en medio de una contradicción: por un lado promueve la sobremodernidad y su consecuencia inevitable, la globalización, y por el otro quiere encerrarse sobre sí mismo segregando a las otras culturas. Lleva sus capitales a lugares distantes para lucrar con el trabajo barato y explotar los recursos naturales ajenos, pero intenta disciplinarlos con unas patotas militares que no pueden salir airosas a pesar del dispendio de tecnología y dinero.


Y en este escenario se produce el inevitable mestizaje. Las fronteras son perforadas por el comercio, la ciencia y los medios de transporte, y los muros y las alambradas ya no pueden contener a los contingentes que buscan el bienestar y la seguridad más allá de sus países de origen. La fuerza militar, que tuvo su expresión más devastadora en las dos guerras mundiales, es ineficaz ante al fantasma de la autoinmolación. Y el Occidente que predicó la libertad durante más de dos siglos, ahora abandona esa prédica en aras de una seguridad que no encuentra.

Volvamos al autor francés. Augé dice: “No es la alteridad la que pone la identidad en crisis. La identidad está en crisis cuando un grupo o una nación rechaza el juego social del encuentro con el otro”, y agrega que “no hay identidad sin la presencia de los otros. No hay identidad sin alteridad”. Finalmente sentencia: “La identidad se construye en el nivel individual a través de las experiencias y las relaciones con el otro. Eso es también muy cierto en el nivel colectivo. Un grupo que se repliega sobre sí mismo y se cierra es un grupo moribundo".

Me reconozco coautor ocasional de esta nota, en honrosa compañía del autor citado y de otras plumas ilustres. Cuando en 1750 Pennsylvania recibía grandes contingentes de alemanes, Benjamín Franklin se indignaba: “¿Por qué hemos de soportar ese enjambre de boors palatinos en nuestros asentamientos, de suerte que, al apiñarnos con ellos, adquirimos su lengua y sus costumbres, con exclusión de las nuestras? ¿Por qué Pennsylvania, fundada por los ingleses, se ha de convertir en una colonia de extraños, cuyo número pronto será tan abultado como para germanizarnos, en lugar de que nosotros les demos un carácter inglés?” Al decir estas cosas no sabía el norteamericano que un siglo después sería amonestado por el intempestivo Nietzsche: “El que odia o desprecia la sangre extraña no es aún un individuo, sino una especie de protoplasma humano”.

Estas contribuciones (citas, debí decir modestamente) sitúan el problema de la identidad en un contexto fértil. Permiten observarlo con espíritu crítico y humanista a un tiempo.

Sin duda vivimos en un mundo paradojal, unificado y dividido a la vez. O en un mundo contradictorio, como dirían los socialistas radicales, donde la uniformidad y la diversidad son las manifestaciones visibles de un submundo que todavía no ha producido la necesaria síntesis. Pero comoquiera que sea, es evidente que un cruzamiento de culturas se está produciendo en todas las direcciones y en los más variados estratos de la sociedad. Un mestizaje imparable está avanzando, y los patrones del mundo se resisten a aceptarlo. Todavía no han comprendido que la defección de los comunistas de ayer no los habilita para patotear al mundo, no les da carta de inmunidad, no los hace invulnerables al reclamo de las sociedades postergadas. Porque, a mi parecer, la contradicción predicada desde mediados del siglo XIX no se resolverá por el dominio político y militar de las naciones ni por el corrimiento de las fronteras geográficas, sino por la conquista de los mercados. Y el arma que posibilita esa conquista no estará cargada con pólvora ni con uranio enriquecido, sino con la interculturalidad y con el mestizaje que de ello resulta.

En un mundo que cabe en la palma de la mano todos somos mestizos, todos somos hijos del cruzamiento, somos el otro. Por eso, debemos evitar los desórdenes que genera la locura identitaria, conciliar el yo y el tú, comprender que estamos esculpidos con la arcilla de todos los suelos y con las culturas de todos los lugares del mundo. En este sentido, podemos decir con Montaigne que “de nuestras enfermedades la más salvaje es despreciar nuestro ser”.

