Fatiga

Eduardo Dermardirossian

Si durante tantos años me acompañaste leyendo mis anotaciones, si tuviste la generosidad de concordar o discordar con mis pensamientos, amable lector, ahora, cuando cierro el capítulo caucásico de mi opinatorio, quiero decírtelo sin rodeos: mi fatiga le ha ganado a mi paciencia. Y hablo de fatiga moral, no de la otra que no es nada.

Hoy seré más breve que de costumbre.

Estudié el régimen legal y las ventajas del mutualismo para nuestra comunidad, consulté a diccionaristas para construir un diccionario multilingüe que sirva a las comunidades armenias hispanohablantes y también a las que hablan otras lenguas principales, esbocé un mecanismo de diálogo y encuentro para que mancomunadamente podamos acometer los asuntos que nos atañen, medité sobre la identidad e integración de los armenios de estas costas, me interrogué sobre la conveniencia de regresar a las escuelas idiomáticas. Depuse mi pertenencia partidaria, fui autocrítico y me atribuí el lugar de amonestador para encontrar caminos de concilio. Como un intruso me atreví a las cosas íntimas de los criollos armenios, pagando antes el tributo de confesar mis faltas. Y dije mi parecer sobre los acontecimientos del Cáucaso Sur.

Sobre estos y otros temas escribí y no encontré respuestas. Quizá fueron desmedidas mis expectativas, quizá no supe escribir y hablar con claridad. No lo sé. Pero sé de cierto que en estas circunstancias uno debe detener su pluma y opacar su voz para que otras plumas escriban y otras voces hablen.

Ojalà lo hagan mirando la realidad sin los estropicios de nuestro pasado reciente.

Buenos Aires, marzo 2011.

Diàlogo Armenio

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Al avecinarse el 90° aniversario del genocidio armenio publiqué un artículo que largamente titulé “No quiero un radicalismo armenio, ni siquiera un humanismo armenio. Quiero una armenidad humanista”. En él hablé de la necesidad de impulsar un mecanismo de Diálogo Armenio en las comunidades de extramuros, con participación de los sectores políticos e intelectuales. Señalé la conveniencia de que este Diálogo esté en línea con las políticas del gobierno de Armenia, pudiendo adquirir sesgos propios cuando así lo requieran las particularidades de cada país. Dije que la iniciativa pretende que un esfuerzo conjunto y orgánico sirva al empeño reivindicativo que tiene fundamento en el genocidio. Hablé de la formación de tres mesas de trabajo para que se apliquen al estudio de otros tantos capítulos importantes. Helas aquí:Genocidio y Derechos HumanosLas viejas disputas alrededor de la independencia de Armenia han sido zanjadas por la realidad y ahora sólo pueden ser objeto de examen histórico. La República de Armenia hoy es un Estado soberano y como tal se presenta ante la comunidad de naciones, estableciendo relaciones bilaterales y multilaterales y atendiendo por sí misma los asuntos políticos, económicos, sociales y de otro orden que le conciernen. Más allá de las naturales diferencias de opinión y de intereses dentro y fuera del territorio nacional, hoy más que nunca hay coincidencia sobre la necesidad de abordar con inteligencia y energía la cuestión del genocidio. Obtener su reconocimiento por parte de Turquía y de la comunidad internacional es prioritario para resguardar la seguridad de Armenia y promover su desarrollo en todos los órdenes.

No soy afecto a las conmemoraciones cuando en ellas se agota el afán reivindicativo. Desdeño la exaltación celebratoria y la ciclotimia política. Creo en el trabajo sostenido que perdura en el tiempo y tiende al logro de su propósito. El esfuerzo que realizan el gobierno de Armenia y las organizaciones comunitarias extraterritoriales debe ser constante para que fructifique en resultados.

Mantener viva la memoria es un presupuesto necesario para el trabajo político, sin duda. Pero no es suficiente. Es necesario ganar el terreno perdido a lo largo de casi un siglo, creando museos temáticos en las principales capitales del mundo, centros de documentación y sistematización de datos, institutos de estudios jurídicos, políticos e historiográficos con participación de especialistas en las diferentes disciplinas, organismos con recursos suficientes para difundir los resultados y para que lleguen efectivamente a los intelectuales de Turquía y de otros países. Es necesario arbitrar recursos económicos y humanos y diseñar el trabajo para que la demanda fundada en el genocidio armenio tenga posibilidades ciertas de prosperar.

Es del todo necesario enmarcar la demanda en el capítulo de los Derechos Humanos porque es ahí donde tiene posibilidades ciertas de andamiento. Se trata de plantear el tema del genocidio de 1915-1923 como una cuestión irresuelta que concierne no sólo a los armenios sino a la humanidad en su conjunto.
Identidad e integraciónOtro objetivo central de las comunidades armenias ha sido desde siempre la preservación de la identidad. Durante décadas los armenios extraterritoriales han resistido los embates de las culturas locales, para lo cual crearon o replicaron las instituciones fundantes; tal el caso de las iglesias, las escuelas y los partidos políticos. También nacieron asociaciones benéficas, culturales y del quehacer social, organizaciones profesionales y deportivas, uniones compatrióticas y otras más. Todas procuraron preservar la identidad, pero, en mi opinión, sin examinar la necesaria integración de los armenios a las sociedades que les daban alojo. Identidad e integración se miraron como opósitos, sin tener en cuenta las exigencias de la realidad. Todavía debemos comprender que la preservación de la identidad no puede condicionar nuestra forma de inserción en el medio, sino que, al revés, debemos insertarnos saludablemente en el medio social, hallando la manera de preservar los valores culturales armenios. No se trata de alterar vanamente el orden de los factores; se trata de mirar la realidad y las necesidades humanas y de dar respuestas que no nos conduzcan a la frustración.

He aquí otro tema que debe ser examinado en la mesa del Diálogo Armenio si es que las comunidades no quieren sucumbir ante el natural avance de las culturas locales.
Interculturalidad y lenguaAsociado con el capítulo anterior, observo la necesidad de revisar con vocación abarcativa las particularidades de la cultura armenia y de las culturas locales, para ofrecerle un ámbito saludable a la tercera y cuarta generación de armenios en estas tierras. Es importante ver en qué medida el desarrollo de las comunicaciones y el intercambio pueden esterilizar el afán aislacionista de los primeros tiempos, es importante preservar la identidad sin resistir la integración. Es importante sobrevivir al cambalache cultural, revisar los criterios confrontativos e ingresar en un territorio fecundo. Dar al ímpetu globalizador una dirección y un contenido. He aquí el sentido de la interculturalidad.

