Los armenios y la torre de Babel

Este artículo, que escribí tratando de no lastimar susceptibilidades, no mereció un espacio en la prensa gráfica de nuestra comunidad. Ahora, corridos algunos años, lo ofrezco a la consideración de sus destinatarios principales y de mis lectores habituales.

Eduardo Dermardirossian

eduardodermar@gmail.com

Cuando la imaginación de Borges crea El Aleph, precede ese alumbramiento con una definición. Dice que “todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”. Una definición que asaz ignoramos quienes levantamos la pluma o hablamos sobre las cosas de nuestra comunidad. Una definición que nos invita a mirar cómo nos relacionamos con los otros, si el correr ligero de nuestra pluma, el parloteo incesante de nuestra lengua o la deriva fácil de nuestro pensamiento se corresponden con patrones comunes, condición indispensable para entendernos, o si partimos de prejuicios que nos hacen rondar en torno a una porfía.

Vale la pena examinar estas cosas. Situarnos con alguna perplejidad en medio de nuestras certezas para cuestionarlas alguna vez, para que el aire fresco de la duda desempolve los trastos viejos.

Sin duda muchos pueden recusar mi pensamiento, y está bien que lo hagan. A ellos los invito a que miren bien nuestra historia comunitaria, que examinen los pliegues de nuestras primeras experiencias y el desarrollo ulterior de nuestras instituciones, que se instalen en la nueva realidad y digan si en este tiempo se justifican las rémoras de aquellos desencuentros y, aún peor, las cuitas insustanciales nacidas de viejos personalismos.

Estoy hablando de las diferencias habidas en nuestra comunidad. De las que razonablemente pueden existir y de las otras, de las que por erosionar el tejido social deben ser prontamente arrancadas del terreno. Estoy hablando de quienes naturalmente difieren al mirar la realidad y proyectar el futuro porque parten de filosofías o de anhelos diferentes, y de quienes aún sosteniendo ideales y propósitos comunes y habiendo habitado por largos años la misma casa, están enfrentados sin más razón que la sinrazón y sin otra justificación que su incapacidad para encontrar caminos de concilio. Unos y otros diseñan el actual paisaje institucional: los primeros, contribuyendo a la saludable policromía que debe tener toda sociedad pluralista; los otros, segando buena parte de las energías que deben utilizarse en este juego de integración e identidad a que nos ha conducido la historia. Aquellos, construyendo el andamiaje democratizador; estos, distrayendo a una comunidad que necesita unificar su acción.

Es preciso hablar esa lengua cuyo ejercicio presupone un pasado compartido para repoblar nuestras instituciones y nutrir nuestras actividades, para que, sin dispendio de energías, una misma metodología de trabajo y unos objetivos comunes fructifiquen en resultados.

Inconsistencias

Pregunto: ¿Qué diferencias ideológicas sostienen los desencuentros? ¿Qué diferencias metodológicas que no puedan ser zanjadas en una mesa de concierto? Las fruslerías personales ¿justifican una lidia de esta clase? Cuando la pregunta es correctamente formulada suele estar preñada de su respuesta. Por eso es preciso no precipitarse, despojarse de la bruma y mirar las cosas con serenidad, diría con inocencia (inocente es quien no merece castigo), para examinar cada situación con tanta libertad y generosidad como sea posible.

Pregunto: ¿Pueden desarrollarse unas instituciones que se sostienen sobre la dádiva, desdeñando los sistemas de cooperación que ofrecen las leyes? ¿Pueden crearse y coordinarse programas de desarrollo y de asistencia en medio de Babel? Y los viejos sueños compartidos ¿ya no merecen ser soñados? Y las nuevas realidades que los tiempos proponen ¿no merecen ser afrontadas con las herramientas con que cuenta la comunidad? Si en estos tiempos nuevos ni las fronteras ni los océanos separan a unos hombres de otros, a unas naciones de otras ¿por qué había de separarlos un remoto desatino? Si la historia ha amistado a quienes ayer mismo se diezmaban en las guerras, ¿por qué el calor de una cultura común no había de reunir a todos alrededor de la misma mesa? Sabe mi lector de quiénes hablo.

Nuestras prioridades


Lo dije otras veces. Nuestras estructuras institucionales han crecido sin orden y los frutos que hoy se cosechan no se corresponden con los esfuerzos que se realizan. No hemos sorteado la crisis del crecimiento y hoy nos enfrentamos a modelos institucionales obsoletos. Una observación severa que, sin embargo, puede afrontarse con felicidad si encontramos algunas coincidencias mínimas que nos permitan coordinar esfuerzos, distribuir áreas de competencia y procurar recursos genuinos que sufraguen el déficit y permitan crear los servicios de que aún carecemos. La constante mengua de participantes siquiera pasivos en las actividades de la comunidad constituye un campanazo que no debemos desoír.

¿Qué por ciento de los armenios que habitan en las costas del Río de la Plata tienen alguna clase de participación en el quehacer comunitario? ¿Cuántos intelectuales y artistas habitan dentro de las fronteras institucionales y cuántos están ausentes? ¿Cuántos benefactores han menguado sus aportes y cuántos más se ausentaron en la última veintena de años? Son algunas cuestiones que debemos examinar con sentido autocrítico para comprender el porqué del deterioro.

De más cosas podemos hablar, más faltas podemos atribuirnos todavía, pero este no es momento de amonestaciones sino de reflexión y de disposición generosa para encontrar vías de solución. Y en mi opinión, la conciliación entre quienes todavía duplican los trabajos que deben tener unidad de planificación y ejecución, es una vía inexcusable.


Decía Max Sheler que el resentimiento es una venganza diferida. No quisiera creer que este es el caso. ¿Quién a esta altura de las cosas y después del tiempo corrido puede pedir el ojo del que dice que le ha cegado? ¿Quién puede mostrar un solo cobre que lo acredite con ventaja? Si los que todavía contienden tienen memoria de su origen común, si aún alientan los sueños que les dieron pertenencia e identidad, si se sienten responsables del destino de estas comunidades, entonces deben decir que, como ocurre con las deudas, el tiempo ha aniquilado para siempre las diferencias. Y, aún más, deben recuperar el aliento que gastaron en vano.

Concilio

Creo no equivocarme al decir que la comunidad espera que un auspicioso camino comience a recorrerse en esta dirección. El tiempo transcurre y va erosionando las pequeñas vidas de los hombres. Las instituciones necesitan remozar sus estructuras y los pueblos construir la historia. Y el tiempo es cambio: he aquí el mensaje que deben recoger los hombres si no quieren que los arrolle la historia y los desdeñe la sociedad.

Espero que estas líneas sean leídas y meditadas por unos y por otros. Y espero que sean comprendidas para iniciar un camino que lleve a la superación de las cosas que lastiman a nuestra comunidad. No quiero creer que los armenios de estas costas somos los herederos de quienes levantaron los muros de Babel.

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Versión francesa

Cet article, que j’ai écrit en essayant de ne pas offenser certaines susceptibilités, ne mérita pas d’espace dans la presse imprimée de notre communauté. Aujourd’hui, quelques années après, je le soumets à la réflexion de ses principaux destinataires et de mes lecteurs habituels.

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Les Arméniens et la tour de Babel

par Eduardo Dermardirossian

Lorsque l’imagination de Borges crée El Aleph [L’Aleph], il fait précéder cet éclairage d’une définition. Il énonce que « tout langage est un alphabet de symboles, dont l’exercice présuppose un passé que partagent les interlocuteurs. » Une définition que nous ignorons décidément, nous qui prenons la plume ou commentons notre communauté. Une définition qui nous invite à considérer de quelle manière nous nous relions aux autres, si le pas léger de notre plume, le babil incessant de notre langue ou la dérive aisée de notre pensée répondent aux modèles collectifs, condition indispensable pour nous comprendre, ou bien si nous partageons des préjugés qu’il nous faut contourner à l’envi.

Etudier ces choses vaut la peine. Nous situer non sans perplexité parmi nos certitudes afin de les questionner parfois, pour que le souffle nouveau du doute dépoussière les vieilleries rebattues.

Sans doute, beaucoup récuseront ma façon de pensée, et à bon droit. J’invite ces derniers à considérer avec soin notre histoire communautaire, examiner les plis de nos premières expériences et l’essor ultérieur de nos institutions, prendre place dans la réalité nouvelle et dire si, à notre époque, se justifient les obstacles que constituent ces désaccords et, pire encore, les souffrances injustifiées, issues d’outrances personnelles désuètes.

Je parle des différences propres à notre communauté. De celles qui peuvent raisonnablement exister et des autres, de celles qui, érodant le tissu social, doivent promptement être éradiquées. Je parle de ceux qui s’en remettent naturellement à l’observation de la réalité et à la projection du futur, parce qu’ils partagent des philosophies ou des aspirations différentes, et de ceux qui, soutenant encore des idéaux ou des propositions communes et s’étant accoutumés depuis des années au même lieu, s’affrontent sans autre motif que l’aberration et sans autre justification que leur incapacité à ouvrir une voie de conciliation. Les uns et les autres dessinent l’actuel paysage institutionnel : les premiers, contribuant à la salutaire polychromie que doit comporter toute société pluraliste ; les autres, coupant une grande partie des énergies qu’il convient d’utiliser dans ce jeu d’intégration et d’identité auquel nous a conviés l’histoire. Les uns, bâtissant un échafaudage démocratique ; les autres, détournant une communauté qui a besoin d’unifier son action.