Sabe el lector mi afición por los diccionarios, esos libracos que no sé si siempre dicen la verdad, pero
que en ningún caso mienten de propósito. Que sea, entonces, el diccionario de la Real Academia Española el que hable ahora:

Alteridad. (Del lat. alterĭtas, -ātis). 1. f. Condición de ser otro.
Identidad. (Del b. lat. identĭtas, -ātis). 1. f. Cualidad de idéntico. 2. f. Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás. 3. f. Conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás. 4. f. Hecho de ser alguien o algo el mismo que se supone o se busca.
Mestizaje. 1. m. Cruzamiento de razas diferentes. 2. m. Conjunto de individuos que resultan de este cruzamiento. 3. m. Mezcla de culturas distintas, que da origen a una nueva.

Quizá con tan eminente auxilio
logre suscitar el interés por estas cosas.

Que mis viejos y nuevos compañeros de ruta vuelvan a compartir los mismos anhelos y a beber de la misma copa

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Cuando la imaginación de Borges crea su inefable Aleph, precede ese alumbramiento con una definición. Dice que “todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”. Una definición que asaz ignoramos quienes presuntuosamente levantamos la pluma. Una definición que nos invita a mirar cómo nos relacionamos con los otros, si el correr ligero de nuestra pluma, el parloteo incesante de nuestra lengua o la deriva fácil de nuestro pensamiento se corresponden con los patrones comunes, presupuesto indispensable para entendernos, o si partimos de prevenciones que nos hacen rondar en torno a una porfía.

Vale la pena examinar estas cosas. Situarnos con alguna perplejidad en medio de nuestras certezas para cuestionarlas alguna vez, para que el aire fresco de la duda desempolve los viejos trastos de nuestras faltas y de nuestros desencuentros y nos ofrezca un universo de concierto.

Sin duda muchos pueden recusar mi pensamiento, y está bien que lo hagan. A ellos los invito a que miren bien nuestra historia comunitaria, que examinen los pliegues de nuestras primeras experiencias y el desarrollo ulterior de nuestras instituciones, que se instalen en la realidad y digan si en este tiempo se justifican las rémoras de aquellos desencuentros y, aún peor, las cuitas insustanciales nacidas de viejos personalismos.

Estoy hablando de las diferencias habidas en nuestra comunidad. De las que razonablemente pueden existir, y de las otras, de las que por erosionar el tejido social deben ser prontamente arrancadas del terreno institucional. Estoy hablando de quienes naturalmente difieren al mirar la realidad y proyectar el futuro porque parten de filosofías o de anhelos diferentes; y de quienes aún sosteniendo ideales y propósitos comunes y habiendo habitado por largos años el mismo territorio político, están enfrentados sin más razón que la sinrazón y sin otra justificación que su incapacidad para encontrar caminos de conciliación. Unos y otros diseñan el actual paisaje institucional: los primeros, contribuyendo a la saludable policromía que debe tener toda sociedad pluralista; los otros, segando buena parte de las energías que precisa este juego de integración e identidad a que nos ha conducido la historia. Aquellos, construyendo el andamiaje democratizador; estos, distrayendo a una comunidad que necesita unificar su acción.

Es preciso hablar esa lengua cuyo ejercicio presupone un pasado compartido para repoblar nuestras instituciones y nutrir nuestras actividades; para que, sin dilapidar energías, una misma metodología de trabajo y unos objetivos comunes fructifiquen en resultados.

Inconsistencias

Pregunto: ¿Qué diferencias ideológicas sostienen los desencuentros? ¿Qué diferencias metodológicas que no puedan ser zanjadas en una mesa de concierto? Las fruslerías personales ¿justifican, toleran siquiera, una lidia de esta clase? Cuando la pregunta es correctamente formulada suele estar preñada de su respuesta. Por eso, es preciso no precipitarse, despojarse de la bruma y mirar las cosas con serenidad, diría con inocencia (inocente es quien no merece castigo), para examinar cada situación con tanta libertad y generosidad como sea posible.