Y la lengua. Primer rasgo de la identidad, sostén de la cultura y herramienta del pensamiento vernáculo, la lengua deberá ser objeto de especial atención porque ella es el reservorio del haber identitario de los armenios. Comprensiblemente las comunidades radicadas en otras tierras han ido alejándose del uso del idioma armenio, tal que hoy son muchos los que no lo hablan. Desde luego no ha de ser fácil recuperar el habla para estas generaciones, pero puede acercárselas a la cultura y al pensamiento armenios. Y para tal fin, además del esfuerzo de las escuelas comunitarias, habrá que realizar serios trabajos de traducción y difusión. Un diccionario multilingüe construido con rigor académico es una de las primeras carencias de la comunidad hispanoarmenia; carencia para quienes hablan y leen armenio y para quienes no lo hacen ya. Carencia también para las otras culturas y lenguas que se ven privadas del rico acervo armenio.

Avanzar en proyectos de esta clase favorecerá la interculturalidad en beneficio de todos.

Identidad e integración en el mundo global

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Se trata de establecer si la inserción en un nuevo medio social conspira contra la identidad de las comunidades llegadas de otras latitudes. Si la necesaria adaptación a la cultura y a los intereses de las sociedades receptoras le hace perder a las comunidades migrantes sus rasgos identitarios. Si los nuevos hábitos tienen el efecto de abolir sus particularidades. Otra historia, otra lengua, otros anhelos vienen a confrontar con un bagaje cultural que, por ser aborigen, será dominante.

En países como Argentina, que recibieron en forma aluvional a comunidades nacionales de múltiples procedencias, el examen de este asunto es insoslayable. Europeos de todas las naciones y asiáticos de diferentes regiones vinieron a estas tierras en busca de un mejor destino o escapando de variadas desventuras, imbricándose con comunidades nativas y criollas y confrontando culturas. Algunos grupos humanos desearon y lograron una rápida integración y otros se atrincheraron en sus costumbres para resistir la pérdida de su identidad. Entre estos últimos están los armenios.

En qué medida los esfuerzos que procuraron la integración y los que la resistieron fueron saludables para la sociedad receptora y para los grupos inmigrantes, es un asunto que habrá que elucidar. También habrá que examinar si el proceso de mundialización que avanza arrolladoramente en nuestro tiempo consiente tales intentos. Y ver si identidad e integración son, como se cree, opósitos. He aquí el objeto de mi reflexión de hoy.

No hablaré sobre los sesgos psicológicos del tema, tampoco haré el intento de comparar culturas y valorarlas según criterios que siempre conducen a discriminaciones malsanas. Diré mi parecer procurando despojarme de condicionamientos atávicos, pero sirviéndome del privilegio de ser argentino de primera generación y, a un tiempo, primer retoño armenio en tierras de migración. Casi siete décadas transité la vida como armenio, hablando esa lengua, practicando esos hábitos y alentando unos sueños caucásicos; y casi siete décadas discurrí por el suelo argentino, alimentándome de la cultura local y diseñando proyectos enraizados en las costas del Río de la Plata. De ahí que venir de quienes vengo y vivir adonde vivo me da título bastante para reflexionar sobre estos asuntos. Y no es diferente la condición de quienes ahora leen estas líneas.

Comprensiblemente quienes abandonan su tierra natal, su casa y sus pertenencias, su gente y sus afectos, su paisaje humano, sienten el desarraigo como una desventura. Los que se van sienten que su identidad está en riesgo y por eso se agrupan cuando arriban a otras tierras, para comunicarse en su lengua materna, para celebrar sus festivales al son de la música que los remonta al terruño. También para profesar su culto y para levantar banderas y reivindicar derechos que les son comunes. Agrupándose ellos sienten que resguardan su identidad amenazada y, entonces, desarrollan sus recursos defensivos rechazando la cultura del nuevo medio social. Se sienten extranjeros, productos de un transplante forzoso que alguna vez volverá a su tierra. Ignoran si volverán ellos o sus hijos, pero, en cualquier caso, quieren estar prestos para el retorno. Por eso preservan su cultura y sus anhelos en medio de otra cultura que los envuelve y que naturalmente quiere penetrarlos. Alientan un sueño que se hará realidad o que será una perpetua quimera, no lo saben; pero ese sueño los arropa. Este mensaje fue dicho entrelíneas por S.S. Karekín II durante su visita a Buenos Aires.

¿Fue saludable este proceder para la sociedad receptora y para los grupos inmigrantes? ¿Es saludable que hoy la segunda y tercera generación de argentinos nacidos de armenios persistan en este afán? ¿Tiene justificación la defensa de la propia identidad cuando se habita en un medio cultural diferente que, sin embargo, no es hostil y que ofrece iguales oportunidades a sus nacionales y a los nuevos asentamientos sociales?

Hasta aquí he hablado sin distinguir entre identidad nacional e identidad cultural. Y es preciso hacer esa distinción. Porque si lo que ha de preservarse es la identidad nacional, estamos hablando de una nación que se asienta en el territorio de otra nación diferente. Si, en cambio, se quiere preservar la identidad cultural, hablamos de dos culturas que coexisten. Lo primero tiene sesgos políticos e implicaciones jurídicas, lo segundo no; lo primero sin duda generará conflicto, lo otro no necesariamente.

La defensa exacerbada de la identidad nacional puede conducir al nacionalismo que, en palabras de Albert Einstein, “es la enfermedad infantil de la humanidad”. Un modo de mirarse a sí mismo y a los propios que excluye la otredad, plantea el conflicto y desencadena la contienda.

Más allá de lo que postulan algunos gobernantes de la Europa moderna, el sentido de identidad nacional está cediendo paso al de identidad cultural. El rasgo identificatorio de las comunidades humanas va adquiriendo un signo crecientemente cultural porque las fronteras políticas representan una amenaza entre sociedades cuya capacidad de destrucción mutua va en crecimiento incesante. Aún más, el mercado global que impulsan los países centrales está vaciando de sentido a las divisiones políticas entre territorios y pueblos. Y en tales condiciones restan las culturas particulares como rasgos identitarios que pueden perdurar mucho tiempo todavía. Perdurar habitando geografías diferentes o compartiendo un mismo suelo, perdurar nutriéndose de recursos comunes y hasta detentando el poder de consuno. Las identidades nacionales diferentes no toleran esta aventura humana, las culturas plurales si. La historia habla de estas cosas.

