La paz nos mira desde allá, desde el horizonte

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

La frase que titula esta nota puede suscitar el encono de los independentistas y escocer la piel sensible de los nacionalistas, puede reavivar los reproches de los viejos cortesanos y despertar la ira de los arribistas. Así y con todo, la pongo para que se cargue en mi cuenta. Tantos años de silencio y lealtad partidaria me acreditan para hablar de estas cosas. Las dije allá por el cincuentenario de la independencia y las reitero ahora, cuando las rivalidades han menguado y son otros los vientos que soplan desde el Cáucaso. No sé si mereceré el asenso o el reproche de mis cofrades; sé, cuando menos, que no mereceré la hoguera de mis inquisidores.

Entonces dije que el Estado nacido en 1918 era el mismo que pervivía en la R.S.S. de Armenia, que esa gesta no había abortado sus objetivos. Y por eso saludé al pueblo y al gobierno armenios con motivo del fasto y reclamé la mismidad de la República que venía de Sardarabad y se extendía hasta esos días.

Hoy quiero volver sobre aquellas ideas para decir cómo veo las cosas cuando Armenia, el Cáucaso y el mundo han cambiado, cuando el poder se aloja en las corporaciones económicas y la independencia nacional y la soberanía política se transan en los mercados. Y para hacerlo, desdeño los abalorios y miro la realidad sin edulcorantes.

Independencia nacional o seguridad del Estado: he aquí un falso dilema. Durante setenta años los armenios de la diáspora se encolumnaron con más o menos fervor detrás de estas banderas, que se miraron como mutuamente excluyentes. Mientras la historia avanzaba a lo largo del siglo XX aniquilando prerrogativas nacionales, mientras la soberanía política deponía su vocación patriotera para preferir las integraciones regionales, nosotros peleábamos contra molinos de viento. No advertíamos que la disyuntiva era falsa y que sus términos podían amistar, alternando su primacía según fueran las circunstancias de cada tiempo.

Durante siete décadas, desde 1918 hasta 1991, muchos armenios de la diáspora creían que la independencia nacional era incompatible con la integración regional. Entretanto otros armenios, también en la diáspora, declinaban los derechos soberanos o diferían su reclamo. Si la prudencia política no consentía la prisa de los primeros, los intereses permanentes de la República desaconsejaban los renunciamientos prematuros de los segundos. Unos demandaban sus derechos tal como si los armenios nunca hubieran arriesgado su identidad nacional y sus vidas, otros se arrellanaban en el regazo de un padre poderoso que desoía los reclamos del miembro más pequeño de la familia.

Aquellas diferencias expresaban dos vocaciones no excluyentes que debían mirarse con sentido de oportunidad política, atributo escaso en esos inmigrantes. Yo espero que los armenios de hoy hayamos aprendido de aquel desatino. Y espero que sepamos ponderar la pérdida de un millón de habitantes a manos de la emigración, a trueque de un PBI tan gordo como mal repartido. Una consideración ideológica, bien lo sé, pero también un asunto estratégico para un Estado que siete décadas atrás había ofrendado dos millones de almas a los fusiles enemigos y al destierro. ¿Cómo se cuantifican esas pérdidas humanas en términos de seguridad, de desarrollo, de cultura, de salud moral y política?
Después de la Primera Guerra Mundial los colosos del mundo penetraron a tal punto las prerrogativas de los otros Estados que sólo quedaron jirones de la vieja soberanía. Este proceso se fue acentuando a punto tal que, en rigor, hoy debemos reemplazar algunos términos de nuestro vocabulario político: el concepto de independencia debe ceder espacio al de interdependencia y el de soberanía debe replegarse sobre sí mismo para aplicarse a las relaciones interiores. Hoy la potestad de los estados nacionales ha sido erosionada y los conflictos se dirimen a escala regional. De ahí que los estados menores priorizan su seguridad antes que su independencia.