Il importe de tenir ce langage dont l’exercice présuppose un passé partagé, si l’on veut repeupler nos institutions et alimenter nos activités, afin que, sans gaspillage d’énergies, une même méthodologie de travail et des objectifs communs aboutissent à des résultats.
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Inconsistances
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Je pose la question : quelles différences idéologiques entretiennent les désaccords ? Quelles différences méthodologiques qui ne puissent être levées autour d’une table ? Les broutilles personnelles justifient-elles un tel combat ? Lorsqu’une question est correctement formulée, elle est ordinairement porteuse d’une réponse. Voilà pourquoi il importe de ne pas agir dans la précipitation, de se départir du brouillard et envisager les choses avec sérénité, je dirais avec innocence (innocent est celui qui ne mérite pas d’être puni), si l’on veut examiner chaque situation avec autant de liberté et de générosité que possible.
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Je pose la question : des institutions qui reposent sur le don, dédaignant les systèmes de coopération que proposent les lois, peuvent-elles se développer ? Peut-on créer et coordonner des projets de développement et d’assistance en plein Babel ? Et les anciens songes en partage ne méritent-ils pas d’être rêvés ? Les réalités nouvelles que les époques proposent ne méritent-elles pas d’être confrontées aux outils auxquels tient la communauté ? Si, en ces jours nouveaux, ni les frontières ni les océans ne séparent les hommes, ni les nations, pourquoi d’anciens errements devraient-ils les séparer ? Si l’histoire a réconcilié ceux qui, hier encore, s’entretuaient par des guerres, pourquoi la chaleur d’une culture commune n’arriverait-elle pas à les rassembler tous autour d’une même table ? Mon lecteur sait de qui je parle.
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Nos priorités
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Je l’ai dit ailleurs. Nos structures institutionnelles ont grandi dans le désordre et les fruits que l’on recueille aujourd’hui ne répondent pas aux efforts engagés. Nous n’avons pas évité la crise de croissance et aujourd’hui nous faisons face à des modèles institutionnels obsolètes. Observation sévère que, cependant, l’on peut affronter avec succès si l’on décèle certaines coïncidences minimes nous permettant de coordonner nos efforts, de répartir des domaines de compétence et produire de véritables ressources, de nature à combler ce vide et créer les services dont nous manquons. La diminution constante de contributeurs, fussent-ils passifs, dans les activités de la communauté constitue une sirène qu’il nous faut entendre.
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Quel pourcentage d’Arméniens, habitant les rives du Rio de la Plata, jouent un rôle dans les affaires communautaires ? Combien d’intellectuels et d’artistes se situent dans le cadre des frontières institutionnelles et combien en sont absents ? Combien de bienfaiteurs ont réduit leurs contributions et combien d’autres ont fait défaut ces vingt dernières années ? Voilà quelques questions qu’il nous faut examiner avec un sens de l’autocritique, si l’on veut comprendre les raisons de cette dégradation.
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L’on pourrait évoquer beaucoup de choses, nous attribuer encore plus de fautes, mais ce n’est pas le moment de faire des reproches. Bien plutôt de réfléchir et d’être d’humeur généreuse, si l’on veut tracer des solutions. Et, selon moi, la conciliation parmi ceux qui reproduisent encore les souffrances devant tenir lieu de planification et de mise en œuvre, est une voie inexcusable.
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Max Scheler disait que le ressentiment est une vengeance différée. Je n’aimerais pas croire que tel est le cas. Qui, au point où nous en sommes et après tout ce temps passé, peut en remontrer à celui qui l’a aveuglé ? Qui peut faire patte blanche, en sorte de paraître à son avantage ? Si ceux qui bataillent encore se souviennent de leurs origines communes, s’ils nourrissent encore les rêves qui leur procurèrent appartenance et identité, s’ils se sentent responsables du destin de ces communautés, alors ils doivent dire que, comme il en va des dettes, le temps a aboli pour toujours les différences. Et, plus encore, ils doivent retrouver le souffle qu’ils ont épuisé en vain.
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Conseil
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Je ne crois pas me tromper en disant que la communauté attend qu’une voie favorable commence à s’ouvrir dans cette direction. Le temps s’écoule et ne cesse d’éroder les petites existences des hommes. Les institutions ont besoin de renouveler leurs structures et les peuples de bâtir l’histoire. Et le temps c’est le changement : voilà le message que doivent recueillir les hommes, s’ils ne veulent pas que l’histoire les entraîne et que la société les méprise.
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J’espère que ces lignes seront lues et méditées des uns et des autres. Et j’espère qu’elles seront comprises afin d’ouvrir une voie qui conduise à surmonter tout ce qui nuit à notre communauté. Je ne veux pas croire que nous, Arméniens de ces rivages, soyons les héritiers de ceux qui érigèrent les murs de Babel.
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Source : http://caucasoypampa.blogspot.com
Traduction de l’espagnol : © Georges Festa – 10.2010.

Armenia, reino celestial o república terrenal

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Unas palabras liminares ayudarán a comprender lo que sigue. Unas palabras sobre la Jerusalén celeste, ese reino de mil años que tras ser reconstruido por los profetas según las descripciones del Apocalipsis, descenderá del cielo para la bienaventuranza de los hombres. Orígenes la describe como la ciudad de los santos donde regresarán los hombres salidos de esta vida. Y en el comentario a Ezequiel 16.5-6, dice: “Si bien Jerusalén ha sido descartada sobre la faz de la tierra, Él no la despreció de modo que permaneciese siempre así, no le dejó como nodriza su maldad, de tal modo que Él se olvidase completamente de ella y de modo que no la levantase más de la tierra”. Dios le devolverá a sus hijos, pues, el suelo y a la gloria que alguna vez perdieron a manos de la iniquidad.

Vamos, ahora, a los armenios extraterritoriales, a los que vivimos aquí y ahí, por los cinco continentes, fuera de las fronteras de esa república que hoy se afana por sortear las contingencias de su historia y de su geografía.

Por ser ciudadanos de estas naciones y por haber establecido aquí y acullá nuestros intereses, los hijos de la diáspora miramos con realismo el medio que nos rodea, pero no miramos de igual manera a Armenia. Nuestra relación con el país de Haig está mediatizada por nuestros anhelos. Somos realistas con lo uno e idealistas con lo otro. Nuestra Jerusalén es celestial y como tal la miramos desde estas latitudes. No advertimos que la misma Jerusalén es terrenal para los armenios de allá, para los que nunca se ausentaron de su tierra y ahí edificaron sus vidas. Por eso la diferente percepción que unos y otros tenemos de los hechos que están ocurriendo ahora mismo en las vecindades del río Arax.

Yo ignoro cómo explican estas cosas los psicólogos sociales y prefiero ignorar cómo las explican los hombres de la política. Me despojo de los resabios nacionalistas que todavía me habitan, miro atentamente la realidad y digo mi pensamiento sobre la Armenia celestial que predican unos, y también sobre la Armenia terrenal que desde 1918, desde 1920 y desde 1991 se afana por sobrevivir a las adversidades surcaucásicas.

Y si bien en este asunto mi opinión es diferente a la que se viene declamando entre los celestialistas, me he prometido no terciar en el debate para no contribuir a la fragmentación de los armenios. Por eso mi silencio. Pero mi silencio no me impide explorar las causas de nuestro irrealismo político y, con ellas, la estatura de nuestro desatino.

Primero hablaré de la Armenia celeste, de la que se quiere edificar glorificando el pasado. Hablaré de la Armenia que, al igual que la ciudad de los santos, perdura enhiesta en el alma de los que nos nacieron, sus sueños irredentos, la memoria caliente y la justicia ausente todavía.

Quiera mi lector tolerar que por segunda vez cite a Ren, Rupén Vartanian, en este año*. Este autor, a quien tuve la dicha de leer pero no de conocer en persona porque partió a la oscuridad desde la oscuridad, en un cuento que tituló El dios envejecido y el demonio describió el apocalipsis del pueblo del Ararat. Lo hizo con la fineza del artista, con la profundidad del filósofo y con el espíritu sublevado del ofendido. Cuenta que aquel dios había envejecido, sus fuerzas lo habían abandonado y se afligía porque los hombres ya no obedecían sus mandatos. Entonces reunió en asamblea a los príncipes del cielo y les preguntó cómo podía arreglarse el tiberio humano, cómo podía él recuperar sus fuerzas y su omnipotencia quebrantadas. Cada quien dijo su parecer, cada uno dio su consejo y, tras escuchar atentamente y sopesar las ventajas y contrariedades de cada discurso, el dios ordenó que se dispersara al pueblo del Ararat por todo el orbe para que su sangre se mezclara con la de esos desquiciados y naciera una nueva humanidad.

Según la fábula de Ren, fue por voluntad divina que el pueblo armenio atravesó por tantas desventuras, fue por voluntad divina que se dispersó por el mundo. Fue para salvar a una humanidad que había abandonado el camino de la virtud. Una mitología que en medio de las modernidades del siglo XX quería instalar la idea de un nuevo pueblo elegido por Dios para la redención humana. Una mitología que casa con el anhelo de una Armenia celestial si se la presenta así, desnuda y descarnada, a quienes se pretenden abanderados de la redención histórica y política de la nación. Estoy hablando de las luchas de liberación que, nacidas a fines del siglo XIX, culminaron con la fundación del Estado en 1918.

Pero esta Armenia celeste no es la que debe sortear las dificultades que le plantea su geografía mediterránea, su suelo infértil, sus fronteras ardientes y la hostilidad solapada de las potencias de Occidente.
La que debe sortear tamaños desafíos es la otra Armenia, la terrenal, la que no está habitada por nosotros, los extraterritoriales. Y es aquí donde quiero extremar mi prudencia, hablar las palabras justas y no batir el parche del tambor caucásico. Porque las cosas de allá deben afrontarlas los armenios de allá. Los de acá navegamos otras aguas y tenemos otras urgencias. Además, no contamos con canales institucionales fiables para decir cuál es nuestra voluntad; una voluntad que, por otra parte, no tiene carta de ciudadanía en las vecindades de Erevan.

