Geniol

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

No es un chivo. Es un tributo nostálgico al más democrático remedio que hemos tomado cuando la cabeza nos dolía o cuando otro malestar quería estropearnos el día.

Venga del aire o del sol
Del vino o de la cerveza
Cualquier dolor de cabeza
Se corta con un Geniol.

Esta memorable cuarteta picaba y repicaba en el radiorreceptor, único medio que en los años cuarenta y cincuenta se metía en vivo y en directo en los hogares, mientras una ferretería pilosa atormentaba la cabeza doliente que hoy nos visita. La cabeza de Geniol dominaba la publicidad montaraz de entonces.

Sin la parafernalia marketinera de la sobremodernidad, este rudimento fue uno de los más ilustres precursores de los modernos gingles publicitarios. De seguro fue el vendedor más persuasivo y el que mejor representó aquel tiempo argentino de radio, vitrola y novelón.

Y asociado a aquellas migrañas sanadas por Geniol, los armenios rioplatenses y los de tierra adentro liaban y desliaban entuertos que excedían con mucho su base ideológica. Eran enconos fraguados en las cabezas calenturientas de los caciques. Dolores que dolían en las cabezas que, se dice, son los lugares adonde acuden y se apretujan las preocupaciones, las que tienen alguna razón de ser y las que no tienen ninguna. Quiero creer que Geniol calmó algunos de esos dolores, pero otros debieron esperar a que el tiempo y las nuevas realidades los diluyeran.

Arbitrariamente voy a nombrar -que no a juzgar- algunos dolores de cabeza que no sanaron con aquellos analgésicos sacrosantos y que hoy podemos recordar sin exaltar nuestro ánimo. La desventura de ayer puede ser el recuerdo amable de hoy.

Geniol es armenio

A esta altura de mis días yo no tengo dudas identitarias. He sufragado la falsa dicotomía de las nacionalidades y también la de la patria chica. Mis naciones son tantas como las que amo y mi patria chica es el Bajo Flores armenio, barrio y barrial poblado por gentes que habían escapado de las desventuras que les propinó la historia y que querían profesar su fe, hablar su lengua y palpitar su cultura en paz. Gentes que querían reconstruir la esperanza.

Alguna vez premedité escribir las historias mínimas de ese barrio, las de sus madagh*, las de sus cuitas sectoriales, las de sus personajes pintorescos, que los tuvo. Recuerdos que mi generación guarda en su memoria y que asaz me visitan con el sabor amable que el tiempo suele prodigar.

Entre esos recuerdos está el de Geniol, un armenio que me excedía en veinte años por lo menos, cuyo nombre nunca supe y al que sólo conocí por su ir y venir sonriente, siempre sonriente, como la imagen de la cabeza atornillada. Si el apodo le permitía calmar los dolores de cabeza que por entonces atormentaban a los armenios de uno y otro bando, no lo sé. Y no lo creo. Pero en aquellos años de mi niñez supe que Geniol era armenio. Una armenidad farmacológica que paseaba por la calle Zuviría, entre las de Lafuente y Portela. Al menos por ahí le veía yo con la calva al tope de su estatura. Lo recuerdo por su parecido con el dibujo del fármaco, sólo por eso.

Un picor en la nariz

Pero mi memoria es pródiga en recuerdos del gordo Levón. Tashnagtsagan** de barricada, peronista de la primera hora, buen cocinero y mejor anfitrión, se destacó, sin embargo, por su adultez traviesa. De risa fácil y estridente, el peso específico de sus bromas le granjeaba algunas enemistades ocasionales. Pero él no se arredraba y arremetía con nuevos bríos hasta colmar la copa.

Digo copa y recuerdo un casamiento que se festejaba en cierto salón de la avenida Canning. Entonces éramos niños y queríamos presumir adultez tomando el anís de las copas ajenas. Más bien lo olíamos que lo tomábamos. Y fue así que mi amigo y yo sentimos un picor en la base de nuestras narices. Creídos que era por el alto contenido alcohólico de la bebida, fuimos a lavarnos y vimos a muchos hombres apretujándose para lavar sus bocas. Se rumoreaba que era otra fechoría de nuestro gordo, invitado a la fiesta, que habría pringado los bordes de las copas con el ají de la mala palabra (si yo fuera ineducado diría putaparió). Total, que los consortes y sus familias disimularon la diablura para no malograr la fiesta. Pocos días después se supo que en el jardín de su casa Levón cultivaba la variedad más picante del pimientillo para tener con qué amenizar su ocio.

