Sobre la hoja de ruta del 22 de abril

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Descreo de la opinopatía y aún de la opinología. No soy afecto a la confrontación y a la controversia cuando con ellas se quiere ocupar un lugar en el podio, o peor, cuando se pretende conquistar espacios de poder. Esos vicios merecen arrojarse al basurero de las vanidades. También merece olvidarse el nacionalismo rancio que todavía exalta algunos espíritus y que hoy se declama desde el cementerio de las ideas.

En un mundo crematístico como el que nos toca vivir, donde los intereses priman sobre las ideas y las fronteras se diseñan en los grandes centros de poder, donde el futuro de las naciones depende de los acuerdos y de las alianzas que se tejen y destejen incesantemente, los estados situados en las zonas calientes del planeta deben mirar con realismo su adentro y su afuera para sobrevivir.

Estas reflexiones liminares no son, seguramente, las que querría escuchar el lector. Pero son las que amistan con la realidad, las que retratan con alguna justeza el escenario surcaucásico. Por eso quise que fueran el pórtico de entrada para esta nota.

Menos que un acuerdo (no otra cosa es una hoja de ruta) ha sido suscripto por los cancilleres de Armenia y Turquía con la asistencia del gobierno suizo, en la víspera del 24 de abril, día en que los armenios memoran el genocidio y renuevan la demanda por su reconocimiento. Víspera también del día en que el presidente de EE.UU. debía cumplir su promesa de llamar por su nombre lo que hasta entonces recordaba como “tragedia”, no más.

Por eso hoy nos preguntamos: ¿El preacuerdo es funcional a los intereses del gobierno turco que quiere silenciar la demanda? ¿Es funcional a los intereses estratégicos de EE.UU. que tiene en Turquía un aliado fenomenal en el Oriente islámico y petrolero? ¿La hoja de ruta que se firmó al pié de los Alpes es, acaso, una defección del gobierno del presidente Serge Sargsian, que en aras de resolver dificultades de menor monta arría banderas principales para los armenios? Respondo afirmativamente a las dos primeras preguntas. No así a la restante.

Conviene precisar las ideas. Que un acuerdo sea favorable a los intereses de un Estado no implica que necesariamente perjudique al otro Estado. De hecho, los acuerdos se alcanzan cuando las partes involucradas en un diferendo creen hallar ventajas en su celebración, aun cuando deban hacerse algunas concesiones recíprocas. Y la medida de lo que cada uno concede depende de su poder económico y militar, de su situación doméstica y de su peso en las relaciones internacionales. Los acuerdos que favorecen a una sola parte son los que sobrevienen a las guerras, son imposiciones del vencedor al vencido que se presentan bajo la forma decorosa de un tratado.

Por lo que sabemos, la hoja de ruta en cuestión dice que los gobiernos de Armenia y Turquía negociarán sus diferencias, sin precisarlas y sin avanzar en los contenidos. Y hoy es prematuro abrir juicio sobre los beneficios o perjuicios que puedan sobrevenir. Por eso, más allá de las declaraciones que cada una de las cancillerías ha hecho para sosegar a sus respectivos frentes internos, conviene ser prudente al valorar el hecho. Es comprensible que en las presentes circunstancias algunos partidos de la oposición, a uno y otro lado del río Arax, manifiesten su descontento, y hasta puede entenderse que un partido de la coalición gobernante en Armenia haya decidido pasar a la oposición.

En cuanto al secreto que los gobiernos han guardado sobre sus escarceos diplomáticos, también es preciso comprenderlo. Esta clase de negociaciones necesitan discreción para no abortar en el intento. Así ocurre cuando se trata de cuestiones susceptibles de ser utilizadas no sólo por la oposición doméstica, sino también por los otros actores regionales. Asunto irritativo que llama a suspicacias, desde luego, pero nunca ha sido diferente en las relaciones interestatales.

Es necesario analizar las cosas sin apasionamiento. Mirar bien la situación de Armenia y de Turquía, sus extensiones territoriales, sus economías, su peso en el mundo, sus respectivas capacidades militares, el desarrollo tecnológico de uno y otro Estado. También sus sistemas de alianzas y la fiabilidad de los socios de cada uno. Ver el grado de complementariedad de las economías y de los recursos científicos y tecnológicos de ambos países. Un escenario complejo en el que, confío, el gobierno de Armenia sabrá desenvolverse para alcanzar el mejor resultado posible a la hora de estampar su firma.

Yo prefiero esperar y esperanzarme a persistir en el aislamiento y alentar un clima de conflicto que no consienten estos tiempos y no tolera la mediterraneidad de Armenia. Por otra parte, creo que en este asunto más que en otros habrá que tomar en cuenta los anhelos de quienes viven adentro de esas fronteras. Son cosas de la seguridad nacional, son cosas que hacen al bienestar de una nación que necesita salir al mundo.

Por eso discrepo con quienes, intoxicados de nacionalismo, levantan los viejos estandartes para afrontar los problemas que plantea la modernidad. Descreo del discurso inflamado cuando la solución de los problemas difíciles que debe afrontar Armenia precisa estabilidad doméstica y relaciones amigables con sus vecinos. Creo que la demanda de reconocimiento del genocidio, la defensa de Karabagh y los otros asuntos pendientes pueden sostenerse y aun llevarse a feliz término restableciendo las relaciones interrumpidas con los estados vecinos. Porque, como lo dije una vez, las naciones no pueden transitar la historia en estado de beligerancia permanente.