Y si estas ideas se aplican a las sociedades que se radicaron en otras tierras, con más razón se verá su utilidad. Porque, como dije, las diferentes culturas pueden cohabitar; aún más, se necesitan mutuamente para nutrirse, enriquecerse y perdurar. No obstante que la exacerbación de la cultura propia puede conducir al aislamiento, lo cual es malo para el individuo y para las sociedades, la exaltación desmedida de la nacionalidad conduce fatalmente a la aniquilación del otro diferente. He ahí el Genocidio Armenio, el Holocausto Judío, las matanzas de Ruanda hace apenas una quincena de años.

En efecto, el nacionalismo es la enfermedad infantil de la humanidad. Tan pronto el hombre llegue a la adultez moral no verá más diferencias que las culturales. Diferencias, no distancias. Porque lo diferente puede ser integrado, puede ser parte de una sola argamasa social.

Lo que creo

Creo que la historia reemplazará el mapa político del mundo por un mapa cultural. Creo que hacia ahí endereza sus pasos esta humanidad convulsa. Creo que la economía consumista de Occidente, que por ahora marca el paso de las sociedades de Oriente, derivará hacia otra clase de consumo, el cultural, cuyas fuentes nunca se agotan, que no contamina, que es de dificultoso acaparamiento y que puede alcanzar a todos los hombres y a todos los pueblos. Es plausible pensar que el futuro nos depara una única sociedad política, pero es impensable una humanidad sin diferencias culturales.

Creo que el mapa cultural del mundo que viene ya mismo se está delineando. El desarrollo imparable de las comunicaciones, las formidables bases de datos otrora imposibles de sistematizar, las promesas de la ingeniería biológica, la teletransportación en ciernes (una reciente experiencia promete abolir el espacio y devolverle al tiempo su modesta categoría unidimensional), el reemplazo de la mano de obra para la producción de bienes de toda clase, desde los primarios hasta los más sofisticados, están diseñando un modo de vivir diferente para los hombres. Y modo de vivir es cultura por excelencia. Cultura que tiene que ser inclusiva por definición.

Un mundo de esta clase ya se avizora, se nos viene encima. Dos generaciones atrás, hace sólo unas decenas de años, era impensable esta realidad. Por eso quienes vinieron a tierras de América hasta mediados del siglo pasado procuraron resguardar su identidad nacional aislándose, defendiéndose de una sociedad que prometía asimilarlos. Hoy el mundo nos impone la integración y, a un tiempo, nos ofrece el resguardo de nuestras culturas ancestrales.

En efecto, las diferentes culturas pueden resguardarse en el mundo de las hipercomunicaciones. Aún más, necesitan ser preservadas y alentadas para no herir a las diferentes comunidades humanas en lo que tienen de más preciado: su lengua, su fe, su memoria, sus anhelos y reivindicaciones, sus muchos rasgos particulares y distintivos. Decía el Mahatma Gandhi: “No quiero mi casa amurallada por todos lados ni mis ventanas selladas. Yo quiero que las culturas de todo el mundo soplen sobre mi casa tan libremente como sea posible. Pero me niego a ser barrido por ninguna de ellas. Me niego a vivir en casa ajena como un intruso, un mendigo o un esclavo”. Y mientras decía esto levantaba banderas reivindicando derechos políticos. He aquí una fórmula que acerca e integra a los hombres sin resignar sus derechos. La mismidad de cada hombre y de cada pueblo en la argamasa bienhechora de una humanidad integrada y, por eso mismo, pacífica y justa.

Sin duda la interpenetración cultural en el mundo globalizado es imperiosa y, por eso, amenaza algunos rasgos de los grupos humanos particulares. Esto es innegable. Pero resistir este proceso en el presente es, por lo menos, un esfuerzo vano. Ciertas lenguas son habladas cada vez más fuera de su propio ámbito, extendiéndose su uso al mundo entero o a grandes regiones. El inglés y el ruso son clara muestra de esto. Ciertos hábitos de consumo exceden su mercado originario y ocupan los escaparates del mundo entero: bebidas, indumentarias de determinada hechura y marca, canciones de cierto género, las ves en Nueva York, Buenos Aires, Praga, Shangai y Abuja. Son los vientos culturales que soplan y llegan a todos los rincones, y resistirlos es exponerse al fracaso.

¿Cuál es, entonces, la respuesta? ¿Cómo hacer para asimilar el embate y no perder la propia identidad? Creo que la reacción saludable es la integración al medio social desde la propia identidad cultural. Creo que la respuesta no puede ser la del avestruz, que la realidad debe ser mirada y las soluciones deben ser acometidas con los recursos propios del presente y del lugar de los acontecimientos. Creo que un proceso de integración social desde la cultura propia es bienhechor para la sociedad anfitriona y para la hospedada. Finalmente creo que toda resistencia al proceso integrador generará dos fenómenos igualmente perniciosos: la malformación psicosocial del que resiste y un segmento hostil en la sociedad nativa.

Desde luego, en este punto no puede omitirse el tema del imperialismo cultural. Hablo del afán dominante que tienen los estados hegemónicos, que reaccionan de manera ambivalente. Por un lado procuran asimilar, deglutir, diluir en su medio –que no integrar- a ciertas comunidades que consideran deseables, mientras rechazan a otras cerrándoles las fronteras o secretándolas de alguna forma. Estas son prácticas discriminatorias que las comunidades armenias han padecido raras veces.

Otra forma de imperialismo cultural se produce cuando, sin mediar la voluntad política de la sociedad receptora, son tan hospitalarias sus gentes y sus leyes y es tan acogedor su medio que los inmigrantes se integran primero y luego fácilmente se dejan asimilar, perdiendo así su identidad originaria. Una o dos generaciones bastan para que los hijos de aquellos inmigrantes exhiban unos rasgos que en nada se diferencian de los locales. Este proceso de asimilación “blanda” lo vivieron no pocos armenios que se radicaron en países de Europa y Sudamérica. También en tierras norteamericanas a principios del siglo pasado. Y en mi opinión este es un fenómeno que merece ser mirado con particular atención.

Al examinar estas cosas he querido ser abarcativo, algunas veces deliberadamente impreciso. Porque quiero desbaratar la prédica intolerante que nos acompaña todavía, porque no quiero caer en la trampa de quien se enamora de su propio discurso, porque pretendo concitar el interés de quienes tienen vocación por estas cosas y cumplir con la enseñanza socrática de saberme y saberte ignorante. Y, a partir de ahí, inaugurar juntos el conocimiento.