Los partidos políticos que actúan de este lado de las fronteras no tienen una base militante que represente la voluntad de las colonias. Ellos se nutren de una historia que dejó de escribirse a fines de 1920. Esos partidos –lo dije alguna vez-, en cuanto actúan fuera de las fronteras de Armenia y de Karabagh, debieran transformarse en otra clase de organizaciones porque ya no tienen, no pueden tener, vocación de poder. Podrán demandar el reconocimiento internacional del genocidio, difundir la cultura y los valores armenios y favorecer el intercambio con la tierra madre, pero no pueden dirigir desde estas latitudes la política exterior de aquellas repúblicas.

En cuanto a la Iglesia Apostólica Armenia, ella sí tuvo presencia aquende y allende las fronteras, y esa presencia está en cabeza de su autoridad suprema. Curiosamente, mientras los extraterritoriales, legos y laicos como somos, aspiramos a una Armenia celestial, esa Iglesia, teísta y clerical desde luego, palpita la realidad doméstica de la República, conoce la temperatura de sus fronteras, y por eso mira la terrenalidad que nuestros ojos están impedidos de ver.
También debo decir algo sobre Armenia y sus autoridades. Y al hacerlo anticipo mis diferencias con su política económica y social. Pero no puedo ignorar que esas autoridades están reaccionando frente a una realidad regional y mundial adversa. En otros trabajos hablé sobre las fronteras ardientes, sobre la mediterraneidad, sobre la infertilidad del suelo, sobre la ausencia de hidrocarburos, sobre la precariedad de la central termonuclear; también hablé de las alianzas frágiles que anuda Armenia frente a unos vecinos que hacen migas con los países más poderosos de la tierra.

La República de Armenia, para ser viable, precisa un gobierno que reaccione con realismo frente a estas cosas. Por eso los armenios extraterritoriales y sus instituciones deben acompañar los esfuerzos que se están haciendo en este sentido. Acompañar al gobierno con espíritu crítico, levantando las banderas de reparación y justicia, pero procurando no erosionar a una administración que lleva menos de dos décadas conduciendo por sí misma los destinos del país. Porque nada favorecerá más a los enemigos de Armenia que la fragmentación de su pueblo.

Creo que hoy conviene evitar las actitudes radicales y el discurso inflamado, conviene la reflexión, el cálculo y el apoyo crítico a un gobierno que quiere romper el quiste que encierra a ese país entre unas montañas que, aunque entrañables, son una barrera para sus sueños y un escollo para su desarrollo.

Por eso, la Jerusalén de los armenios no puede ser sino terrenal.

* La primera vez fue en un artículo que titulé “La historia en espejo”, que el lector encontrará en el archivo de este portal, abril de 2009.

Diáspora 2009

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Titulo esta nota con el año de su escritura. No porque mis observaciones estén referidas a este año ni por el jaleo que ocurre ahora en el Cáucaso. La titulo así para decirme y decirte que actuamos como viejos en un tiempo nuevo, que los armenios que desembarcaron hace casi un siglo en las costas del Río de la Plata ya se han ido y ahora son sus nietos y trasnietos los que pueblan las instituciones que ellos levantaron. Iglesias, partidos políticos, asociaciones compatrióticas y deportivas hoy son gobernadas por el criollaje armenio de primera y segunda generación, y la tercera ya acude a las escuelas de la comunidad. Y hasta las empresas que trabajosamente fundaron los gringos armenios ahora son conducidas por sus descendientes. Diáspora 2009 es la metáfora de un anacronismo que quiero examinar junto a mi lector. Con severidad pero con reverencia.

Cuando los armenios hablamos de diáspora, lo hacemos según la segunda acepción del DRAE: dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen. También hablamos de exilio, que según el mismo diccionario vale por separación de una persona de la tierra en que vive, expatriación. Conceptos aplicables a quienes debieron abandonar su terruño para radicarse en países más benévolos a principios del siglo pasado, pero no, en rigor, a sus descendientes. A quienes nacimos en tierras suramericanas el diccionario de los españoles no nos nombra diáspora, no nos considera exiliados sino pertenecientes […] al país o lugar en que [hemos] nacido. Quienes nacimos en tierras de América, de Europa y en tantos otros lugares, producto de la diáspora de aquellos desventurados, somos nativos para la nomenclatura española: argentinos, uruguayos, brasileños, etc. Las leyes de estos países así lo quieren.

Y aun cuando las instituciones de la comunidad, naturalmente llamadas a servir de puente entre los valores de allá y las realidades de acá, se empeñan en predicar que somos diáspora, las generaciones criollas tienen conciencia del lugar que ocupan en el concierto humano. Diáspora nativa del suelo que habita, diáspora sin dispersión: he aquí un oxímoron, un contraconcepto que viene no sólo del análisis semántico sino también de la observación de la realidad.

En este marco, pues, quiero situar mis reflexiones de hoy.

Los partidos políticos

Antes de ahora dije mi opinión sobre los objetivos de los partidos políticos que actúan fuera de Armenia. Lo dije a mediados de 2007 en un artículo que largamente titulé Sobre los partidos políticos armenios, los de antes y los que nacieron a partir de 1991[i], cuando la coalición de gobierno de ese país gozaba de buena salud, los escarceos diplomáticos con Turquía no habían salido a la luz y los partidos centenarios se sentían más o menos cómodos en sus poltronas.

Entonces me preguntaba si los partidos Social Demócrata (Henchaguian, 1887), Federación Revolucionaria Armenia (Tashnagtsutiun, 1890) y Demócrata Liberal (Ramgavar, 1919), nacidos para responder a las necesidades de aquel tiempo, aún conservaban el tono muscular para actuar dentro del territorio de Armenia. Y si más de setenta años de extrañamiento y de lejanía forzosa del poder no transformaron a esos partidos en otra clase de organizaciones. Excluí de este análisis al comunismo armenio por su vocación universalista.

Propuse que esos partidos, que junto a la Iglesia Apostólica construyeron el andamiaje institucional de las comunidades armenias, reformulen sus objetivos para adaptarlos a las necesidades de este tiempo y de estos lugares y a las expectativas de sus miembros.

Y hoy, cuando las necesidades estratégicas de la República de Armenia parecen no coincidir con los anhelos de los armenios extraterritoriales, cuando la geopolítica del Cáucaso se torna ilegible para los armenios de estas costas y una nueva fractura nos amenaza, conviene mirar con realismo las cosas, aún con pragmatismo, y ver que setenta años de prédica independentista no contribuyeron un ápice a la recuperación de la soberanía de Armenia. Armenia recuperó el ejercicio de sus relaciones exteriores, el control de sus fronteras, los símbolos históricos y otros atributos de la soberanía por causas bien diferentes a la prédica que se sostuvo desde afuera de sus fronteras.

Creo, pues, que los partidos políticos centenarios deben anotar estas realidades. Y deben advertir que una nueva fragmentación hoy puede ser más perniciosa que la habida en los tiempos del exilio, porque ahora no será la de una nación y su diáspora sino la de una nación y los nietos de su diáspora. Creo que esos partidos deben reaccionar con generosidad, transformándose en organizaciones no partidarias que persigan el reconocimiento internacional del genocidio, la difusión de la cultura, la preservación de la identidad, la ayuda a ambas repúblicas armenias y el intercambio permanente con ellas. Y confiar en que los armenios de allá sabrán afrontar los hechos con realismo.

Las escuelas comunitarias

En su momento me pregunté si el esfuerzo que realizan los armenios para sostener las escuelas incorporadas a la enseñanza oficial es justificado o si, por el contrario, importa un dispendio de energía que podría dar mejores frutos en otras áreas del quehacer comunitario. Si es atinado que los armenios subroguemos al Estado en su obligación de enseñar[ii].

Y dije que nuestros dirigentes institucionales deben sincerarse para decir cuánta es la población de nuestros institutos educativos y cuántos son los niños armenios que frecuentan otras escuelas, qué por ciento de los alumnos que visitan diariamente nuestras aulas son de origen armenio, cuántos de ellos se insertan en la vida comunitaria después de su egreso. En otros términos, invité a sopesar el rédito institucional que dejan las escuelas armenias en su actual formato.

El déficit que generan esas escuelas distrae a una comunidad que todavía no ha desarrollado sus instituciones culturales y no ha logrado cautivar a sus miembros. Quizá en este sentido podemos hablar de diáspora, para decir que los armenios nacidos en estas tierras estamos abandonando la cultura y las instituciones que otrora nos arroparon, y, entonces, estamos extraviando nuestros rasgos identitarios. ¿Y cómo debemos reaccionar frente a esta realidad? Si lo hacemos con invocaciones emocionales corremos el riesgo de ahondar el fracaso, pero si exhumamos la cultura armenia y ensayamos modelos institucionales socio-solidarios, entonces tendremos chances de sobrevivir.

Regresemos sobre nuestros pasos. Las escuelas armenias no nacieron incorporadas a la enseñanza oficial, no se abrieron para impartir la educación pública y obligatoria. Esas escuelas tenían el propósito de enseñar la lengua y la cultura armenias a los hijos de los inmigrantes. Fueron escuelas idiomáticas que recibieron en turno matutino a quienes cumplían el programa oficial durante las tardes, y en turno vespertino a quienes lo cumplían durante las mañanas. De ellas egresaron quienes mejor hablan la lengua y están más asidos a los valores ancestrales. Por eso, reemplazar al Estado en su función educativa quizá sea un error en los tiempos que corren y a eso se deba el exiguo número de armenios que hoy pueblan nuestras aulas.