No se trata de subyugar unos valores a otros, de categorizar las demandas. Se trata de establecer cuáles son las urgencias de cada tiempo y de actuar en consecuencia. Se trata, también, de actuar con sentido histórico para no despertar anhelos perimidos, desvalores que la historia ha arrojado al basurero. Oportunidad y sentido de la realidad: he aquí los atributos del hombre político.
Los armenios de la diáspora hemos pecado de radicales. Faltos de sutileza política y ausentes de la realidad, no vimos que la República de 1918 y la soviética eran una y la misma. Como hoy lo es la que se desgranó del coloso comunista. Una continuidad que conviene al Estado armenio como sujeto del derecho internacional, una mismidad que vigoriza al país en la región. No es este el lugar para hacer un análisis jurídico, la buena disposición del lector no debe ser abusada por el articulista. Baste decir que las viejas discusiones sobre la continuidad del Estado desde 1918 hasta nuestros días ya no pueden ser sostenidas. Ni el dogmatismo del todopoderoso Partido Comunista Soviético resistió el peso de la verdad histórica y finalmente la batalla de Sardarabad (y con ella el nacimiento del Estado armenio y su independencia en 1918) obtuvo su consagración oficial durante aquel régimen.

Pero más que recorrer la historia me gusta observar la realidad, el presente con sus complejidades. Y al observarlo algunas preguntas me asaltan, preguntas que quizá el lector comparta conmigo. ¿No querríamos establecer mayores y mejores alianzas para sortear las acechanzas de nuestros vecinos hostiles, para superar nuestro aislamiento y mediterraneidad, nuestra falta de productos primarios? ¿No querríamos que un sistema institucional fuerte nos libere de las garras de los grupos económicos que, más acá y más allá de las leyes, hoy esquilman a los habitantes de Armenia? Estas cuestiones hacen a la seguridad de Armenia, a su paz interior y a su continuidad en la historia.
Hoy es tiempo para hablar de paz. La formidable capacidad militar y económica de los estados principales ha puesto en jaque a las alianzas trabajosamente tejidas durante el siglo XX. Afganistán, Irak, Irán, Corea, la propia Venezuela y la desobediente Cuba son muestras del cambio. Casos diferentes unos de otros, como también lo son Alemania y Japón, pero que muestran cuán dinámica ha sido la política durante el último siglo. Los propios armenios fundaron un Estado independiente (1918), lo integraron a la Unión Soviética (1920-1991) y lo separaron e independizaron (1991). Y como resultado de asuntos territoriales no saldados fundaron otra República en las montañas de Karabagh.


Cosas de nuestra historia. Cosas de la política, en la que fuimos campeones del desatino. Porque ¿qué es la política sino el arte de conducir los negocios públicos con sentido de la oportunidad? ¿Qué son los partidos políticos sino las corporaciones que prefieren unas decisiones a otras y que, en el acto de preferir, representan intereses sectoriales? ¿Y qué son las llamadas políticas de Estado sino aquellas que concitan el interés de todos los partidos y de todos los sectores de una comunidad nacional?

Hoy, cuando los estados son gobernados por grupos económicos que anteponen sus afanes dineriles a los intereses del conjunto, medrando en los límites de la ley, es atinado preguntarse si, acaso, a más del enemigo externo, no hay que enfrentar también un enemigo interno, si a las clásicas hipótesis de conflicto con otros países no hay que agregar similares hipótesis con grupos internos de dudosa legalidad.

Pude escribir unas palabras más amables a los oídos de los armenios, pero ellas se sumarían al coro de invocaciones estériles que nos arrulla. Por eso preferí examinar estas cosas, estos costados ríspidos de la realidad. Y para decir más, hago una advertencia: antes nuestros desencuentros eran domésticos y toleraban estos desvaríos, ahora trascienden las fronteras nacionales y amenazan la paz. La paz y la seguridad de un Estado (dos, en rigor) que todavía no ha consolidado sus relaciones y que ha perdido el control sobre los grupos económicos que nacieron de los escombros de la vieja nomenklatura.