Seguramente mi examen merece observaciones. Pero aspiro a que sea considerado en los ámbitos comunitarios porque de la respuesta que se dé a estos temas dependerá el curso de toda acción institucional. Un estudio interdisciplinario es del todo necesario para elucidar estas cosas, para que el esfuerzo que se hace sea salutífero, para que el aporte a los intereses argentinos y armenios sea efectivo, para no generar conflictos identitarios que sólo pueden contribuir a la infelicidad de las personas.

He mirado las cosas como un observador parcial, necesariamente parcial. Las he mirado como parte interesada, quizá también como protagonista. Y al mirarlas, hasta donde me fue posible he procurado eludir condicionamientos e intereses para invitar a la reflexión, quizá al debate, en beneficio de la comunidad en su conjunto. Quiero decir, en beneficio de la comunidad de argentinos y de armenios –y, si se quiere, también de argentinoarmenios- que compartimos estas costas atlánticas.


Versión francesa

Identité et intégration dans le monde global

Eduardo Dermardirossian

Il s’agit d’établir si l’insertion au sein d’un nouveau milieu social conspire contre l’identité des communautés venues d’autres latitudes. Si l’adaptation à la culture et aux intérêts des sociétés d’accueil fait perdre aux communautés émigrées leurs traits identitaires. Si de nouvelles pratiques peuvent effacer leurs spécificités. Une autre histoire, une autre langue, d’autres aspirations viennent se confronter à un bagage culturel qui, pour l’aborigène, sera dominant.

Dans des pays comme l’Argentine, qui accueillirent des flots de communautés nationales aux provenances multiples, l’examen de cette question est incontournable. Des Européens de toutes nations et des Asiatiques de différentes régions ont gagné ces terres à la recherche d’un destin meilleur ou en échappant à de multiples vicissitudes, s’imbriquant avec des communautés autochtones et créoles et confrontant leurs cultures. Certains groupes humains ont voulu et atteint une intégration rapide, pendant que d’autres se sont retranchés dans leurs coutumes afin de résister à la perte de leur identité. Parmi ces derniers figurent les Arméniens.

Dans quelle mesure les efforts qui ont abouti à l’intégration et ceux qui lui ont résisté ont été salutaires pour la société d’accueil et pour les groupes immigrés, constitue une question qu’il nous faudra élucider. Il nous faudra aussi examiner si le processus de mondialisation, qui se poursuit de manière irrésistible, tolère ce genre de processus. Et voir si l’identité et l’intégration sont, comme l’on croit, opposées. Tel est l’objet de ma réflexion du jour.

Je n’évoquerai pas les aspects psychologiques du sujet, et je n’ai pas non plus pour intention de comparer les cultures et les apprécier selon des critères qui conduisent toujours à de malsaines discriminations. J’exprimerai mon point de vue en essayant de me départir de conditionnements ataviques, mais en usant du privilège d’être un Argentin de première génération et, en même temps, premier rejeton arménien en terre d’émigration. Soixante années durant, j’ai traversé l’existence en tant qu’Arménien, parlant cette langue, pratiquant ces coutumes et nourrissant des rêves de Caucase ; et soixante années durant, j’ai parcouru la terre argentine, m’imprégnant de la culture locale et échafaudant des projets enracinés sur les rives du Rio de la Plata. D’être issu d’où je viens et de vivre là où je vis me donne suffisamment droit à réfléchir à ces questions. Et la situation de ceux qui lisent maintenant ces lignes n’est guère différente.

L’on conçoit aisément que ceux qui abandonnent leur terre natale, leur foyer et leurs biens, leurs voisins et leurs proches, leur horizon humain, ressentent le déracinement comme un malheur. Ceux qui partent éprouvent le fait que leur identité est en péril et c’est pourquoi ils se regroupent à leur arrivée en terre étrangère, afin de communiquer dans leur langue maternelle, célébrer leurs fêtes au son d’une musique qui les ramène au terroir. Et aussi pour pratiquer leur religion, hisser leur drapeau et revendiquer des droits qui leur sont communs. En se regroupant, ils ont l’impression de protéger leur identité menacée et, dès lors, développent leurs ressources défensives en repoussant la culture du nouveau milieu social. Ils se sentent étrangers, les produits d’une transplantation forcée qui, un jour, reviendra dans ses terres. Ils ignorent si ce sont eux ou leurs enfants qui opèreront ce retour, mais, quoi qu’il en soit, ils veulent être prêts au retour. Aussi préservent-ils leur culture et leurs aspirations dans le milieu culturel autre qui les entoure et qui cherche naturellement à les pénétrer. Ils encouragent un rêve qui deviendra réalité ou qui demeurera une chimère perpétuelle, ils ne savent ; mais ce rêve les protège. Voilà le message que transmit à demi-mot Sa Sainteté Karekine II lors de sa visite à Buenos Aires.

Ce processus fut-il salutaire pour la société d’accueil et pour les groupes immigrés ? Est-il salutaire qu’aujourd’hui, la deuxième et troisième génération des Argentins nés de familles arméniennes persistent dans un tel projet ? Peut-on justifier la défense de son identité, lorsqu’on réside dans un milieu culturel différent, lequel, cependant, ne se montre pas hostile et offre d’égales opportunités à ses nationaux et aux nouveaux venus ? Je me suis exprimé jusqu’ici sans distinguer entre identité nationale et identité culturelle. Or il importe d’opérer ce distinguo. Car si ce qu’il convient de préserver est l’identité nationale, nous parlons d’une nation qui se trouve sur le territoire d’une autre nation, différente. Et si, à l’inverse, il s’agit de préserver l’identité culturelle, nous parlons de deux cultures qui coexistent. La première a des aspects politiques et des implications juridiques, l’autre non ; l’une entraînera sans doute des conflits, l’autre pas nécessairement.

La défense exacerbée de l’identité nationale peut conduire au nationalisme, lequel, pour citer Albert Einstein, « est la maladie infantile de l’humanité ». Une façon de se regarder soi et les siens, qui exclut l’altérité, instaure le conflit et déchaîne la polémique.

Par delà ce que certains postulent, le sentiment d’identité nationale cède le pas à celui d’identité culturelle. Le trait identificateur des communautés humaines acquiert une dimension culturelle grandissante, du fait que les frontières politiques représentent une menace entre des sociétés dont la capacité de destruction réciproque ne cesse de croître. En outre, le marché global qu’impulsent les pays centraux vide de leur contenu les divisions politiques entre territoires et peuples. Et c’est dans ces conditions que se retrouvent les cultures particulières en tant que traits identitaires, lesquels peuvent encore longtemps perdurer. Perdurer en occupant des géographies différentes ou en partageant une même terre, perdurer en se nourrissant de ressources communes et jusqu’à détenir conjointement le pouvoir. Les identités nationales différentes ne tolèrent pas cette aventure humaine, les cultures plurielles oui. L’histoire nous en parle.