Pregunto: ¿Pueden desarrollarse de ahora en más unas instituciones que se sostienen sobre la dádiva, con manifiesto desdén por los sistemas de cooperación que ofrece la legislación argentina? ¿Pueden crearse y coordinarse programas de desarrollo y de asistencia en medio de Babel? Y los viejos sueños compartidos ¿ya no merecen ser soñados? Y las nuevas realidades que los tiempos proponen ¿no merecen ser afrontadas con las herramientas con que cuenta la comunidad, que son comunes a unos y a otros? Si en estos tiempos nuevos ni las fronteras ni los océanos separan a unos hombres de otros, a unas naciones de otras ¿por qué había de separarlos un remoto desatino? Si la historia ha amistado a quienes ayer mismo se diezmaban en las guerras ¿por qué el calor de una cultura común no había de reunir a todos alrededor de la misma mesa?

Nuestras prioridades

Lo dije otras veces. Nuestra comunidad ha crecido más allá de su actual capacidad de sostenimiento, tal que los frutos que se cosechan no se corresponden con los ingentes esfuerzos que se realizan. Y hoy estamos ante la obsolescencia de nuestros modelos institucionales. Una observación severa que, sin embargo, puede afrontarse felizmente si encontramos algunas coincidencias mínimas que nos permitan modernizarnos, coordinar esfuerzos, distribuir áreas de competencia, integrarnos y, finalmente, encontrar los medios para allegar recursos genuinos que sufraguen los déficit y permitan crear los servicios de que aún carecemos. La constante mengua de participantes siquiera pasivos en las actividades de la comunidad constituye un campanazo que no debemos desoír.

¿Qué por ciento de los armenios que habitan en Buenos Aires participan en el quehacer comunitario? ¿Cuántos intelectuales y artistas habitan dentro de las fronteras institucionales y cuántos están ausentes? ¿Cuántos benefactores han menguado sus aportes y cuántos más se ausentaron en la última veintena de años? Son algunas cuestiones que debemos examinar con sentido autocrítico y tratar de explicar el por qué del déficit, la causa del deterioro.

De más cosas podemos hablar, más faltas podemos atribuirnos con justicia, pero este no es momento de amonestaciones sino de reflexión adulta y de disposición generosa para encontrar vías de solución. Y, en mi opinión, la conciliación entre quienes todavía duplican ociosamente los trabajos que deben tener unidad de planificación y de ejecución, es una vía inexcusable.

Concilio

He hablado de armonizar esfuerzos y de reencuentro. Sobre las formas de hacerlo no hablaré. Porque ese es un asunto que puede rozar susceptibilidades, porque los caminos espinosos hay que recorrerlos con cautela, porque el paso se da con más firmeza cuando el caminante está convencido de que tiene que andar.

Creo no equivocarme al decir que la comunidad espera que un auspicioso camino comience a recorrerse en esta dirección. El tiempo transcurre y va erosionando las pequeñas vidas de los hombres. Las instituciones necesitan remozar sus estructuras y los pueblos construir la historia. Y el tiempo es cambio: he aquí el mensaje que deben recoger los hombres si no quieren que los arrolle la historia y los desdeñe la sociedad.

Yo espero que estas líneas sean leídas y meditadas por unos y por otros. Y, aún, espero que sean comprendidas para iniciar un camino que finalmente lleve a la superación de estas cosas que hoy lastiman el cuerpo social e institucional de nuestra comunidad. Quiero que mis viejos y nuevos compañeros de ruta vuelvan a compartir los mismos anhelos y a beber alrededor de una misma mesa. Y espero que este anhelo no exceda mi capacidad de afecto por todos.

Sobre la representatividad de nuestras instituciones

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Se trata de saber qué es ser armenio en las costas del Río de la Plata y a cuántos hombres y mujeres hay que anotar en la cuenta. Y una vez sabido, se trata de decir si nuestras instituciones son representativas. Tal es el preanuncio del título, tal la pregunta que a veces me asalta y que hoy vengo a compartir contigo, amable lector. No sé si hallaremos la respuesta, no sé si acaso multiplicaremos las preguntas. Pero creo que juntos podremos recorrer un camino que no ha sido desbrozado todavía y que vale la pena explorar para saber quiénes lo transitan, si son hombres de carne y hueso o son fantasmas los que van y vienen.