Hacia una mutual argentino armenia


También escribí sobre la necesidad de fundar una asociación mutual que preste asistencia médica, farmacéutica y odontológica a sus asociados, que dé subsidios por nacimiento, adopción, casamiento, fallecimiento y sepelio, que anticipe haberes, otorgue préstamos y ofrezca seguros, promoción cultural, educativa y turística; también que dé ayuda económica con fondos propios o con captación de ahorros y cree un fondo compensador jubilatorio, etcétera. Lo hice con Nélida Dermardirossian en dos artículos que publicó la prensa comunitaria[iii]. La iniciativa suscitó el interés de algunos dirigentes, que nos consultaron sobre la viabilidad técnica y el provecho social del proyecto. Nos consultaron sobre los medios económicos necesarios y sobre los mecanismos legales. Pero los años corrieron y el impulso inicial se desvaneció.

Así y con todo, creo que el asunto merece volver a la mesa. Y por eso quiero desempolvarlo, para insistir con él, para decir que una comunidad que quiere cumplir un siglo en esta patria no puede carecer de un sistema solidario para atender las necesidades de sus miembros. Para que se reemplace la beneficencia por un sistema autogestionario que dignifique a las gentes, reconociéndoles un derecho donde antes había una dádiva.

En los artículos anteriores decíamos que es preciso distinguir el acto benefactor del acto mutual. El acto benefactor tiene origen en la caridad como virtud teologal, el acto mutual es el ejercicio de un derecho consagrado por la ley. El acto benefactor no puede ser exigido, el acto mutual sí; aquel puede herir la autoestima del recipiente, éste, al revés, eleva esa estima en cuanto le hace acreedor a un título y a un derecho.

Revisemos, pues, algunas disposiciones de la ley 20321, que regula la creación y el funcionamiento de las mutuales.

El artículo 2° dice así: “Son asociaciones mutuales las constituidas libremente sin fines de lucro por personas inspiradas en la solidaridad, con el objeto de brindarse ayuda recíproca frente a riesgos eventuales, o de concurrir a su bienestar material y espiritual, mediante una contribución periódica”. Ausencia de lucro, solidaridad, libertad asociativa y periodicidad de la contribución son características distintivas de esta clase de asociaciones.

El artículo 29 dispone: “Las asociaciones mutualistas constituidas de acuerdo con las exigencias de la presente ley quedan exentas en el orden Nacional [...] de todo impuesto, tasa o contribución de mejoras en relación a sus bienes y por sus actos. Queda entendido que este beneficio alcanza a todos los inmuebles que tengan las asociaciones; y cuando de éstos se obtengan rentas, condicionado a que las mismas ingresen al fondo social para ser invertidas en la atención de los fines sociales determinados en los respectivos estatutos de cada asociación. Asimismo quedan exentos del Impuesto a los Réditos los intereses originados por los depósitos efectuados en instituciones mutualistas por sus asociados. Quedan también liberadas de derechos aduaneros por importación de aparatos, instrumental, drogas y específicos cuando los mismos sean pedidos por las asociaciones mutualistas y destinados a la prestación de sus servicios sociales”.

La mutual que se cree no necesitará contar con equipamiento médico, farmacéutico, turístico o de otra clase; podrá contratar los servicios de otras asociaciones de la misma clase o de prestadores privados. De hecho, son muchas las mutuales que funcionan así, ofreciéndoles a sus asociados los mejores servicios disponibles en las áreas de que se trate. El artículo 5° de la ley citada lo autoriza expresamente: “Las mutuales podrán asociarse y celebrar toda clase de contratos de colaboración entre sí y con personas de otro carácter jurídico para el cumplimiento de su objeto social, siempre que no desvirtúen su propósito de servicio”.

Para viabilizar la iniciativa las organizaciones comunitarias pueden aportar su base societaria a la mutual. Los asociados directos de la mutual gozarán de sus servicios, y los asociados a las otras instituciones, así como los directivos y el personal de las empresas privadas y sus familias, podrán acceder a los mismos si esas instituciones y empresas se incorporan al sistema mediante convenios especiales. La ley favorece estos acuerdos.

Estas y otras cuestiones, con las que alguna vez distraje la atención de mis lectores, tienen distinto peso según las miremos. Si las miramos como diáspora, serán tributarias de otras cuestiones, tales como las que ahora ocurren en el Cáucaso armenio. Si las miramos como comunidad nativa radicada en este suelo, entonces adquirirán la categoría de principales. En el primer caso merecerán una mirada de soslayo, en el segundo serán objeto de nuestro afán y podrán concretarse en hechos.

Por eso, al referirme a las comunidades asentadas aquí y allá, por todo el mundo, de hoy en más reemplazaré la palabra diáspora por la expresión armenios extraterritoriales. Para ser consecuente con mi pensamiento y con mi discurso. También con la lengua que hablo y con la realidad que habito.

[i] “Sobre los partidos políticos armenios, los de antes y los que nacieron a partir de 1991” y “Nuestras instituciones comunitarias no son espacios de poder”, ambos en el archivo de este blog, nov. 2008 y enero 2009 respectivamente.
[ii] “Temo que todavía estemos mirando a la educación como una manera de resistir la integración al medio”, diario Armenia, 8 de marzo de 2007. También en el archivo de este blog, feb. 2009.
[iii] “Hacia una Asociación Mutual Argentino Armenia” y “La comunidad armenia debe pasar del individualismo benefactor a un sistema solidario de ayuda mutua”, ambos en el archivo de este blog, nov. 2008.

Los armenios y los armenios. Tan parecidos, tan diferentes

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

El planteo es generacional. Y tardío. Generacional porque quiere encontrar semejanzas y diferencias entre los inmigrantes armenios que desembarcaron en estas costas a principios del siglo pasado y sus descendientes. Y tardío porque lo hago hoy, cuando aquellos inmigrantes se han ido y pronto recordaremos el centenario de su desembarco.

Yo no he leído todo lo que se escribió ni oído todo lo que se dijo a este respecto, pero creo (corríjame el lector si me equivoco) que los rigores del desarraigo y las urgencias de la adaptación al nuevo medio nos han impedido ocuparnos seriamente del asunto. Menudas coincidencias y disidencias entre los viejos y los nuevos dichas aquí y acullá, no bastaron para examinar el tema con la seriedad que merecía.

Y aquí estamos los no inmigrantes, los bilingües, los que desde la cuna oímos el arrullo de dos culturas, queriendo saldar esa deuda. Sin reproches, sin presumir de jueces y con el recurso útil de las dos culturas. Aquí estamos los derechohabientes de aquellos inmigrantes con su legado en nuestro haber. Y en nuestro debe. Porque, según lo veo, hemos recibido la herencia sin beneficio de inventario, con sus créditos y sus cargas.

Las generaciones que se suceden siempre son parecidas y diferentes. Conductas comunes y diferentes, preferencias iguales y disímiles, unos recuerdos compartidos y otros no, son rasgos que unen y separan a los padres de sus hijos. Pero los hijos de los inmigrantes armenios somos en extremo parecidos a nuestros padres y, a un tiempo, somos en extremo diferentes. Tan parecidos y tan diferentes, los hijos de esos inmigrantes pisamos dos suelos, transitamos dos tiempos y vivimos dos culturas. Por momentos parece que el futuro fue ayer y por momentos parece que será mañana. No conseguimos darnos cuenta que el futuro se agota en el presente, que el ayer es de ceniza y el mañana es una delusión.

El del espejo ¿quién es?

Hace algunos años premedité una historia que titulé igual que este apartado. Aquello fue un juego, una ficción, un dibujo arbitrario de mi imaginación; esto es la descripción de un hecho que me parece cierto. Aquello quería jugar con fantasmas, esto pretende historiar el tránsito de una generación a otra y decir cuál es su residuo cultural. En la fábula el espejo no devolvía la imagen del narciso. Era otro el que miraba desde el espejo, parecido pero diferente. No replicaba sus gestos, no duplicaba sus movimientos; y, peor aún, a veces se ausentaba y le dejaba solo al mirón, huérfano de sí mismo. Por eso se preguntaba quién era el del espejo.

Hoy mi generación se encuentra con que el espejo no le devuelve su imagen sino la de sus ancestros. Los hombres y mujeres de esta generación son ciudadanos de una república que tiene dos historias, dos culturas, dos anhelos diferentes que todavía no han sorteado el crisol bienhechor del mestizaje. Por eso el espejo de la realidad les devuelve una imagen distinta, por eso son tan iguales y tan diferentes a aquellos inmigrantes. Su espejo atrasa.

Son los rigores que la historia le propinó a los armenios. El genocidio, la ausencia de un Estado que los protegiera, el desarraigo, la difícil adaptación al nuevo medio, todas fueron adversidades que impidieron un recambio generacional sin sobresaltos, blando, con las dificultades propias de esas mudanzas*. En nuestro caso los tiempos nuevos vinieron acompañados por otras geografías, otras lenguas, otras costumbres. La otredad sobrevenida así, como un aluvión de diferencias, hizo crisis cuando nuestra generación recibió la posta. Por eso a veces nuestro espejo nos devuelve otra imagen y nuestra historia atrasa.

Nuestra América ha recibido a gentes de otros pueblos, cada una con su mochila a cuestas, todas afrontando las penalidades del desarraigo. Pero esas gentes y sus hijos pudieron mirarse en un espejo fiel que les devolvió su imagen. Los españoles y los italianos, base migratoria de estas sociedades, vinieron para compartir una cultura que apenas difería de la suya. Los árabes desembarcaron sin otras heridas que el extrañamiento, y en el caso de los judíos la trashumancia había encarnado en ellos a lo largo de los siglos. Y así otros grupos que, si bien padecieron el arrancamiento, no trajeron consigo el dolor de sus muertos insepultos, de sus desaparecidos y, con ello, un anhelo reivindicativo que transmitieron a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Los créditos y las cargas

Dije que de nuestros padres recibimos la herencia sin beneficio de inventario, con sus créditos y sus cargas. Crédito fue la lengua, las artes, la buena fama que nos hacía bienvenidos a todos los lugares y a todas las actividades; son créditos los platos y las confituras que todavía llegan a nuestra mesa, la música que acaricia nuestros oídos y conmueve nuestras fibras más sensibles, las mil historias que nos nutren y nos dan un signo particular y una diferente percepción del mundo y de la vida. También la religión es un crédito y un refugio.