De fait, le nationalisme est la maladie infantile de l’humanité. L’homme est si prompt à acquérir une maturité morale qu’il ne verra pas de grandes différences autres que culturelles. Des différences, et non des distances. Car ce qui est différent peut être intégré, peut faire partie d’un seul ciment social. Car les cultures différentes, lorsqu’elles occupent un même espace, proposent ordinairement aux sociétés ce gage de paix qu’il reste à sauver parmi les décombres du nationalisme et des guerres: le métissage.

Je crois que l’histoire remplacera la carte politique du monde par une carte culturelle. Je crois que, ce faisant, cette humanité tourmentée remontera la pente. Je crois que l’économie consumériste de l’Occident, qui pour l’heure marque le rythme des sociétés de l’Orient, s’acheminera vers cet autre genre de consommation, celle culturelle, dont les sources ne se tarissent jamais, qui ne pollue pas, qu’il est difficile de s’accaparer et qui peut atteindre tous les hommes et tous les peuples. S’il est plausible de penser que l’avenir nous réserve une société politique unique, une humanité dépourvue de différences culturelles est néanmoins impensable.

Je crois que la carte culturelle du monde qui arrive, se dessine en même temps. Le développement inéluctable des communications, les formidables bases de données qu’il était jadis impossible de systématiser, les promesses de l’ingénierie biologique, la télétransportation en plein essor (une expérience récente promet d’abolir l’espace et de rendre au temps sa catégorie unidimensionnelle), le remplacement de la main d’œuvre pour la production de biens en tous genres, des plus rudimentaires aux plus sophistiqués, sont en train de dessiner un mode de vie différent pour les humains. Or le mode de vie est de la culture. Une culture qui sera inclusive par définition.

Un monde de ce type nous guette déjà, s’il ne nous a pas déjà dépassés. Deux générations en arrière, en l’espace d’une dizaine d’années seulement, tout cela était impensable. Voilà pourquoi ceux qui gagnèrent les terres d’Amérique jusqu’au milieu du siècle passé ont tenté de protéger leur identité nationale en s’isolant, en se prémunissant contre une société qui se proposait de les assimiler. Aujourd’hui, le monde nous impose l’intégration et, en même temps, nous offre la défense de nos cultures ancestrales.

Le Mahatma Gandhi disait : «Je ne demande pas que ma maison soit fortifiée de tous côtés, ni que mes fenêtres soient scellées. Je demande que les cultures du monde entier soufflent sur ma maison aussi librement que possible. Mais je me refuse à être balayé par l’une d’elles. Je me refuse à vivre dans une maison étrangère comme un intrus, un mendiant ou un esclave.» Il y a ici une formule qui rapproche et intègre les humains sans renoncer à leurs droits. La similitude de chaque homme et de chaque peuple dans le ciment bienfaisant d’une humanité intégrée et, par là même, pacifique et juste.

Sans doute, l’interpénétration culturelle au sein d’un monde globalisé est-elle impérative et c’est pourquoi elle menace certains traits de groupes humains particuliers. Cela est indéniable. Or résister à ce processus est, pour le moins, un effort vain. Certaines langues sont de plus en plus parlées en dehors de leur environnement premier, élargissant leur usage au monde entier ou à de vastes régions. L’anglais et le russe en sont un bon exemple. Certaines habitudes de consommation dépassent leur marché d’origine et occupent les vitrines du monde entier.

Quelle est donc la réponse ? Comment faire pour assimiler cet assaut et ne pas perdre son identité ? Je crois que la réaction salutaire est l’intégration au milieu social à partir de sa propre identité culturelle. Je crois que la réponse ne peut être celle de l’autruche, que la réalité doit être regardée en face et les solutions trouvées à l’aide des ressources du présent et du lieu où se passent les événements. Je crois qu’un processus d’intégration sociale à partir de sa propre culture est bienfaisant, tant pour la société hôte que pour celle qui est accueillie. Enfin, je crois que toute résistance au processus intégrateur engendrera deux phénomènes également pernicieux : la déformation psychosociale de celui qui résiste et une fraction hostile dans la société autochtone.

Evidemment, au point où nous en sommes, impossible de passer sous silence le thème de l’impérialisme culturel. Je parle du désir dominant qu’ont les Etats hégémoniques, qui réagissent d’une manière ambivalente. D’un côté ils tentent d’assimiler, de digérer, de diluer en leur sein – sinon intégrer – certaines communautés qu’ils considèrent comme souhaitables, tandis qu’ils en refusent d’autres, leur fermant les frontières ou en suscitant sous une autre forme. Autant de pratiques discriminatoires que les communautés arméniennes ont parfois subi.

Un autre genre d’impérialisme culturel se produit, lorsque, sans qu’intervienne la volonté politique de la société d’accueil, ses habitants et ses lois sont si hospitalières et son milieu si accueillant que les immigrés s’intègrent d’emblée et se laissent facilement assimiler, perdant ainsi leur identité d’origine. Une ou deux générations suffisent pour que les enfants de ces immigrés affichent des caractéristiques qui ne les distinguent en rien des autochtones. Processus d’assimilation « douce », qu’ont vécu nombre d’Arméniens établis dans les pays d’Europe et d’Amérique.

En examinant ces choses, j’ai cherché à demeurer exhaustif, et parfois délibérément imprécis. Car je cherche à déjouer le prêche intolérant qui nous accompagne encore, je ne veux pas tomber dans le piège de ceux qui s’amourachent de leur propre discours, j’essaie d’attirer l’attention de ceux qui s’intéressent à ces choses et faire honneur à l’enseignement socratique consistant à me savoir et te savoir ignorant. Et, de là, parvenir tous deux à la connaissance.

J’ai observé tout cela en tant qu’observateur partial, nécessairement partial. Je les ai observées en tant que partie intéressée, peut-être aussi comme protagoniste. Et en les observant, j’ai tenté, autant que possible, d’éviter conditionnements et intérêts particuliers pour inviter à la réflexion au profit de la communauté tout entière. Je veux dire, au profit de la communauté des Argentins et des Arméniens – et, si l’on veut, aussi des Argentino-arméniens -, nous qui partageons ces rives atlantiques.

