Los armenios y los armenios. Tan parecidos, tan diferentes

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

El planteo es generacional. Y tardío. Generacional porque quiere encontrar semejanzas y diferencias entre los inmigrantes armenios que desembarcaron en estas costas a principios del siglo pasado y sus descendientes. Y tardío porque lo hago hoy, cuando aquellos inmigrantes se han ido y pronto recordaremos el centenario de su desembarco.

Yo no he leído todo lo que se escribió ni oído todo lo que se dijo a este respecto, pero creo (corríjame el lector si me equivoco) que los rigores del desarraigo y las urgencias de la adaptación al nuevo medio nos han impedido ocuparnos seriamente del asunto. Menudas coincidencias y disidencias entre los viejos y los nuevos dichas aquí y acullá, no bastaron para examinar el tema con la seriedad que merecía.

Y aquí estamos los no inmigrantes, los bilingües, los que desde la cuna oímos el arrullo de dos culturas, queriendo saldar esa deuda. Sin reproches, sin presumir de jueces y con el recurso útil de las dos culturas. Aquí estamos los derechohabientes de aquellos inmigrantes con su legado en nuestro haber. Y en nuestro debe. Porque, según lo veo, hemos recibido la herencia sin beneficio de inventario, con sus créditos y sus cargas.

Las generaciones que se suceden siempre son parecidas y diferentes. Conductas comunes y diferentes, preferencias iguales y disímiles, unos recuerdos compartidos y otros no, son rasgos que unen y separan a los padres de sus hijos. Pero los hijos de los inmigrantes armenios somos en extremo parecidos a nuestros padres y, a un tiempo, somos en extremo diferentes. Tan parecidos y tan diferentes, los hijos de esos inmigrantes pisamos dos suelos, transitamos dos tiempos y vivimos dos culturas. Por momentos parece que el futuro fue ayer y por momentos parece que será mañana. No conseguimos darnos cuenta que el futuro se agota en el presente, que el ayer es de ceniza y el mañana es una delusión.

El del espejo ¿quién es?

Hace algunos años premedité una historia que titulé igual que este apartado. Aquello fue un juego, una ficción, un dibujo arbitrario de mi imaginación; esto es la descripción de un hecho que me parece cierto. Aquello quería jugar con fantasmas, esto pretende historiar el tránsito de una generación a otra y decir cuál es su residuo cultural. En la fábula el espejo no devolvía la imagen del narciso. Era otro el que miraba desde el espejo, parecido pero diferente. No replicaba sus gestos, no duplicaba sus movimientos; y, peor aún, a veces se ausentaba y le dejaba solo al mirón, huérfano de sí mismo. Por eso se preguntaba quién era el del espejo.

Hoy mi generación se encuentra con que el espejo no le devuelve su imagen sino la de sus ancestros. Los hombres y mujeres de esta generación son ciudadanos de una república que tiene dos historias, dos culturas, dos anhelos diferentes que todavía no han sorteado el crisol bienhechor del mestizaje. Por eso el espejo de la realidad les devuelve una imagen distinta, por eso son tan iguales y tan diferentes a aquellos inmigrantes. Su espejo atrasa.

Son los rigores que la historia le propinó a los armenios. El genocidio, la ausencia de un Estado que los protegiera, el desarraigo, la difícil adaptación al nuevo medio, todas fueron adversidades que impidieron un recambio generacional sin sobresaltos, blando, con las dificultades propias de esas mudanzas*. En nuestro caso los tiempos nuevos vinieron acompañados por otras geografías, otras lenguas, otras costumbres. La otredad sobrevenida así, como un aluvión de diferencias, hizo crisis cuando nuestra generación recibió la posta. Por eso a veces nuestro espejo nos devuelve otra imagen y nuestra historia atrasa.