Las cargas fueron dos. O una, según se la mire. Cuando aquellos armenios dejaron su suelo, sus casas y sus pertenencias y muchas veces también a sus seres queridos para marchar hacia otras tierras, a sus espaldas dejaron insepultos a sus muertos e irredentas sus esperanzas. Llevaron vivo el dolor y la rabia y en vida se los legaron a sus hijos, a nosotros, para que alguna vez sanáramos las heridas y reivindicáramos sus derechos. Si estos cargos fueron dos o es uno no importa ahora, pero es cierto que penetraron nuestro presente y son un grito ya centenario que tumba y retumba en nuestra conciencia.

Por eso somos tan iguales a nuestros viejos, por los créditos y por las cargas que nos legaron. No esperaron a morirse para eso, nos dieron el legado cuando nos arrullaban, cuando abrimos los ojos para ver la vida. Y somos tan diferentes porque desde el día de nuestro alumbramiento pisamos otro suelo, palpitamos otra cultura, alentamos sueños propios y reivindicamos derechos de otras gentes, de otros pueblos.

¿Hay que mirar esta dicotomía como conflicto? Es una pregunta que uno no puede eludir sino escapando hacia adelante, despojándose de su piel como lo hace la serpiente para lucir otra piel que no tenga aquellas marcas. Un recurso que no pocos han usado. Un recurso que tiene dejos de ingratitud y de insolidaridad. Ingratitud hacia aquellos que nos trajeron a la vida y también hacia la historia que amasó el barro de nuestra hechura y nos dio este talante social. Insolidaridad, porque la historia trágica del pueblo armenio, las consecuencias del genocidio y los asuntos atinentes a su reconocimiento no pueden agotarse en la generación que nos antecedió. La historia quiere ser continua, como las generaciones que la protagonizan, y el siglo XX, que es el siglo de las más grandes tragedias que conoce la historia, ha hecho una contribución que, si bien inconclusa todavía, pesará en la vida de las generaciones futuras tanto como los hallazgos de la ciencia y las aplicaciones de la técnica: los derechos humanos con su constelación de esperanzas.

Ser tan parecidos y tan diferentes a la generación que nos precedió no es una fortuna ni una desdicha. Es un rasgo que la historia ha querido darnos. Y si bien convivir con eso importa un gasto emocional y una carga psicológica mayor, también nos ofrece un campo más ancho y más fecundo para transitar la vida.

Creo, pues, que debemos mirar la dicotomía como un conflicto. ¿Pero qué cosa de la vida no es sustancialmente un conflicto?


* Este proceso no lo vivieron con la misma intensidad los armenios de la R.S.S. de Armenia. Ellos permanecieron en su suelo bajo la protección del Estado y al abrigo de su cultura y sus costumbres.

Epílogo para la segunda edición española del proceso que se siguió contra Soghomón Tehlirian por haber ajusticiado a Taleat Pashá

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


"Tehlirian empuña la pistola para encarar el espíritu de la Justicia frente a la fuerza bruta. Baja a la calle como el representante del Humanismo contra el salvajismo, del Derecho contra la injusticia, de los oprimidos contra el representante cabal de la opresión. Y enfrenta, en nombre de un millón y medio de asesinados, al que con sus camaradas […] tiene la culpa de esos crímenes". Del alegato de Johannes Wertauer, defensor de Soghomón Tehlirian.

Tres jueces han querido decir sus pensamientos alrededor de este proceso, uno en el prólogo de esta edición, otro en el prólogo de la primera (Buenos Aires 1973) y el restante a manera de reflexión final. Tres juristas calificados que miraron las contingencias del juicio como acostumbran hacerlo, contrastando los hechos con el Derecho y discerniendo responsabilidades para decir, finalmente, si el acusado es culpable del hecho que se le atribuye. Valiosas contribuciones para comprender cabalmente lo que ocurría en aquel tribunal alemán el 2 y 3 de junio de 1921. Y también para comprender que el Derecho no es una mera normativa que acomoda mecánicamente las conductas en la cuadrícula de los tipos penales, sino también una creación humana que quiere ordenar el comportamiento social hasta donde le es posible, sólo hasta donde le es posible.

Estas anotaciones tienen el propósito de explicar esa limitación.

Dije alguna vez que el Derecho Civil es la reacción temprana del Estado para ordenar el comportamiento social, y el Derecho Penal es su reacción tardía frente a hechos que lo conmueven. Por eso el Derecho Penal llega después que la conducta dañosa y la sanción sigue al delito. El Derecho Penal puesto ahí, en la norma, es disuasivo, te dice que si matas serás echado a la cárcel; pero si ya has matado ese Derecho entra en acción, es retributivo, te persigue hasta que des con tu osamenta entre las rejas.

Es así cuando la sociedad ha establecido un castigo para el que comete un hecho disvalioso, cuando una norma legal ordena castigar el delito. Pero cuando esa norma no ha sido sancionada todavía, o cuando, como bien lo señala Arnaldo Corazza, la aplicación de la sanción depende de la potencia económica o militar del Estado en cuyo territorio han ocurrido los hechos, entonces el ofendido echa mano al recurso primigenio de la venganza para castigar al culpable.

He aquí el límite del Derecho, entendiendo por límite la línea a partir de la cual la norma jurídica carece de eficacia. He aquí la justificación honda de la venganza como recurso retributivo y también disuasivo.

Las palabras que encabezan estas anotaciones, dichas por uno de los defensores de Soghomón Tehlirian en la segunda jornada del proceso, en cuanto identifican el sentido más hondo de Justicia con la noción originaria del Derecho, resumen todo el debate. Y explican, sin decirlo, por qué los griegos de la antigüedad encarnaron en una misma deidad a la Justicia y la Venganza: Némesis. Es que la mitología –la de los griegos y las otras también- expresa el sentir de los hombres, sus anhelos, sus frustraciones. La mitología es el crisol donde la cultura marida con la esperanza, es la protohistoria escrita con símbolos y con fantasmagorías. Ahí donde la cultura todavía no ha proveído los instrumentos que hacen deseable la vida social, ahí vienen los mitos a colmar la ausencia. Porque los hombres (he aquí un signo de su racionalidad) no toleran el vacío.

En aquellos días de 1921, en las vecindades de Charlotenburgo, Soghomón Tehlirian vino a ocupar el lugar que había dejado vacante el Derecho Internacional y que las potencias vencedoras de la Primera Guerra no habían querido ocupar. Cuando en la primera jornada del proceso el presidente del tribunal le preguntó “por qué tiene la conciencia tranquila”, Tehlirian respondió: “he matado a un hombre pero no soy un asesino”. Él había colmado un vacío.

A propósito de esta edición de la versión taquigráfica del juicio que se siguió contra Tehlirian, quiero reiterar una idea que si bien ha tenido alguna difusión, se ha aplicado en otros ámbitos menos estrictos que el del Derecho Penal, en la política por ejemplo.

Los hombres, cuando se organizan en sociedades más o menos complejas, delegan el ejercicio de algunos de sus derechos en el Estado. El cuidado de la salud pública, la escolarización básica, la seguridad son confiados al Estado, como así también la administración y dispensación de la Justicia. Y en cuanto el Estado asume esa función, el individuo está privado de hacerlo. Los distintos sistemas políticos privilegian unos derechos sobre otros, unos sectores sociales sobre otros, pero nunca pueden incumplir esa tarea, no pueden desertar de su deber porque si lo hacen los individuos recuperarán sus atributos originales para ejercerlos por sí mismos. Incluso el de administrar y dispensar Justicia. En el prólogo de la presente edición, Leopoldo Schiffrin dice que “el padre del moderno Derecho de Gentes, Hugo Grocio, en su teoría penal, pone como sujeto activo originario de la punición a la víctima, cuya potestad punitiva ejerce el Estado sólo por una suerte de delegación”. De ahí la legitimación de Tehlirian para obrar como lo hizo ese 15 de marzo, porque de otro modo habría quedado huérfano de toda vindicta ese hombre ofendido.

Sé que una interpretación ligera de esta doctrina y un uso pródigo de este derecho originario pueden llevar al desbarajuste social y al caos, pueden atentar contra la paz social, bien que debe ser custodiado con celo. Pero ello no autoriza a exigirle al hombre, como miembro de la sociedad, que resigne sus derechos. No. Antes bien, significa que el Estado (y en los tiempos modernos también la Comunidad Internacional) debe cumplir las funciones que validan su existencia para conjurar el riesgo de la disolución social.

En este sentido, Tehlirian fue el tábano que mordió la conciencia social, el amonestador del Derecho Internacional, el hombre que abatió al genocida que había ordenado la deportación, el saqueo, el tormento y la muerte de un millón y medio de armenios.

Por eso estas palabras no quieren ser sólo el epílogo de la versión taquigráfica del proceso. También quieren ser un homenaje al hombre que, como otros en su tiempo, si bien no pudo sanar las heridas de su corazón, le devolvió a su pueblo mártir esa porción de dignidad que se extravía cuando la Justicia se ausenta. Tehlirian obró consciente de la legitimidad de su acción. Su defensor Von Niemeyer dijo: “estoy completamente convencido, y creo que todos ustedes también lo están, que aún aceptando el hecho consumado que pesa sobre él, el acusado mantiene desde el primer momento y en toda circunstancia, firme como una roca, la convicción de la conciencia tranquila. Tehlirian está convencido de haber actuado conforme al Derecho, el verdadero, auténtico Derecho que es lo único valedero para él”.