Conviene ser más explícito. La primera cuestión ya fue respondida por Perogrullo: ser armenio es reconocerse en la lengua, en la fe, en la cultura y saberse descendiente del mítico Haig. Es tener unos anhelos que más o menos coincidan con los anhelos de los habitantes de Armenia, referencia obligada de todos
[i].

En cuanto al número de los armenios, las opiniones difieren. Pero en esto no valen las opiniones, valen las cuentas, y que yo sepa esa cuenta no se ha hecho todavía y quizá nunca se haga. Algo es cierto sin embargo: los que se ven, los que tienen alguna presencia en los medios comunitarios y en las actividades institucionales, son menos que los ausentes.

Y este es un dato que invita a reflexionar sobre la representatividad de nuestras instituciones, pobladas por pocos y dejadas de la mano por muchos. Instituciones que quieren espejar cada una a un segmento de la comunidad, a un área de interés social, y que dicen alentar objetivos comunes a los armenios rioplatenses. Las escuelas, los partidos, las asociaciones benéficas y demás, diseñan un paisaje que quizá no exprese la voluntad del criollaje armenio. Lo digo otra vez: si consideramos que la base societaria de cada una de las instituciones es menor que su base natural (sólo un puñado de nuestros hijos acude a las escuelas armenias, los que visitan las sedes de las asociaciones son minoría, unos pocos militan en los partidos, en suma, los presentes son menos que los ausentes), no sé qué derecho tienen las instituciones a creer que representan al conjunto de los armenios.

Quiero que el lector entienda mi preocupación: no cuestiono a nuestras instituciones, no pretendo desconocerlas ni propiciar su dilución en el gran caldo rioplatense. Me pregunto si son representativas, si reflejan la voluntad de la comunidad en su conjunto o si, acaso, sólo expresan los deseos de algunos hombres y mujeres cuyos rostros ya nos son familiares. ¿Quiénes son comunidad? Si lo son todos, los presentes y los ausentes, las instituciones deben interrogarse sobre su representatividad y quizá también sobre su legitimidad, y deben preguntarse por qué se ausentan los ausentes, por qué ignoramos a los ignotos, dónde están los que se fueron. Y si sólo son comunidad las manos que estrechamos, los rostros que miramos y los nombres que todavía recordamos, entonces debemos sanar nuestra megalomanía y apearnos para pisar la tierra. Porque perder el contacto con la realidad es un preanuncio de apagamiento para las organizaciones sociales. Apagamiento que no ocurre de una vez: a diferencia de los individuos, las instituciones no mueren de muerte súbita, ellas van apagando sus luces una a una, lentamente, hasta que un día te das cuenta que la realidad las ha engullido.

Desde luego, excluyo de estos dichos a las iglesias porque ellas no se apoyan en la representación social sino en la devoción y la fe, su razón de ser es ultramundana.

¿A quién representan los representantes?

La pregunta es pertinente porque las instituciones están ahí, ahí están también sus dirigentes, hombres y mujeres consagrados al servicio de sus paisanos. Ellos merecen toda alabanza porque –me consta- su entrega y su fervor son sinceros. Pero no puedo dejar de preguntarme y preguntarte, lector, a quién, a quiénes representan esas instituciones y esos hombres.

O, para aligerar el trabajo, preguntar primero a quiénes no representan. No representan a esa mayoría ausente de la que estoy hablando, buena parte de la primera, segunda, y a veces tercera generación de armenios nacidos en estos lugares de América. No los representan porque ellos no están en las nóminas de asociados, no participan en las actividades institucionales ni muestran interés por las cosas de Armenia y de los armenios. El medio los ha tentado y el mestizaje ha terminado por devorarlos. Es el sino de las comunidades que, arrancadas de su tierra, necesitan arraigar en otros suelos para pervivir.

Así pues, excluidos los muchos, quedan los pocos que todavía conservan algunos rasgos culturales de sus ancestros, profesan su fe y reivindican los derechos del pueblo del Ararat. Es a estos que representan los dirigentes y las instituciones. Esta es su base de sustentación: un número más o menos reducido de asociados y simpatizantes en quienes todavía está vivo el fervor nacional y presente la cultura y las costumbres armenias.

