Nuestro suelo se está desertificando y cierta anemia institucional va ganando terreno

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

La gratuidad del pensamiento y su consecuencia natural, la impunidad de las ideas, me animan a escribir estas líneas. Yo, que alerté sobre el carácter epidémico de la opinopatía e hice mofa de los opinantes compulsivos, he contraído esa enfermedad y ahora vengo para hacer mi catarsis: poner en palabras algunas ideas que me visitan y que otras veces dije aquí y ahí, dentro de la comunidad.

Creo que nuestro suelo se está desertificando y que cierta anemia institucional va ganando terreno. Creo que las alarmas están sonando y no las oímos porque se mezclan con el ruido social. Por eso, y porque el mal puede conjurarse todavía, nuevamente quiero decir mi preocupación. Estoy hablando del creciente despoblamiento de las instituciones y del desinterés de nuestros paisanos por las cosas armenias. Estoy interrogándome sobre el futuro de la comunidad.

Hace poco dije que el viejo modelo de resistencia y encierro es nocivo y que conviene abrir las puertas a la diversidad. Dije que para eso debemos reconocernos en el otro y hablé de mestizaje biológico, de mestizaje cultural, de mestizaje social. Y también me atreví a hablar de mestizaje institucional
[i].

Leyendo diarios viejos por Internet, encontré dos entrevistas que le hicieron a Marc Augé, una en 2005 y otra en 2007
[ii]. En la primera, el antropólogo francés (él prefiere que lo llamen etnólogo) dice así: “Es estúpida la idea de que la multiplicación de los contactos con el exterior es una amenaza contra la identidad, porque no hay identidad sin la presencia de los otros. No hay identidad sin alteridad […] La identidad se construye en el nivel individual a través de las experiencias y las relaciones con el otro. Eso es también muy cierto en el nivel colectivo”. Y a renglón seguido advierte: “Un grupo que se repliega sobre sí mismo y se cierra es un grupo moribundo, [porque] no es la alteridad la que pone la identidad en crisis. La identidad está en crisis cuando un grupo o una nación rechazan el juego social del encuentro con el otro". Invito al lector a volver sobre este párrafo y releer detenidamente los textos encomillados, porque en ellos se condensa todo el proceso, primero, de construcción de la identidad individual y nacional, y luego, de su preservación y defensa.

Debo confesar que las palabras del francés me confortaron. A despecho de la incomprensión de algunos, me sentí acompañado en este asunto tan vital para los armenios. Y me dije lo que no me gusta decirme: que quizá tan ilustre compañía sirva para convencer a mis paisanos que conviene abrir las puertas para pervivir como cultura. No me gusta decirme y decirte estas cosas porque creo que uno debe convencerse no por la autoridad del opinante, sino por el peso y la certeza de las opiniones. Pero comoquiera que sea, la ayuda es bienvenida.

Los no-lugares de M. Augé

En la entrevista de 2007 Augé habla de los “no lugares”, concepto que él ha acuñado y que ha encontrado gran receptividad en los intelectuales, particularmente entre los antropólogos y los sociólogos. Dice que el espacio público “es un espacio de contigüidad y, eventualmente, de conflicto”. Y lo explica así: “Hay lugares muy destacables en París […] como la estación de subterráneo Châtelet-Les Halles. Es, a la vez, una estación de subte y de tren y un centro comercial, todo en una organización bajo tierra de cinco niveles. Allí llegan jóvenes de las afueras de París que van al centro comercial y que a menudo no salen a la superficie. Afuera hay una plaza, cerca está el Centro Pompidou […] Por allí circula mucha gente, muchos turistas, pero con los jóvenes de las periferias no se cruzan; son dos mundos paralelos”.