Nuestra América ha recibido a gentes de otros pueblos, cada una con su mochila a cuestas, todas afrontando las penalidades del desarraigo. Pero esas gentes y sus hijos pudieron mirarse en un espejo fiel que les devolvió su imagen. Los españoles y los italianos, base migratoria de estas sociedades, vinieron para compartir una cultura que apenas difería de la suya. Los árabes desembarcaron sin otras heridas que el extrañamiento, y en el caso de los judíos la trashumancia había encarnado en ellos a lo largo de los siglos. Y así otros grupos que, si bien padecieron el arrancamiento, no trajeron consigo el dolor de sus muertos insepultos, de sus desaparecidos y, con ello, un anhelo reivindicativo que transmitieron a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Los créditos y las cargas

Dije que de nuestros padres recibimos la herencia sin beneficio de inventario, con sus créditos y sus cargas. Crédito fue la lengua, las artes, la buena fama que nos hacía bienvenidos a todos los lugares y a todas las actividades; son créditos los platos y las confituras que todavía llegan a nuestra mesa, la música que acaricia nuestros oídos y conmueve nuestras fibras más sensibles, las mil historias que nos nutren y nos dan un signo particular y una diferente percepción del mundo y de la vida. También la religión es un crédito y un refugio.

Las cargas fueron dos. O una, según se la mire. Cuando aquellos armenios dejaron su suelo, sus casas y sus pertenencias y muchas veces también a sus seres queridos para marchar hacia otras tierras, a sus espaldas dejaron insepultos a sus muertos e irredentas sus esperanzas. Llevaron vivo el dolor y la rabia y en vida se los legaron a sus hijos, a nosotros, para que alguna vez sanáramos las heridas y reivindicáramos sus derechos. Si estos cargos fueron dos o es uno no importa ahora, pero es cierto que penetraron nuestro presente y son un grito ya centenario que tumba y retumba en nuestra conciencia.

Por eso somos tan iguales a nuestros viejos, por los créditos y por las cargas que nos legaron. No esperaron a morirse para eso, nos dieron el legado cuando nos arrullaban, cuando abrimos los ojos para ver la vida. Y somos tan diferentes porque desde el día de nuestro alumbramiento pisamos otro suelo, palpitamos otra cultura, alentamos sueños propios y reivindicamos derechos de otras gentes, de otros pueblos.

¿Hay que mirar esta dicotomía como conflicto? Es una pregunta que uno no puede eludir sino escapando hacia adelante, despojándose de su piel como lo hace la serpiente para lucir otra piel que no tenga aquellas marcas. Un recurso que no pocos han usado. Un recurso que tiene dejos de ingratitud y de insolidaridad. Ingratitud hacia aquellos que nos trajeron a la vida y también hacia la historia que amasó el barro de nuestra hechura y nos dio este talante social. Insolidaridad, porque la historia trágica del pueblo armenio, las consecuencias del genocidio y los asuntos atinentes a su reconocimiento no pueden agotarse en la generación que nos antecedió. La historia quiere ser continua, como las generaciones que la protagonizan, y el siglo XX, que es el siglo de las más grandes tragedias que conoce la historia, ha hecho una contribución que, si bien inconclusa todavía, pesará en la vida de las generaciones futuras tanto como los hallazgos de la ciencia y las aplicaciones de la técnica: los derechos humanos con su constelación de esperanzas.

Ser tan parecidos y tan diferentes a la generación que nos precedió no es una fortuna ni una desdicha. Es un rasgo que la historia ha querido darnos. Y si bien convivir con eso importa un gasto emocional y una carga psicológica mayor, también nos ofrece un campo más ancho y más fecundo para transitar la vida.

Creo, pues, que debemos mirar la dicotomía como un conflicto. ¿Pero qué cosa de la vida no es sustancialmente un conflicto?


* Este proceso no lo vivieron con la misma intensidad los armenios de la R.S.S. de Armenia. Ellos permanecieron en su suelo bajo la protección del Estado y al abrigo de su cultura y sus costumbres.