Desde luego, algunas veces las instituciones se legitiman por sus objetivos, no por su representatividad. Pero con el transcurso del tiempo esa representatividad es necesaria para no caer en el mesianismo, en la dispensación de una confianza inmotivada a personas o sectores que vendrán a devaluar, precisamente, los objetivos que en su momento le dieron carta de nacimiento a las instituciones
[ii].

¿Qué hacer con los ausentes?

Brevemente, porque otras veces he hablado de esto. Creo que resistir las grandes pulsiones es, además de insensato, infructuoso. Creo que, como en otros órdenes de la vida, conviene aprovechar las fuerzas sociales, el ímpetu integrador de las comunicaciones, el anhelo del corazón humano e integrarnos al medio para merecer los favores de estas sociedades inclusivas. Y al integrarnos, llevar nuestras riquezas culturales para nutrir el suelo donde nacieron nuestros hijos y donde nacerán los hijos de ellos.

Creo que el viejo modelo de resistencia y encierro es nocivo y que conviene abrir las puertas para que todos sean bienvenidos a nuestras casas. También los ausentes de los que hablé. Y para eso debemos reconocernos en el otro. Mestizaje biológico, mestizaje cultural, mestizaje social. Y me atrevería a hablar de mestizaje institucional. Creo que por esta puerta ingresarán los ausentes.

Adán no tenía ombligo, pero nosotros sí

En la mitología judeocristiana el primer hombre no tenía ombligo porque fue amasado con barro y animado por el aliento divino. Pero los armenios tenemos ombligo, tenemos origen y no debemos gratificarnos frente al espejo. Nuestras instituciones precisan legitimarse en la representación comunitaria, no en la consagración de sus objetivos ni en la autocomplacencia de sus dirigentes. El autismo es el preanuncio de la muerte institucional y los armenios harto sabemos de esto: comunidades enteras han desaparecido y consigo han arrastrado a sus organizaciones sociales.

Este ombligo social alrededor del cual estamos construidos es la marca de nuestro origen y pertenencia, sin duda. Pero también es la señal de que sólo somos con los otros y en los otros. Somos comunidades que precisan de instituciones sólidas para que el proceso irresistible de inclusión y mestizaje no ocurra a expensas de una cultura que quiere participar en el toma y daca de la historia.


[i] Ello no impide reconocerse también argentino, uruguayo o brasileño por haber nacido en estos suelos de América o por descender, por una de las ramas, de otras naciones. Las culturas, al igual que las leyes de muchos países, no hacen exclusiones en este sentido. Aún más: es virtuoso sentirse parte de toda la familia humana y, entonces, ser también italianos y polacos y finlandeses y judíos y nigerianos. Ciudadanos del mundo, como lo querían los filósofos estoicos, miembros de un proyecto político que imaginaron con el nombre de Cosmópolis.
[ii] Este que estoy transitando es un camino que se cruza mil veces con la incomprensión y que me expone al enojo de los patrioteros. Pero ya lo dije una vez: al enfermo hay que dejarlo que transite felizmente su convalecencia.

Sobre dos hermanos armenios, penitente uno y confesor el otro. Y sobre el turco que rindió su vida al cuchillo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Quiso el azar que encendiera el televisor cuando el protagonista del filme “El Padrino III”, de Francis Ford Cóppola, le decía a uno de sus secuaces: “No odies a tu enemigo, porque el odio nubla la inteligencia”. Quiso el azar que al siguiente día me confiaran la historia que ahora voy a narrarte. Pero no fue el azar lo que me hizo asociar una cosa y la otra.

Comienzo por la historia del día siguiente. Lo hago cuando sus protagonistas están muertos, uno por el filo de un cuchillo y los otros por los designios de la vida. Ocurrió en el Asia Menor, en las vecindades montañosas de Cesárea, durante la segunda década del siglo pasado. Ya habían comenzado las matanzas de armenios. Unas familias habían sido arrancadas de sus casas y puestas a marchar hacia el desierto, donde el hambre y la muerte acechaban. Otras, se apresuraban a huir para poner a salvo sus vidas. Los presagios eran sombríos y cada quien elevaba sus plegarias y hacía aprontes para escapar del peligro que sabía cierto.

