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Entonces dije que el Estado nacido en 1918 era el mismo que pervivía en la R.S.S. de Armenia, que esa gesta no había abortado sus objetivos. Y por eso saludé al pueblo y al gobierno armenios con motivo del fasto y reclamé la mismidad de la República que venía de Sardarabad y se extendía hasta esos días.
Hoy quiero volver sobre aquellas ideas para decir cómo veo las cosas cuando Armenia, el Cáucaso y el mundo han cambiado, cuando el poder se aloja en las corporaciones económicas y la independencia nacional y la soberanía política se transan en los mercados. Y para hacerlo, desdeño los abalorios y miro la realidad sin edulcorantes.
Independencia nacional o seguridad del Estado: he aquí un falso dilema. Durante setenta años los armenios de la diáspora se encolumnaron con más o menos fervor detrás de estas banderas, que se miraron como mutuamente excluyentes. Mientras la historia avanzaba a lo largo del siglo XX aniquilando prerrogativas nacionales, mientras la soberanía política deponía su vocación patriotera para preferir las integraciones regionales, nosotros peleábamos contra molinos de viento. No advertíamos que la disyuntiva era falsa y que sus términos podían amistar, alternando su primacía según fueran las circunstancias de cada tiempo.
Durante siete décadas, desde 1918 hasta 1991, muchos armenios de la diáspora creían que la independencia nacional era incompatible con la integración regional. Entretanto otros armenios, también en la diáspora, declinaban los derechos soberanos o diferían su reclamo. Si la prudencia política no consentía la prisa de los primeros, los intereses permanentes de la República desaconsejaban los renunciamientos prematuros de los segundos. Unos demandaban sus derechos tal como si los armenios nunca hubieran arriesgado su identidad nacional y sus vidas, otros se arrellanaban en el regazo de un padre poderoso que desoía los reclamos del miembro más pequeño de la familia.
Aquellas diferencias expresaban dos vocaciones no excluyentes que debían mirarse con sentido de oportunidad política, atributo escaso en esos inmigrantes. Yo espero que los armenios de hoy hayamos aprendido de aquel desatino. Y espero que sepamos ponderar la pérdida de un millón de habitantes a manos de la emigración, a trueque de un PBI tan gordo como mal repartido. Una consideración ideológica, bien lo sé, pero también un asunto estratégico para un Estado que siete décadas atrás había ofrendado dos millones de almas a los fusiles enemigos y al destierro. ¿Cómo se cuantifican esas pérdidas humanas en términos de seguridad, de desarrollo, de cultura, de salud moral y política?

No se trata de subyugar unos valores a otros, de categorizar las demandas. Se trata de establecer cuáles son las urgencias de cada tiempo y de actuar en consecuencia. Se trata, también, de actuar con sentido histórico para no despertar anhelos perimidos, desvalores que la historia ha arrojado al basurero. Oportunidad y sentido de la realidad: he aquí los atributos del hombre político.

Pero más que recorrer la historia me gusta observar la realidad, el presente con sus complejidades. Y al observarlo algunas preguntas me asaltan, preguntas que quizá el lector comparta conmigo. ¿No querríamos establecer mayores y mejores alianzas para sortear las acechanzas de nuestros vecinos hostiles, para superar nuestro aislamiento y mediterraneidad, nuestra falta de productos primarios? ¿No querríamos que un sistema institucional fuerte nos libere de las garras de los grupos económicos que, más acá y más allá de las leyes, hoy esquilman a los habitantes de Armenia? Estas cuestiones hacen a la seguridad de Armenia, a su paz interior y a su continuidad en la historia.


Hoy, cuando los estados son gobernados por grupos económicos que anteponen sus afanes dineriles a los intereses del conjunto, medrando en los límites de la ley, es atinado preguntarse si, acaso, a más del enemigo externo, no hay que enfrentar también un enemigo interno, si a las clásicas hipótesis de conflicto con otros países no hay que agregar similares hipótesis con grupos internos de dudosa legalidad.
Pude escribir unas palabras más amables a los oídos de los armenios, pero ellas se sumarían al coro de invocaciones estériles que nos arrulla. Por eso preferí examinar estas cosas, estos costados ríspidos de la realidad. Y para decir más, hago una advertencia: antes nuestros desencuentros eran domésticos y toleraban estos desvaríos, ahora trascienden las fronteras nacionales y amenazan la paz. La paz y la seguridad de un Estado (dos, en rigor) que todavía no ha consolidado sus relaciones y que ha perdido el control sobre los grupos económicos que nacieron de los escombros de la vieja nomenklatura.