Este y otros hechos que se perpetraron en el marco de la Operación Némesis y que conmovieron al mundo, en la segunda posguerra alentaron la creación del tribunal de Nürenberg para juzgar a los criminales de guerra nazis. Este hecho fue un temprano preanuncio de la jurisdicción internacional para el juzgamiento de los crímenes de lesa humanidad y para la aplicación de la pena que los sanciona. De modo que el brazo justiciero de este hombre merece alabanza no sólo por haberle devuelto la dignidad a su pueblo; también porque apresuró la sanción de una legislación penal internacional que, si bien es todavía insuficiente, señala el rumbo de su futura evolución.

Leer texto completo del proceso

¿Es preciso hablar la lengua de Dios para ser armenio?

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


No sé qué es más tedioso, si contar uno a uno a los viajeros que van y vienen por la estación Constitución en una mañana de lunes o leer el diccionario. De seguro mi lector no elegirá ni una cosa ni la otra. Yo, por mi parte, no necesito que me metan en el brete para elegir el diccionario; aún más, me siento a gusto sumergido en sus páginas. Disfruto sus prólogos, sus instructivos de uso, cada una de sus entradas, sus noticias etimológicas, sus locuciones compuestas. Los diccionarios suscitan en mí ideas que, sin su auxilio, quedarían nonatas.

¡Cuánto vacío hay en la mollera del que no conoce la palabra justa, la que nombra la imagen que pega en su retina, la voz que reverbera en su tímpano, el olor que inunda su nariz! ¡Cuántas sensaciones quieren encontrar la palabra que las nombra para merecer un lugar en la constelación de los sentimientos! ¡Qué orfandad la del que no puede expresar su pensamiento!

Decía Miguel de Unamuno: “Se piensa con palabras y mientras dos o más pueblos conserven un mismo idioma, pensarán en el fondo lo mismo”(1). Es cierto que ciertos idiomas son hablados por varias naciones, pero también lo es que hay naciones que hablan idiomas diferentes. Y esto no invalida el carácter matricial de la lengua porque en tales casos otros rasgos culturales vienen a suplir la diferencia. Este habla hindi y este otro gujarati, pero ambos son indios porque otros rasgos culturales los identifican y los refieren a esa comunidad nacional(2). Inversamente, el español y el boliviano hablan la misma lengua y sin embargo son comunidades y naciones diferentes, con intereses y teleologías también diferentes. El español mira el mundo desde el ombligo del mundo y el boliviano lo mira desde la periferia americana. Allá importaron al dios de los judíos, acá ese dios comparte ofrendas con la Pachamama. Quizá en este punto Unamuno se excedió.

Con este prólogo y con mi reproche al hombre de Salamanca tengo franquicia para hablar de los armenios. Y para interrogarme si es preciso hablar la lengua de Dios para ser armenio(3).

Toda nación es, antes que nada, una comunidad, un conjunto de personas vinculadas por características e intereses comunes. En el caso de los armenios, una señal que los distingue es el idioma. Su idioma es distintivo porque ninguna otra nación lo habla, porque el alfabeto que lo escribe está hecho de propósito, porque su estructura gramatical es diferente, porque a tal punto está imbricado con la religión que no puedes pensar el uno sin referirlo al otro. La condición de armenidad está más fundida con su idioma que la de hispanidad con el suyo.

Entonces, ¿ser armenio es hablar el idioma armenio? Creo que aquí un respiro y una reflexión nos harán bien.
El diccionario armenio es categórico: Azk. 1. Nación. 2. Comunidad de personas que tienen el mismo origen(4).

La lengua española enseña así: Nación. (Del latín natio, nationis). 1. Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno. 2. Territorio de ese país. 3. Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común. 4. Acción de nacer [...]. 5. Hombre natural de una nación, contrapuesto al natural de otra(5).

Por su parte los ingleses dicen: Nation. 1. Agrupación de gente o de gentes de una o más culturas, razas, etcétera, organizadas en un Estado único [...]. 2. Comunidad de personas que no constituyen un Estado pero que están vinculadas por tener en común una misma descendencia, lengua, historia, etc. 3. a. Federación de tribus, especialmente los indios americanos. b. Territorio ocupado por dicha federación(6).

Los franceses son más palabreros: Nation. 1. Grupo de personas que poseen un origen común, especialmente religioso. Las naciones, nombre mediante el cual se designa en las Escrituras a los pueblos paganos en contraposición al pueblo elegido [...]. Se dice, por extensión, de cualquier clase de individuos que poseen caracteres, intereses comunes y que forman alguna clase de sociedad. La nación de los poetas, de la gente de la justicia [...]. 2. Comunidad cuyos miembros están unidos por el sentimiento de un mismo origen, una misma pertenencia y un mismo destino: a. Conjunto de personas establecidas en un territorio y unidas por caracteres étnicos, tradiciones lingüísticas, religiosas, etc. [...]. Se hablaba de la nación italiana, de la nación alemana en la época en que Italia y Alemania estaban divididas en diferentes Estados. b. El conjunto de personas que forman la población de un Estado determinado, sometidas a una misma autoridad política soberana; por extensión, la entidad estatal que representa a esta colectividad. La nación francesa, española [...](7).

Los italianos son más breves: Nazione. 1. Conjunto de personas que comparten lengua, historia, civilización e intereses y son conscientes de dicho patrimonio común. 2. Estado(8).

Y los alemanes dan esta definición: Nation. 1. Gran comunidad asentada, normalmente cerrada, de personas que comparten la ascendencia, la historia, el idioma y la cultura y constituyen un sistema político estatal: La nación alemana. 2. Estado, sistema estatal [...]. 3. Personas que pertenecen a una nación; pueblo(9).
En lo que toca a los armenios, la segunda acepción inglesa quiere que la diáspora sea una sola comunidad para ser nación, y la primera acepción francesa sólo por extensión admite que es tal. El idioma alemán es decididamente restrictivo y sólo la tercera acepción de su diccionario nos conoce como nación merced a una tautología o a una sinonimia sospechosa. Mientras, la primera acepción italiana nos impone, además de lengua, historia, civilización e intereses comunes, un estado de conciencia comunitaria. A nuestra condición de armenios conviene la tercera acepción del diccionario español: Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común.

Aquí hay un rigor y una blandura. El rigor de exigirnos que seamos comunidad cuando la historia nos ha dispersado por los cinco continentes, y la blandura de consentir que hablemos otras lenguas. Rigor y blandura que, de todas maneras, vienen de los léxicos y no de la sociología o de la política. Mucho menos de la psicología que, sabiamente esta vez, nos dice que somos lo que sentimos. Quizá por eso el diccionario armenio enseña que es el origen común lo que distingue y construye a una nación.

Para dirimir la diferencia acudo a mi conciencia, tan fiel como mi sombra, tan veraz como mi existencia. Y lo hago con el españolísimo diccionario en la mano: Conciencia. (Del latín conscientia). 1. Propiedad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo experimenta. 2. Conocimiento interior del bien y del mal. 3. Conocimiento reflexivo de las cosas. 4. Actividad mental a la que sólo puede tener acceso el propio sujeto. 5. Psicología. Acto psíquico por el que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo.

Así, de resultas de esta excursión filológica, por cuya aridez pido disculpas a mi lector, respondo negativamente a la pregunta del título. Creo que si bien la lengua es un signo distintivo de una nación y un reservorio de su cultura, no es determinante para ser miembro de la comunidad que la habla. Creo que la conciencia de pertenecer a una determinada comunidad cultural y la voluntad de participar de su destino son los signos que definen a una nación.

En este sentido, ratifico lo que dije en el 90° aniversario del Genocidio: “No quiero un radicalismo armenio, ni siquiera un humanismo armenio. Quiero una armenidad humanista”(10). Título desmesurado que, sin embargo, invita a conjugar en una nación toda la condición humana. Y nos consagra hijos de Haig cualquiera sea el idioma de nuestro pensamiento y de nuestro habla.

[1] Citado por Alfonso Lopez Miranda en el prólogo del Diccionario de Ideas Afines de Eduardo Benot, edición 1940.
[2] India es una nación multilingüe que habla 18 lenguas principales y otras secundarias, además de muchos dialectos.
[3] Der Kurken, primero párroco de la comunidad armenia de Córdoba, después de la Iglesia Santa Cruz de Varak de Flores y también maestro y director de la escuela Arzruní, nos enseñaba que Dios hablaba en armenio. Creo que su fervor nacional excedía su fe cristiana.
[4] Granian, Kordznagan Parraran Haieren Lezvi, edición 1990.
[5] Avance para la 23ª edición del Diccionario de la Real Academia Española, prevista para 2011.
[6] Oxford Dictionary of English, edición 1979.
[7] Diccionario de la Academia Francesa, edición 2003.
[8] Zingarelli, Vocabolario della Lingua Italiana, edición 2001.
[9] Duden Deutsches Universalwörterbuch, edición 2003.

[1o] Diario Armenia, entrega 13054.

Geometría del miedo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Cuando los hombres no han sido manipulados, cuando la coerción no ha actuado sobre ellos todavía, se expresan con libertad: son niños que en su primera edad balbucean y juegan. Luego el condicionamiento va erosionando su libertad y esos hombres construyen unos muros adentro de los cuales se cobijan, algunos hasta el final de sus días, otros hasta el despertar de su inteligencia. Los que viven adentro para siempre son los domesticados, los que se atreven a derribar los muros y salir al mundo son los que propician cambios. Estos últimos son los reformadores o los revolucionarios de la historia, según sea el sentido de su acción.