Por entonces él tenía quince años de edad. Cuatro años antes unos salteadores turcos habían matado a su padre, y hacía pocos meses que su hermano mayor había caído en el campo de batalla. Otro hermano había huido a la capital de Siria, donde esperaba reunirse con los suyos. Fue entonces cuando ocurrió el hecho que guardaría para sí durante más de sesenta años. Un secreto que a nadie dijo, que no sé si lo atormentó durante tantos años o si el tiempo lo trabajó y acunó su conciencia para que recorriera la vida sin pesadumbre.

Y un día, ya viejo y enfermo, este armenio recibió la visita de la dama sin destino y supo que su hora era llegada. Entonces, antes de partir, llamó al único hermano que aún lo acompañaba en la vida y le dijo lo que hasta entonces había guardado. Que cierta vez, en un camino desolado fue atacado por dos turcos. Que logró herir a uno con su cuchillo, obligándolo a escapar. Que el otro, armado también con cuchillo, lo enfrentó en dura lucha hasta que cayó herido de muerte.

De regreso a casa, el armenio temió por su suerte porque las autoridades no tardarían en encontrar el cuerpo y porque su secuaz podía denunciarlo. Entonces decidió escapar a Siria para juntarse con su hermano, no sin antes obtener seguridades de que el resto de su familia lo seguiría. Y así lo hicieron, él primero y los otros después, hasta reunirse en Damasco. De ahí se trasladaron a Beiruth y más tarde a Buenos Aires, donde se establecieron definitivamente.

Esta confesión la hizo nuestro hombre en su lecho de muerte, cuando sintió la necesidad de aligerar su conciencia y poner a salvo su alma. Se la hizo a su hermano, para depositarla en un corazón como el suyo, nacido del mismo vientre y peregrino de las mismas desventuras. Y al hacerla, con la humildad del penitente le preguntó si había obrado mal. Y al responderle su hermano que no, que Dios prefiere a los hombres valerosos antes que a los cobardes, el penitente se dejó ganar por el sueño, del que sólo despertó para exhalar su último aliento.

Yo espero que esa confesión haya aligerado el corazón de aquel hombre. Que en su hora final haya cerrado los ojos sobre la blanda almohada de su fe y que quienes le sobrevivimos podamos valorar no tanto su acto de bravura, cuanto la templanza de callar hasta el último día una acción que otros, iracundos, habrían levantado con vanidad vindicativa. Rindo homenaje a este armenio con quien compartí medio siglo de vida.

No sé qué opinarás, lector, de esta historia, que me fue revelada hace algún tiempo. Yo la juzgo ejemplar. Porque enseña a defender la vida y, al hacerlo, no exhibe la muerte como trofeo ni la ira como virtud. Porque no desdeña el valor de otra vida, aún cuando sea la del ofensor. Y porque en su instante final el hombre prefirió una confesión laica, como tributo de humildad, quizá porque a la retribución de un más allá prefirió la comprensión casi profana de su hermano. Un acto que a poco que examinemos nos muestra un camino plausible, porque no nos pide que callemos. Nos dice que alimentar el encono es un ejercicio estéril, que el afán por resarcir las heridas del corazón puede frustrar el anhelo de justicia. Como aquel personaje que vi en la pantalla de mi televisor, nos dice que odiar al enemigo nubla la inteligencia.

La historia de los armenios está ahí y no puede ser falsificada. Tampoco puede ser esclarecida en el secreto de un confesionario, lo sé, pero para ponerla en términos veraces en las páginas de los libros necesita de gentes atildadas que opongan a cada falsedad una verdad, que iluminen con inteligencia cada rincón oscuro y que conserven hasta el último aliento el recuerdo de sus pesares, para ponerlos en la mesa cuando sea preciso. Porque la iracundia es aliada de quienes resultan perdidosos en las controversias.