Ya dije que son incontables las historias de este armenio jocundo. Quizá alguna vez me atreva a relatar las que conservo en mi memoria. Pero puedo asegurarte, lector, que los genioles que consumieron sus infinitas víctimas no son menos que los que vendió la avanzada publicitaria que ilustra esta nota.

Sólo me resta confesar el cariño con que recuerdo al gordo Levón, especimen de armenio en quien la persona y el personaje eran indiscernibles, aún para él mismo.

De Heráclito a Pechito


Unos quinientos años antes de Cristo, en la otra orilla del Egeo, en Éfeso, un filósofo griego llamado Heráclito enseñaba que todo es contingente y que la contingencia excede al tiempo. Lo que es no es, y lo que no es, es, decía. Y para los cortos de entendederas ilustraba su pensamiento con el sol y el río: “El sol es nuevo cada día”, “No te sumerges dos veces en el mismo río”. Y por decir estas cosas Aristóteles lo motejó El oscuro.

Más acá en la distancia y en el tiempo, un armenio del Bajo Flores al que apodaban Pechito por su forma de andar erguido y pechugón, predicaba el evangelio comunista a quien quisiera escucharle y a quien no. Era un hombre leído y respetuoso con quien podías amistar con facilidad. Entonces promediaba el siglo veinte y la comunidad se batía en lides que unas veces eran políticas y otras venían de la tradición familiar o de antipatías personales. Y aún cuando Pechito se había consagrado a la filosofía de Marx y a las enseñanzas de Lenin, nunca descendía a las arenas; lo suyo era la devoción y la prédica amable. También era naturista y vegetariano y jamás desviaba su dieta ni torcía sus costumbres.

Pero lo que llamaba la atención en él era su manera de vestir. En invierno andaba con el torso desnudo o en musculosa, el pantalón arremangado hasta las rodillas y los pies descalzos. Y en verano solía arroparse y usar calzado. Decía que la mortificación del cuerpo convenía a su salud porque mantenía su tono muscular y su ánimo despierto, que nunca había enfermado y que el dolor sólo lo visitaba si sufría una herida o un golpe. Y también decía que tamaña salud se la debía a su alimentación, al ejercicio físico y a los rigores de su ascetismo laico.

¿Qué tenían en común el viejo filósofo de Éfeso y el irredento comunista del Bajo Flores armenio? ¿Qué de diferente?

Heráclito andaba siempre desarrapado, Pechito también. Heráclito descreía de los médicos, Pechito también. Heráclito profesaba la dialéctica, Pechito igual. Heráclito andaba siempre descalzo, Pechito sólo se descalzaba en invierno. Heráclito era decididamente aristocrático y desdeñoso, Pechito era profundamente democrático y solidario.

Más allá de estas caras y cecas, nuestro armenio leía y releía a Heráclito, a Hegel y a Marx, y esas lecturas lo habían llevado a profesar la fe dialéctica. Decía y porfiaba que las diferencias habidas entre estos filósofos eran formales, estilos literarios, rulos estéticos, nada más.

Pero un día supo que Heráclito no creía en la síntesis, siquiera transitoria, de los contrarios. Buscó y rebuscó en los libros y no halló cómo conciliar a sus tutores. Y no pudiendo ya resistir tamaño desencanto, enfermó, tuvo fiebre y el dolor de sus huesos lo arrojó a la cama. Soltero de toda soltería, nadie lo atendió y quizá por primera vez sintió el desamparo. Y en medio de mareos y sudores tomó un Geniol para solventar su quebranto. Entonces, y sólo entonces, pudo conocer las bondades de ese democrático remedio.

En los mentideros del Bajo Flores hasta hoy se rumorea que Pechito se había vuelto adicto al Geniol. Yo no lo creo. Antes bien, creo que tan pronto recuperó la salud concilió las diferencias habidas entre sus apóstoles y retomó el venturoso camino del comunismo y del naturismo ascético. Pero esta vez aliado al personaje de la cabeza atornillada.

* Madagh, literalmente, sacrificio, ofrenda que se hace a Dios. En la tradición armenia, ágape ritual con motivo de un voto o acontecimiento fausto o por los difuntos; en él se sacrifica un animal para repartir su carne entre los pobres. (Debo esta traducción a Kevork Karamanukian).
** Tashnagtsagan, partidario de la Federación Revolucionaria Armenia.

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