Prolija descripción que, a escala reducida, puede aplicarse a los transeúntes de la calle Armenia. Calle de Palermo Viejo que en una sola cuadra reúne a las instituciones más representativas de la colonia armenia y adonde acuden los paisanos para profesar su culto, cursar estudios, practicar deportes, distraer su ocio y gratificar su barriga. Un lugar –un “no lugar” en la nomenclatura de nuestro hombre- que, si bien se mira, no favorece el encuentro. Un lugar adonde giran todos los molinos de viento porque concentra las diferencias que no se han conciliado todavía. Ahí, al igual que en la estación subterránea de Châtelet-Les Halles, se consolida el desencuentro y se nutre la ajenidad. Quizá la semejanza sea excesiva, quizá sea una metáfora. Pero las metáforas desvisten las verdades que el pudor quiere ocultar.

Miremos más allá. El barrio de Flores congregaba a un importante número de armenios: una iglesia apostólica y su escuela, dos clubes, dos iglesias evangélicas y alguno que otro lugar más. Aún perduran esas iglesias, esa escuela y uno de los clubes, pero la vida armenia se está opacando, el fervor de otrora se apaga. Esa barriada no es un cruce de caminos, no es un lugar de tránsito y de encuentro fugaz como las estaciones ferroviarias y los shoppings, pero ahí se está abdicando de la cultura y de las costumbres armenias. Como también ocurre en Valentín Alsina, otro barrio donde languidece la comunidad.

La claustrofilia es una enfermedad mortal


Estas observaciones no quieren solazarse en el reproche. Quieren crear conciencia crítica y rescatar a las instituciones de la claustrofilia para que sean útiles a la comunidad.

Hace algunos meses conversaba con una persona vinculada a los círculos diplomáticos. Yo le inquiría sobre los bombardeos de los tanques rusos sobre poblaciones surosetas y él me decía que los armenios, por no haber saldado nuestro pasado, no logramos instalarnos en el presente. “Esa, me decía, es la causa de tu reproche y también es la causa de la fatiga institucional de tu comunidad”. Más allá de cuál sea la opinión de cada quien sobre las relaciones recíprocas de aquellos contendientes, más allá de las consideraciones políticas y de las cuestiones humanitarias involucradas, ese hombre tenía razón en lo tocante a nuestra comunidad. Porque, en efecto, a despecho de las necesidades y de los anhelos de los armenios criollos, nuestras instituciones todavía están fondeadas en el pasado.

Claro que la observación es severa y puede escocer la piel. ¿Pero qué es lo que causa escozor, la observación o lo observado, la amonestación o el hecho que la determina?

Si aceptamos que la identidad social se construye y se sostiene sobre la diversidad, si comprendemos que somos en el otro, que es el otro que nos nombra y nos reconoce, entonces podremos saldar nuestra cuenta. Dice la Biblia que Moisés, en lo alto del monte, le pregunta a Dios por su nombre y Dios le contesta: “Yo soy el que soy”
[iii], es decir, soy el innombrado. Sólo Dios puede responder así, porque él es anterior al hombre, a las cosas, al mundo; por eso no precisa un nombre. En cambio el hombre precisa ser nombrado por otros hombres para ser y reconocerse. Y ese nombre conlleva una identidad. De ahí que la identidad sólo se manifiesta en la alteridad.

Esta afición mía por las mitologías no es fruto de la fe. Viene de mi creencia de que las cosas tienen también una justificación estética. Porque la vida deplora lo feo y casa con lo bello. Y las culturas diferentes, los paisajes multiformes, las lenguas, los usos, los cánticos son el boato de una humanidad que no quiere asfixiarse en el mísero rectángulo de una celda, por muy entrañable que sea.

Creo que si aprendemos a leer en el libro de la realidad, si podemos desembarazarnos de los fantasmas que asaz nos perturban, si comprendemos que la identidad se construye y reconstruye en el otro y con el otro, entonces sí, tendrá futuro nuestra comunidad.

[i] Ver Sobre la representatividad de nuestras instituciones, Armenia, ed. 13254, octubre 9 de 2008.
[ii] Ambas en el suplemento Enfoques de La Nación, el 22 de junio de 2005 y el 2 de mayo de 2007.
[iii] Éxodo 3 - 14.