Traduction : © Georges Festa
Armenian Trends - Mes Arménies 13.11.2010

Sobre los partidos políticos armenios,los de antes y los que nacieron a partir de 1991

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Los hombres tienen biografía, los pueblos, historia. Unos y otros nacen y mueren, son prisioneros del tiempo. Y ambos ocultan sus pudores: los hombres debajo de sus ropas, los pueblos debajo de sus culturas.

Con estas premisas se puede construir un sistema de justificaciones que sea amable con los hombres, que no sea severo con los pueblos, con las naciones y aún con los grupos de interés que se encaraman en la cresta del poder. Pero también se puede amonestar a quienes, enemistados con la realidad, quieren perdurar sin comprender que la historia, demoledora de vejestorios y constructora de nuevas realidades, les ha asignado otro lugar.

En estas columnas depongo mi pertenencia partidaria para ocuparme de los partidos políticos armenios, de los de antes y de los que nacieron después de 1991. Me pregunto cuál es el cometido de unos y de otros en una república que acaba de restaurar su independencia política, qué es lo que los diferencia a unos de otros. El Partido Demócrata Liberal (Ramgavar, que se reivindica como sucesor del viejo Armenagan, 1885), el Partido Social Demócrata (Henchaguian, 1887) y la Federación Revolucionaria Armenia (Tashnagtsutiun, 1890), vinieron a la historia en circunstancias bien diferentes a las de ahora. Tras la sovietización emigraron en las cuatro direcciones y durante siete décadas tributaron su esfuerzo y sus ideales para la construcción de las comunidades extraterritoriales. A diferencia de ellos, el comunismo armenio, que también viene de aquel tiempo, se instaló en la República Soviética como partido único y su desempeño estuvo signado por esa circunstancia. Por eso estas anotaciones lo excluyen, porque otra es la vocación de ese partido, universalista por definición.

Los partidos jóvenes, por su parte, tienen la temperatura social de esta época, alientan una fuerte vocación de poder, son hijos del presente armenio y por eso cabalgan sobre realidades que ellos mismos ayudaron a construir. Y si bien no tienen historia todavía, sus proyectos sí la tienen.
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El poder como vocación
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No puedo entender la actividad político-partidaria sino como la vocación de acceder al poder para actuar sobre la realidad. Actuar para conservar esa realidad o para cambiarla, actuar desde una particular visión del mundo y de la vida o desde un interés sectorial, pero siempre desde adentro de la sociedad, como parte de ella. En este sentido, me pregunto si los partidos nacidos para responder a otras condiciones históricas aún conservan el tono muscular para actuar dentro del territorio de Armenia. Me pregunto si más de setenta años de extrañamiento y de lejanía forzosa del poder no transformaron a esos partidos en otra clase de organizaciones políticas, aptas para desenvolverse en extramuros y con capacidad para impulsar desde afuera algunas demandas de los armenios, de manera de alentar el reconocimiento internacional de sus derechos. Porque en esto han demostrado ser eficaces.

Los asuntos armenios se dirimen dentro de la República de Armenia, lo sabemos. Y también sabemos que las colonias organizadas pueden aportar lo suyo en lo tocante al reconocimiento del genocidio por parte de terceros estados y en la ayuda que Armenia y Karabagh necesitan para sortear algunas carencias. Establecer esta distinción es importante para no arrogarnos funciones que nos son ajenas y para no declinar responsabilidades que nos son propias. Los partidos que pujan en las luchas políticas de Armenia tienen unas funciones, los que actúan en las comunidades tienen otras funciones diferentes; los primeros legítimamente quieren gobernar, los otros deben encontrar nuevas formas de acción que les permitan reivindicar los derechos y los intereses de su pueblo desde estas lejanías.

Las dos terceras partes de los armenios viven fuera del territorio nacional, regidos por unas leyes y participando de unas condiciones que no son el producto de su cultura; y las instituciones que trajeron en sus alforjas o que crearon en cada lugar sirven para mediatizar lo propio con lo ajeno, para construir puentes que hagan amable el cruce de culturas. Por eso, los partidos que nacieron en los tiempos prerrepublicanos, antes que aspirar al ejercicio del poder en un Estado donde han estado ausentes durante siete décadas, deben aplicarse a administrar este segmento, el más numeroso de la armenidad. Así como antes junto a la Iglesia Apostólica construyeron un andamiaje institucional que todavía pervive en tantos lugares del mundo, ahora deben remozar esas instituciones adaptándolas a las necesidades de este tiempo, y deben aceitar sus mecanismos para que sirvan a sus miembros y a las necesidades de las dos repúblicas, Armenia y Karabagh.

Mi generación recuerda con nitidez las luchas domésticas que se batían lejos del terruño. Recuerda el fervor con que cada quien defendía sus postulaciones y su pertenencia ideológica; esos eran motores que movían la maquinaria social. Ciertamente se cometieron excesos en ese sentido, pero aquella pasión hoy sosegada no hacía sino mostrar la pujanza de unos partidos que aún no se habían adaptado a su nueva condición trashumante.

Los partidos centenarios nacieron para responder a las demandas de aquel tiempo. Los partidos nuevos vienen para responder a las necesidades de la transición política, social y económica en un Estado que tiene sólidas estructuras institucionales y que aspira a construir un sistema de alianzas estratégicas que lo torne viable en su región y en el mundo. Aquellos, protagonistas de un pasado que todavía proyecta su sombra desde la otra orilla del Arax; éstos, ciudadanos de un Estado bloqueado y con fronteras apenas menos calientes que las del Oriente Medio.

No puedo no pensar

Hablo de estas cosas cuidándome de no lastimar sentimientos ni controvertir opiniones políticas. Intento contribuir al clima de acercamiento que se advierte en los últimos tiempos. Recorro la realidad y digo qué cosas encuentro a cada paso, qué paisajes se ofrecen a mis ojos. Y al hacerlo no puedo no pensar, no puedo no decir mi parecer si en él te involucro, si mis opiniones pueden escocer tu piel. Por lo demás, creo que conviene decir estas cosas para que la comunión (del latín communio, participación en lo que es de todos) sea posible.

Los partidos políticos de fines del siglo XIX discurrieron por dos grandes períodos en la historia de los armenios. Uno, desde su nacimiento hasta la sovietización. La lucha armada, el genocidio, la creación del Estado y otras contingencias jalonaron aquel tiempo que, además, vio encenderse y apagarse la Primera Guerra Mundial. El otro gran período fue el de su emigración y exclusión del escenario político. En este período se produjo la transformación de aquellos partidos, que ya no tuvieron (no pudieron tener) vocación de poder. Vocación de poder, esa sustancia nutricia sin la cual languidece y muere cualquier partido político.