Esta confesión laica me parece aleccionadora porque el hecho que la determinó no oscureció el juicio del protagonista que, al revés de tantos, no se prodigó en lamentaciones sino que templó y retempló su ánimo en la fragua siempre ardiente del secreto que, por ser tal, se sostiene sobre la memoria.

Sobre la interdependencia de los estados en el siglo XXI

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Volteo las hojas de los libros y de los atlas para saber qué lugar ocupa Armenia en la historia y en esta geografía con fronteras frágiles, culturas permeables y relaciones mundializadas. Para no arriesgar conjeturas fáciles ni alimentar nacionalismos edulcorados, miro cuál es el movimiento de esa joven República en este tiempo veloz, cuál su sitio en el mundo. Miro si el Cáucaso y el mundo consienten la existencia de estados-nación a la usanza del siglo XIX y primera mitad del XX, o si es preciso redefinir los conceptos de independencia nacional y de soberanía política.

Digo estas cosas en vísperas del 88° aniversario de la fundación del Estado armenio, para situarme y situar al lector en las tres instancias de ese proceso que se inició en 1918, transitó por el período comunista y la segunda guerra mundial y, sorteando las dificultades del colapso soviético y las urgencias de la revolución tecnológica, llega hasta nuestros días.

La trilogía republicana de los armenios

En poco más de siete décadas la nación armenia forjó una trinidad política que, a la manera de la teológica, sólo puede entenderse como un solo proceso. Nació el Estado independiente en mayo de 1918 y se esforzó para fundar sus instituciones y precisar sus fronteras. Dos años y medio después, a fines de 1920, ingresó en esa unión de repúblicas que discurrió la mayor parte del siglo XX disputándole la hegemonía mundial al coloso norteamericano. Y hace escasas décadas, en septiembre de 1991, como consecuencia del desmoronamiento de la Unión Soviética, reasumió el ejercicio de su soberanía.

Una república que discurrió por tres instancias políticas, independiente la primera, soviética y federada la segunda y nuevamente independiente la tercera, no puede sino ser mirada como un mismo Estado que, en todas sus etapas, conservó el atributo de su soberanía. Soberanía que no depuso en ningún momento, si bien en lo atinente a las relaciones externas delegó su ejercicio en el poder central mientras permaneció federada. Sin duda, el período más difícil en la construcción de la República fue el primero; el segundo, que duró medio siglo, fue el de la consolidación; y el tercero, que alcanza a nuestros días y se proyecta hacia adelante, es el de la restauración de la independencia y la inserción definitiva en el concierto mundial de naciones.

Vale la pena resaltar el valor que cada uno de esos hitos tiene en la historia moderna de los armenios. Porque en ellos Armenia mostró su vocación histórica de pervivir como nación y como cultura bajo la especie de un Estado nacional, nada menos. Desde aquella declaración de la independencia a fines de la primera guerra mundial hasta su ingreso como miembro pleno en la Organización de las Naciones Unidas (mayo de 1918 a marzo de 1992), la nueva República debió consolidar sus fronteras, atender las necesidades de su seguridad interior, fundar sus instituciones políticas y crear las administrativas, anudar alianzas y promover su crecimiento y, finalmente, sortear las dificultades del colapso soviético.

Más allá de cuál sea el interés partidario de cada sector y de dónde se sitúe cada quien en el arco ideológico, es mi parecer que esta interpretación no fuerza los hechos históricos ni lastima las diferentes opiniones. Por lo demás, apreciado lector, las opiniones, que algunas veces merecen ser tomadas en cuenta, son como las narices: cada quien tiene la suya. Y la historia, en cuanto comprobación de los hechos pretéritos y soporte de la realidad, no admite los acomodos quirúrgicos ni los afeites que asaz favorecen la anatomía de los engomados.

Independencia e interdependencia

Mucho se ha dicho sobre la permeabilidad de las fronteras territoriales, la penetración cultural y la influencia que unos estados ejercen en la vida y en las determinaciones de los otros. Es sabido que los medios de transporte y de comunicación y la producción en escala de las grandes corporaciones transnacionales han achicado la geografía y hoy se quiere abolir el tiempo y las distancias. Con alguna licencia podemos decir que hoy los hombres estamos en todos los lugares al mismo tiempo. Las decisiones que se toman en un lugar del mundo pueden ejecutarse ya mismo en el lugar más distante. Y el dinero, la cosa más codiciada entre todas, viaja a la velocidad de la luz travestido de palotes o de números binarios, mandando sin disimulo sobre el presente y el futuro de las naciones.