Y bien. A los armenios de uno y otro lado del río Arax la realidad nos ha puesto en el trance de elegir dónde queremos que discurra la vida, si adentro de esos muros que afanosamente hemos construido, o afuera, adonde ocurre la historia. La soledad y el encierro de la República de Armenia, ahora independiente y sin la protección del otrora poderoso patrocinante, nos ha puesto en el brete de elegir. Y el gobierno del presidente Sargsian parece haber elegido el camino más difícil, pero también el que puede sortear el encierro: ha elegido derribar los muros y salir al mundo por el único camino posible, el que empieza en sus fronteras. Estoy hablando de fronteras territoriales, económicas, culturales; y también estoy hablando de fronteras mentales.

Esta dicotomía remite a una geometría que algunos llaman euclidiana pero que con más propiedad debe llamarse plana, que es la que estudia las figuras en dos dimensiones y que prefigura a la pequeña república caucásica aislada de los países que la rodean, separada del mar que está lejos pero que aún así puede abrirle una puerta al mundo, clausurados los mil caminos que surcan el espacio.

Y contra esta vocación de encierro están los que aspiran a un país que imagina su futuro en el espacio. Son, a mi entender, los que acompañan a la historia porque saben que los estados, aun teniendo asuntos pendientes entre sí, mantienen relaciones recíprocas para no perecer en el aislamiento. Porque el autismo, en política, equivale al suicidio. Invito a mi lector a pensar en esto detenidamente. Y le invito a revisar el presente de Suramérica, de Europa, de todas las Asias y de otros lugares para comprobar que los estados que los forman tienen cuestiones pendientes, algunas veces severas, y sin embargo mantienen relaciones multilaterales.

¿Significa esto que el Estado armenio debe declinar sus demandas de reconocimiento del genocidio, su defensa del Karabagh montañoso? ¿O abdicar de la defensa de los Derechos Humanos en cuanto han sido violados por el Estado turco durante la Primera Guerra Mundial? Quienes lo creen así incurren en un primitivismo conceptual que suele refugiarse detrás de sus invocaciones patrioteras. Por eso hablo de geometría del miedo. Porque a diferencia del niño que garabatea pero no construye figuras todavía, a diferencia del adulto audaz que sale a derribar la cuadrícula de su conciencia, el geómetra del miedo elige la seguridad que le proporcionan su memoria vieja y las certezas que la historia ya ha desmentido. Lo del niño es inocencia, lo del
adulto audaz es lucidez.

Sociedad cerrada, sociedad abierta

Hay dos disciplinas que los hombres podemos recorrer sin cursarlas en las academias. Una es la disciplina madre de todas las otras, la filosofía, y la otra es una de sus hijas díscolas, la política. Es más, creo que una y otra disciplina pueden recorrerse con ventaja si uno no está diplomado en ellas, si no ha sido domesticado todavía. Por eso inclino mi testa ante aquellos que, perplejos frente al mundo que los rodea, miran con ojos siempre nuevos la vida, la de los hombres y la de las naciones.

Y de los doctos sabedores de todos los saberes tomo algunos enseres que quizá me sirvan para derribar los castillos que su vanidad construye. Quiero decirte, amable lector caucásico devenido suramericano, que no vengo a alimentar tu conciencia cautiva ni a conquistar feudos para sentar mis nalgas, vengo a pedirte que no te envanezcas como Narciso, no te paralices como la mujer de Lot, no vendas tu alma ni la de tu pueblo mártir a la desesperanza. Y vengo a decirte que si persistes en mirarte el ombligo no verás el espectáculo que te ofrece el mundo, y el tren de la historia, que es el tren de la vida de los pueblos, pasará sin detenerse en tu parada.

Ahora, cuando los armenios de acá y los de allá estamos conmovidos ante el espejo de la política, vale la pena sacudirse el polvo de los hombros, erguirse, mirar lejos como deben mirar los pueblos y acometer los desafíos del presente. ¿Quién no querría que hoy mismo el gobierno de Turquía reconozca su crimen de lesa humanidad? ¿Qué armenio no siente que ese es un derecho que le asiste y al que no va a renunciar bajo ninguna circunstancia? Pero si la tozudez turca está pronta a cumplir cien años, ¿qué nos hace creer que es ahora cuando va a ceder a esa demanda de los armenios? Y mientras el reconocimiento llega, ¿cuánto más puede esperar nuestra pequeña república aislada, acechada y clausuradas sus fronteras? ¿Acaso no fuimos engañados por Clinton, por Bush y ahora por Obama, en definitiva, por los intereses que rigen los destinos del país más poderoso de la Tierra? En tales condiciones y frente una hoja de ruta cuyo contenido aún desconocemos, ¿es honrado sacar pecho desde aquí, desde el Río de la Plata?

Hace falta ser realistas y tener olfato político para reaccionar con prudencia frente a hechos tan trascendentes como los que estamos viendo. Finalmente la política, esa hija díscola de la filosofía,
tiene sus exigencias cuando nos invita a compartir su mesa.

Exhortación

Entiendo que es prematuro juzgar la hoja de ruta que suscribieron los cancilleres de Armenia y Turquía, sin conocer su contenido. Conviene ser cauto, contar con mayor información y esperar los acontecimientos para decir si ese preacuerdo favorece o perjudica a Armenia.
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Entiendo que las declamaciones airadas que leemos y escuchamos a diario arriesgan fragmentar a la nación armenia. Creo que el discurso inflamado que niega lo que no conoce todavía mete cuñas entre Armenia y la diáspora y entre los sectores de ésta que dificultosamente están buscando caminos de concilio.
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Entiendo que los geómetras del miedo deben abandonar la cuadrícula de sus aprehensiones para recorrer los caminos que llevan al mundo. Y la hoja de ruta es un medio plausible que mañana recorrerán los gobiernos de los dos estados si conviene a sus respectivos intereses y si las concesiones mutuas que se hagan son aceptadas por sus parlamentos y por sus sectores internos. .


Entiendo que debemos ensayar mecanismos nuevos y aprender que ningún país gendarme vendrá a arreglar nuestros entuertos. Ya es vieja esa esperanza, son muchas las frustraciones a que nos ha conducido y es tiempo de caminar sin la tutela de quienes nos han defraudado una y otra vez. Por otra parte, si de genocidio estamos hablando, es menos importante el reconocimiento de quienes no lo cometieron que el del Estado perpetrador. Y ese es un paso que Turquía tendrá que dar alguna vez.

Por eso, exhorto a mis armenios rioplatenses a recorrer la historia de las naciones, a mirar la realidad con detenimiento y a esperar los tiempos de la diplomacia para saber qué dice la meneada hoja de ruta. Y cuando lo sepamos, y cuando veamos cómo recorren esa ruta los gobiernos involucrados, entonces sí, afinaremos nuestro entendimiento y con sentido político valoraremos los hechos y juzgaremos a sus protagonistas.

Entretanto yo me llamaré a silencio. Ya dije mi parecer* y creo que mi deber de ahora es no alimentar la controversia.

* En el archivo de este portal el lector podrá encontrar los artículos que titulé “Las naciones no pueden transitar la historia en estado de beligerancia permanente” (noviembre 2008) y “Sobre la hoja de ruta del 22 de abril” (mayo 2009).

Sobre la hoja de ruta del 22 de abril

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Descreo de la opinopatía y aún de la opinología. No soy afecto a la confrontación y a la controversia cuando con ellas se quiere ocupar un lugar en el podio, o peor, cuando se pretende conquistar espacios de poder. Esos vicios merecen arrojarse al basurero de las vanidades. También merece olvidarse el nacionalismo rancio que todavía exalta algunos espíritus y que hoy se declama desde el cementerio de las ideas.

En un mundo crematístico como el que nos toca vivir, donde los intereses priman sobre las ideas y las fronteras se diseñan en los grandes centros de poder, donde el futuro de las naciones depende de los acuerdos y de las alianzas que se tejen y destejen incesantemente, los estados situados en las zonas calientes del planeta deben mirar con realismo su adentro y su afuera para sobrevivir.

Estas reflexiones liminares no son, seguramente, las que querría escuchar el lector. Pero son las que amistan con la realidad, las que retratan con alguna justeza el escenario surcaucásico. Por eso quise que fueran el pórtico de entrada para esta nota.

Menos que un acuerdo (no otra cosa es una hoja de ruta) ha sido suscripto por los cancilleres de Armenia y Turquía con la asistencia del gobierno suizo, en la víspera del 24 de abril, día en que los armenios memoran el genocidio y renuevan la demanda por su reconocimiento. Víspera también del día en que el presidente de EE.UU. debía cumplir su promesa de llamar por su nombre lo que hasta entonces recordaba como “tragedia”, no más.

Por eso hoy nos preguntamos: ¿El preacuerdo es funcional a los intereses del gobierno turco que quiere silenciar la demanda? ¿Es funcional a los intereses estratégicos de EE.UU. que tiene en Turquía un aliado fenomenal en el Oriente islámico y petrolero? ¿La hoja de ruta que se firmó al pié de los Alpes es, acaso, una defección del gobierno del presidente Serge Sargsian, que en aras de resolver dificultades de menor monta arría banderas principales para los armenios? Respondo afirmativamente a las dos primeras preguntas. No así a la restante.

Conviene precisar las ideas. Que un acuerdo sea favorable a los intereses de un Estado no implica que necesariamente perjudique al otro Estado. De hecho, los acuerdos se alcanzan cuando las partes involucradas en un diferendo creen hallar ventajas en su celebración, aun cuando deban hacerse algunas concesiones recíprocas. Y la medida de lo que cada uno concede depende de su poder económico y militar, de su situación doméstica y de su peso en las relaciones internacionales. Los acuerdos que favorecen a una sola parte son los que sobrevienen a las guerras, son imposiciones del vencedor al vencido que se presentan bajo la forma decorosa de un tratado.