Pero los viejos partidos no se resignaron a morir y batieron sus lides en la extranjería. Progresivamente se transformaron en patronos de los exiliados y levantaron iglesias, edificaron escuelas, constituyeron entidades benéficas, deportivas y de otras clases. No depusieron sus ideales ni arriaron sus banderas, y perforando la ajenidad que los rodeaba exhibieron una motilidad y una capacidad de persuasión que ni los mismos estados, con todo su aparato diplomático y propagandístico, pueden alcanzar sino pagando los consabidos costos.

¿Qué haría Armenia sin sus colonias?

La pregunta es pertinente. Armenia es un país vulnerable. Al colapso de la Unión Soviética y su deriva por el Cáucaso, al conflicto todavía irresuelto de Karabagh y al bloqueo, se suma la presencia de grupos de sospechosa legalidad que usufructúan el crecimiento económico (quiera el lector tolerar el circunloquio) en perjuicio de los sectores menos favorecidos. Las dificultades para llegar a Rusia con sus productos y el contrabando creciente hacen de Armenia un país que necesita estabilizarse y sostener con algún vigor sus demandas. Por eso son importantes las comunidades establecidas aquí y acullá, porque con su número triplican la cantidad de armenios en el mundo, porque con el alto grado de penetración que han alcanzado pueden pesar en los foros mundiales, porque su capacidad económica puede allegar recursos a un país que los necesita.

¿Qué haría Armenia sin sus colonias? ¿Qué harían las colonias armenias sin sus partidos políticos? En unas colonias que exceden con mucho la población total de Armenia estos partidos tienen importantes funciones que cumplir. Y para hacerlo deben coordinar su trabajo y sus relaciones para atender sin distracciones las necesidades comunitarias: hablo de interactuar en el terreno cultural, de adecuar las instituciones para que puedan integrarse desde la diversidad, de prestar asistencia sociosolidaria y de conjurar definitivamente el déficit que producen nuestros establecimientos educativos. Y hablo de armonizar los trabajos que tiendan al reconocimiento internacional del genocidio sin caer en primerismos inconducentes.

Creo que si los partidos políticos de la diáspora se miran en el espejo de su propia historia no tardarán en comprender que aquí, en las comunidades, hay ingentes necesidades que quieren ser satisfechas. Y también creo que si no han sido en vano sus afanes y sus desvelos durante el siglo que quedó atrás, entonces sabrán que ellos también han cambiado al compás de los tiempos para responder a las nuevas necesidades de los armenios.




Versión francesa

Des partis politiques arméniens, ceux d’autrefois et ceux nés depuis 1991

Eduardo Dermardirossian

Aux hommes, la biographie ; aux peuples, l’histoire. Les uns et les autres naissent et meurent, prisonniers du temps. Et chacun de dissimuler ses pudeurs. Les hommes sous leurs vêtements, les peuples sous leurs cultures.

Avec de telles prémisses il est possible d’échafauder un système de justifications qui soit aimable envers les hommes, indulgent envers les peuples, les nations et même avec les groupes d’intérêts occupant la crête du pouvoir. Or, il est aussi possible de s’en prendre à ceux qui, ennemis de la réalité, cherchent à perdurer sans comprendre que l’histoire, démolisseuse de vieilles badernes et bâtisseuse de réalités nouvelles, leur a assigné une autre place.

Oublions ici notre appartenance partisane pour nous occuper des partis politiques arméniens, de ceux de jadis et de ceux nés depuis 1991. Je me demande quelle est la mission des uns et des autres au sein d’une république qui achève de rétablir son indépendance politique, ce qui les différencie les uns des autres. Le Parti Démocrate Libéral (Ramgavar, qui se revendique comme le successeur de l’ancien parti Armenagan, 1885), le Parti Social Démocrate (Hentchak, 1887) et la Fédération Révolutionnaire Arménienne (Dachnak, 1890) entrèrent dans l’histoire dans des circonstances bien différentes de celles que nous connaissons. Suite à la soviétisation, ils émigrèrent aux quatre coins du monde et, durant près de soixante ans, consacrèrent leurs efforts et leurs idéaux à la construction des communautés expatriées. Contrairement à eux, le communisme arménien, lui aussi issu de cette époque, s’installa dans la république soviétique en tant que parti unique et son activité fut conditionnée par ces circonstances. Voilà pourquoi ces quelques remarques l’excluent, la vocation de ce parti, universaliste par définition, étant tout autre.

Les partis récents, de leur côté, prennent la température sociale de cette époque, dotés d’une forte aspiration au pouvoir. Ils sont les fils du présent arménien et, de ce fait, caracolent sur des réalités qu’eux-mêmes contribuent à construire. Et même s’ils ne font pas encore l’histoire, leurs projets, eux, la font.

Le pouvoir comme vocation

Je ne puis comprendre l’activité politique et partisane, sinon comme une vocation d’accéder au pouvoir, afin d’agir sur la réalité. Agir pour conserver cette réalité ou pour la changer, agir à partir d’une vision particulière du monde et de la vie ou en fonction d’un intérêt sectoriel, mais toujours au sein de la société, comme faisant partie de celle-ci. A cet égard, je me demande si les partis nés pour répondre à d’autres situations historiques possèdent encore l’énergie suffisante pour agir à l’intérieur du territoire de l’Arménie. Je me demande si plus de soixante-dix ans d’exil et d’éloignement forcés du pouvoir n’ont pas fait de ces partis un autre type d’organisations politiques, capables de se tirer d’affaire à l’étranger et en mesure d’impulser du dehors certaines demandes des Arméniens, de manière à encourager la reconnaissance internationale de leurs droits. Car, en la matière, ils ont fait la preuve de leur efficacité.

Les affaires arméniennes se dirigent à l’intérieur de la république d’Arménie, comme chacun sait. Et chacun sait aussi que les communautés expatriées organisées peuvent apporter leur contribution dans tout ce qui touche à la reconnaissance du génocide de la part d’Etats tiers et à l’aide dont l’Arménie et le Karabagh ont besoin pour parer à certaines carences. Etablir cette distinction est important pour ne pas nous arroger des fonctions qui nous sont étrangères et pour ne pas décliner des responsabilités qui nous appartiennent. Les partis qui se mesurent sur la scène politique en Arménie ont leurs fonctions, ceux qui agissent au sein des communautés expatriées en ont d’autres, différentes. Les premiers cherchent légitimement à gouverner, les autres doivent trouver de nouvelles formes d’action leur permettant de revendiquer les droits et les intérêts de leur compatriotes, compte tenu de cet éloignement.