En estas condiciones, es preciso preguntarse qué ha sido del viejo concepto de independencia y de soberanía. Aquellos atributos por los que se definían hasta hace poco los estados, esas potestades sin las cuales una sociedad no podía ingresar al club de las naciones, han ido cambiando de signo. A tal punto que hoy ni los más poderosos países de la tierra pueden decirse independientes.

En rigor, la voluntad del soberano siempre ha estada condicionada por la realidad. Pero el tiempo ha ido profundizando ese condicionamiento, cada vez más el soberano (el jefe del clan, el monarca, el señor o el conjunto de los ciudadanos) ha debido ajustar su voluntad a las leyes o al poder corporativo; hasta que con el advenimiento de los estados nacionales la libre determinación de los estados cedió espacio a la interdependencia. Y este proceso se aceleró desde la mundialización del comercio. Pero es a partir de la reconcentración de la riqueza y la transnacionalización de las empresas que las independencias nacionales fueron cediendo lugar a la mutua dependencia. Este proceso se vio favorecido por el fenomenal desarrollo tecnológico del siglo XX, tal que ahora, cuando los hombres ya irrumpimos en el tercer milenio, resulta anacrónico hablar de independencia nacional.

Hoy los estados son francamente interdependientes, y no es necesario abundar en razones para entenderlo. Aún más: el concepto de soberanía política ha ido mudando velozmente y ya no sabemos si la gestión de un gobierno responde al mandato de las urnas o a la voluntad de los grandes centros de poder económico y financiero. Independencia y soberanía son conceptos que sólo se dicen al historiar el desarrollo de las naciones o al discurrir sobre teoría política.

Es por estas cosas que las naciones -la armenia entre ellas- deben subirse al atalaya y levantar su mirada para ver el mundo tal cual es. Hoy más que nunca el arrullo de la patria está referido al gozo de la cultura, y los intereses de otro orden deben examinarse en el contexto de una realidad signada por la dependencia mutua. Es preciso ver esto con claridad para no regodearse al calor de las celebraciones, para comprender que aquella declaración de la independencia del 28 de mayo de 1918, aún siendo el hecho histórico que le permitió a Armenia renacer como Estado y quizá también sobrevivir como nación, no puede replicarse en las condiciones de globalidad, unipolaridad e inmediatez de este tiempo. Hoy la República de Armenia tiene cuestiones vitales para atender: con su estructura política y administrativa en funcionamiento, con sus fronteras calientes pero ciertas, con una economía en crecimiento sostenido y unas fuerzas armadas convenientemente pertrechadas, debe, sin embargo, afrontar un bloqueo que ya lleva muchos años y sostener unas hipótesis de conflicto que condicionan su política interna y externa más allá de lo tolerable.

Armenia necesita tejer un sistema de alianzas que sortee su aislamiento y le ofrezca un marco apropiado para enfrentar sus problemas, algunos de nuevo cuño y otros que ha heredando por su condición de República trinitaria. Karabagh, el bloqueo, el Genocidio aún no reconocido, los problemas energéticos, el desigual reparto del PBI y el problema social, sólo son algunos de los asuntos que debe resolver para recuperar sus fuerzas y darle rienda suelta a su afán celebratorio.

Mientras estas cosas no ocurran tendremos motivos para ser cautelosos. Y también para leer la historia con la sensación de que el ciclo aún está abierto, de que Armenia todavía tiene que construir su sistema de relaciones, definir el modo en que se insertará en la región y en el mundo y fijar reglas de juego que sitúen en su propio lugar la voluntad de los ciudadanos y la de los grupos de poder.


Insertarse ventajosamente en el juego de la interdependencia regional y mundial y delimitar las áreas donde podrán desenvolverse las fuerzas políticas y las económicas: este es el desafío