Por lo que sabemos, la hoja de ruta en cuestión dice que los gobiernos de Armenia y Turquía negociarán sus diferencias, sin precisarlas y sin avanzar en los contenidos. Y hoy es prematuro abrir juicio sobre los beneficios o perjuicios que puedan sobrevenir. Por eso, más allá de las declaraciones que cada una de las cancillerías ha hecho para sosegar a sus respectivos frentes internos, conviene ser prudente al valorar el hecho. Es comprensible que en las presentes circunstancias algunos partidos de la oposición, a uno y otro lado del río Arax, manifiesten su descontento, y hasta puede entenderse que un partido de la coalición gobernante en Armenia haya decidido pasar a la oposición.

En cuanto al secreto que los gobiernos han guardado sobre sus escarceos diplomáticos, también es preciso comprenderlo. Esta clase de negociaciones necesitan discreción para no abortar en el intento. Así ocurre cuando se trata de cuestiones susceptibles de ser utilizadas no sólo por la oposición doméstica, sino también por los otros actores regionales. Asunto irritativo que llama a suspicacias, desde luego, pero nunca ha sido diferente en las relaciones interestatales.

Es necesario analizar las cosas sin apasionamiento. Mirar bien la situación de Armenia y de Turquía, sus extensiones territoriales, sus economías, su peso en el mundo, sus respectivas capacidades militares, el desarrollo tecnológico de uno y otro Estado. También sus sistemas de alianzas y la fiabilidad de los socios de cada uno. Ver el grado de complementariedad de las economías y de los recursos científicos y tecnológicos de ambos países. Un escenario complejo en el que, confío, el gobierno de Armenia sabrá desenvolverse para alcanzar el mejor resultado posible a la hora de estampar su firma.

Yo prefiero esperar y esperanzarme a persistir en el aislamiento y alentar un clima de conflicto que no consienten estos tiempos y no tolera la mediterraneidad de Armenia. Por otra parte, creo que en este asunto más que en otros habrá que tomar en cuenta los anhelos de quienes viven adentro de esas fronteras. Son cosas de la seguridad nacional, son cosas que hacen al bienestar de una nación que necesita salir al mundo.

Por eso discrepo con quienes, intoxicados de nacionalismo, levantan los viejos estandartes para afrontar los problemas que plantea la modernidad. Descreo del discurso inflamado cuando la solución de los problemas difíciles que debe afrontar Armenia precisa estabilidad doméstica y relaciones amigables con sus vecinos. Creo que la demanda de reconocimiento del genocidio, la defensa de Karabagh y los otros asuntos pendientes pueden sostenerse y aun llevarse a feliz término restableciendo las relaciones interrumpidas con los estados vecinos. Porque, como lo dije una vez, las naciones no pueden transitar la historia en estado de beligerancia permanente.

A la prensa comunitaria

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

El alfabeto quiere que nombre a los medios de prensa principales en este orden: Armenia, Nor Sevan, Sardarabad. A ellos y a sus directores y editores están destinadas estas palabras. A sus lectores también. Las digo como lector y ocasional autor de algunos textos y como quien palpita dos anhelos y se nutre de dos culturas. Alma overa, en el lenguaje amable de tierra adentro.

Algunas cosas necesitan ser revisadas en nuestra comunidad para adaptarlas a una realidad que se nos viene encima. Los cambios son veloces y si no amistamos con ellos terminarán por devorarnos. En efecto, hoy nos encontramos con instituciones y productos institucionales que no satisfacen las expectativas de las generaciones nuevas.

No estoy hablando de cuestiones pannacionales. Estoy hablando de los armenios del Río de la Plata y de sus asuntos domésticos. Más precisamente, de su prensa gráfica.

La prensa comunitaria está demorada

Once varas es un talle incómodo para mi anatomía, por eso no voy a hablar de viejas cuitas ni de los chisporroteos que fosforean de tanto en tanto. Para mi propósito de hoy basta recordar que la prensa de nuestra comunidad vio la luz en idioma armenio y que con el advenimiento de las generaciones hispanohablantes fue cediendo espacio a textos castellanos que pronto se transformaron en suplementos permanentes. Y finalmente la lengua dominante fue el español y el armenio se volvió suplementario. Esta mudanza, comprensible desde luego, acompañó los cambios generacionales de nuestra comunidad en lo tocante al idioma.

Pero no fue así con los contenidos, con los temas que se abordaron y se abordan todavía. En este punto nuestra prensa está demorada. Las generaciones argentinoarmenias tienen intereses diferentes a los de sus padres, abuelos y trasabuelos. Cada vez más esas generaciones adquieren las costumbres locales, cada vez más sus afanes se arraigan en la tierra que pisan. Y, entonces, cada vez menos se sienten espejados en los periódicos armenios.

Los de la primera generación casi vimos desembarcar a nuestros padres y fuimos testigos de sus primeros esfuerzos. Luego vimos nacer y crecer a nuestros hijos y nietos, algunos de los cuales todavía conservan los rasgos culturales surcaucásicos y otros los extraviaron a manos del mestizaje y a golpes de realidad. Y nada puede observarse al respecto porque, a la larga, el trashumante siempre olvida su mochila en algún lugar del camino.

Somos Cáucaso y somos Pampa

Pero sí puede observarse que nuestros medios de prensa no han acompañado este proceso. Se ciñeron a las cosas de allá olvidando la condición crecientemente criolla y mestiza de sus lectores. Como la mujer de Lot, por mirar hacia atrás se convirtieron en estatuas de sal. Y los lectores, para no correr la misma suerte, se olvidaron de ellos.

Quiero señalar las faltas y las demasías. Si bien es cierto que hay quienes cada semana leen con fruición los periódicos comunitarios, también hay quienes los ignoran. Porque son monotemáticos, porque escriben sobre unos asuntos y omiten los que marcan el ritmo de vida de los lectores jóvenes. Bien por lo primero, porque los armenios de allá y los de acá y acullá somos una misma nación, tenemos demandas comunes y alentamos sueños parecidos. Pero así como los de allá tienen cosas que sólo a ellos les importan, los de acá tenemos intereses que nos son propios. Una nación y dos sociedades (debiera decir cien) que habitan realidades diferentes, que por estar acostumbradas al vértigo y al cambio no toleran el repiqueteo incesante de un solo badajo: esto es lo que somos. Mil manifestaciones de la cultura están ausentes en nuestros medios y los hechos locales y regionales apenas ganan espacio.

Desde luego la prensa nuestra no puede reemplazar a los grandes medios que se editan diariamente en el país, no puede competir con ellos; pero si ensancha su universo y cuenta con colaboradores talentosos puede merecer un lugar decoroso en la preferencia de los lectores. Aún más: puede romper de una buena vez los límites estrechos de la colonia para llegar a lectores no armenios. Basta que sepa trasvasar en una y otra dirección los valores y las culturas e ingrese en los canales de distribución que conducen a los quioscos.

Mirémonos en el espejo: somos los armenios de allá modificados por la tierra que pisamos, por la cultura que nos rodea y por el tiempo que nos traspasa, somos el resultado de la historia particular que nos ha tocado vivir, y nuestras acciones y afanes tienen el sabor y el color de la mixtura. Los que ahora estamos aquí fuimos concebidos en un cruce de caminos, somos Cáucaso y somos Pampa, pero nuestros periódicos no reflejan esta dualidad.

El tamaño del mundo

No conozco una comunidad nacional que, establecida en otra tierra, lea solamente las cosas que ocurren en la tierra de sus predecesores; no conozco gentes que después de dos o tres generaciones le den la espalda al medio que los rodea. Hoy, cuando los acontecimientos del mundo están a un clic de distancia y la información se guarda en la cartera de la dama o el bolsillo del caballero, cuando el mestizaje cultural arrecia con la fuerza de mil corceles, no podemos soslayar la realidad. Los hijos de aquellos inmigrantes tenemos el deber de abrir las puertas para que sea lo nuevo, para que la historia no nos olvide una vez más. Y nuestra prensa es una herramienta útil para iniciar ese camino.

El universo humano se ha agrandado porque el mundo se ha achicado. Las distancias se miden por el tiempo que se tarda en recorrerlas y las culturas se valoran por su capacidad de interactuar con otras culturas. En un mundo así, en un tiempo como el que nos toca vivir no podemos mirar en una sola dirección. No basta saber lo que ocurre allí, al otro lado del río Arax, también hay que saber qué cosas ocurren en nuestra vecindad y en el mundo, cómo muda la cultura, el arte, la economía, la política, las ciencias. Porque si confiamos a otro ese trabajo, ese otro arrasará nuestras casas y se llevará a nuestros lectores para cobijarlos en sus páginas.



Vuelvo sobre mis pasos: nuestra prensa no puede reemplazar a los grandes medios, intentarlo sería un dislate. La prensa grande tiene un sitio y la comunitaria otro. Pero ésta, con los temas que están a su alcance y con espíritu plural y calidad periodística, puede ganar el interés de los lectores remisos.

Deliberadamente he omitido las cuestiones financieras. Ellas son ajenas a mi incumbencia y también a mis conocimientos. Seguramente los actuales responsables de los periódicos podrán dar las respuestas adecuadas en este sentido, pero me atrevo a suponer que un mayor número de lectores dará por sí mismo un resultado alentador.

Esta exhortación no quiere desgraciar a quienes esforzadamente, semana tras semana, escriben, editan y distribuyen los periódicos y las revistas comunitarios. Tampoco a quienes emiten programas radiofónicos o los difunden por Internet. Quiere ser un aporte para la puesta en valor de esos medios, de manera de dar una respuesta efectiva a las demandas de la colonia armenia.