Les deux tiers des Arméniens vivent hors du territoire national, régis par des lois et intégrés à des situations qui ne sont pas le produit de leur culture ; et les institutions qui apportèrent ce qu’elles avaient ou qui sont apparues ici et là servent à médiatiser ce qui leur est propre avec ce qui leur est étranger, à lancer les ponts facilitant le choc des cultures. Voilà pourquoi les partis qui naquirent à une époque pré-républicaine, plutôt que d’aspirer à exercer le pouvoir dans un Etat dont ils ont été absents durant six décennies, doivent s’employer à administrer ce segment, le plus conséquent en nombre, de l’arménité. Ainsi, comme jadis, lorsqu’ils bâtirent avec l’Eglise Apostolique un échafaudage institutionnel qui perdure aujourd’hui en tant de lieux à travers le monde, ils doivent aujourd’hui rajeunir ces mêmes institutions en les adaptant aux nécessités de cette époque et en huiler les rouages, afin qu’elles profitent à leurs adhérents et aux nécessités des deux républiques, l’Arménie et le Karabagh.

Ma génération se souvient fort bien des luttes internes qui se donnaient libre cours, loin de notre pays natal. Elle se souvient de la ferveur avec laquelle chacun défendait ses positions et son appartenance idéologique ; des moteurs qui faisaient évoluer la machinerie sociale. Des excès furent sûrement commis à cet égard, mais ces passions aujourd’hui apaisées ne faisaient que montrer la vigueur de partis, qui ne se sont pas encore adaptés à leur nouvelle situation nomade.

Les partis centenaires naquirent pour répondre aux demandes de leur époque. Les partis nouveaux surgissent afin de répondre aux nécessités de la transition politique, sociale et économique dans le cadre d’un Etat doté de solides structures institutionnelles et qui aspire à bâtir un système d’alliances stratégiques qui le rendent viable dans sa région et dans le monde. Les uns, protagonistes d’un passé qui continue de projeter son ombre depuis l’autre rive de l’Arax ; les autres, citoyens d’un Etat subissant un blocus et aux frontières à peine moins sensibles que celles du Moyen-Orient.

Impossible de ne pas penser

J’évoque ces choses en prenant soin de ne pas blesser quelque sentiment, ni porter atteinte à quelque opinion politique que ce soit. J’entends contribuer au climat de rapprochement qui s’est manifesté ces derniers temps. Je parcours la réalité et je parle de ce que je rencontre à chaque pas, des horizons qui se présentent à mes yeux. Et ce faisant, impossible de ne pas penser, de ne pas exprimer mon sentiment, si, grâce à lui, je puis t’intégrer ou si mes opinions peuvent te blesser. Pour le reste, je crois qu’il faut dire ces choses pour que la communion (du latin communio, participation à ce qui appartient à tous) soit possible.

Les partis politiques de la fin du 19ème siècle connurent deux grandes périodes dans l’histoire des Arméniens. La première, de sa naissance jusqu’à la soviétisation. La lutte armée, le génocide, la création de l’Etat et autres contingences ont jalonné cette époque qui, en outre, vit s’embraser et s’éteindre la Première Guerre mondiale. L’autre grande période fut celle de leur émigration et de leur exclusion de la scène politique. Au cours de cette période, se produisit la transformation de ces partis, qui n’avaient plus (ne pouvaient plus avoir) vocation au pouvoir. Vocation au pouvoir, cette substance nourricière sans laquelle tout parti politique languit et meurt.

Or, les anciens partis ne se résignèrent pas à mourir et poursuivirent leurs combats à l’étranger. Se transformant progressivement en porte-drapeaux des exilés, bâtissant des églises, édifiant des écoles, organisant des associations de bienfaisance, sportives et autres. Sans renoncer à leurs idéaux, ni baisser pavillon, et rompant l’altérité qui les entourait, ils firent montre d’une mobilité et d’une capacité de convaincre que ces mêmes Etats, avec tout leur appareil diplomatique et de propagande, ne pouvaient atteindre sans payer le prix que l’on sait.

Que ferait l’Arménie sans ses colonies?

Question pertinente. L’Arménie est un pays vulnérable. A l’effondrement de l’Union Soviétique et à sa dérive dans le Caucase, au conflit encore en suspens du Karabagh et au blocus, s’ajoute la présence de groupes à la légalité douteuse, qui profitent de la croissance économique (que mon lecteur pardonne cette circonlocution) au préjudice de secteurs moins favorisés. Les difficultés pour atteindre la Russie avec ses productions et la contrebande grandissante font de l’Arménie un pays qui a besoin de se stabiliser et de soutenir avec vigueur ses demandes. D’où l’importance des communautés établies ici et là, car, du fait de leur nombre elles triplent la quantité d’Arménie à travers le monde, du fait du haut niveau de pénétration qu’elles ont atteint elles peuvent peser sur les forums mondiaux, et du fait de leur potentiel économique elles peuvent rassembler des ressources pour un pays qui en a besoin.

Que ferait l’Arménie sans ses colonies ? Que feraient les colonies arméniennes sans leurs partis politiques ? Dans les colonies qui excèdent de beaucoup la population totale de l’Arménie, ces partis remplissent des fonctions importantes. Et pour ce faire, ils doivent coordonner leur activité et leurs relations, afin de répondre sans délai aux nécessités de la communauté : autrement dit, interagir sur le terrain culturel, adapter les institutions pour qu’elles puissent s’intégrer à la diversité, apporter une aide socio-solidaire et conjurer définitivement le déficit que créent nos établissements d’enseignement. Autrement dit, harmoniser les actions concernant la reconnaissance internationale du génocide, sans tomber dans de vains errements.

Je crois que si les partis politiques de la diaspora se regardaient dans le miroir de leur propre histoire, ils ne tarderaient pas à comprendre qu’ici, dans les communautés, il existe des besoins énormes qui demandent à être satisfaits. Et je crois aussi que, s’ils n’ont pas déployé en vain leurs actions et leur dévouement durant le siècle qui nous a précédé, ils réaliseront dès lors qu’eux aussi ont changé la donne pour répondre aux nécessités nouvelles des Arméniens.

Traduction : © Georges Festa
Armenian Trends - Mes Arménies 10.11.2010

El genocidio y su residuo. Dolor y demanda

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Mi generación es hija del genocidio. Heredera de las venturas y desventuras de aquellos inmigrantes desarropados que desembarcaron en las costas del Río de la Plata con sus valijas vacías de dineros y sus memorias repletas de fantasmas, mi generación, primer criollaje argentinoarmenio, es el producto venturoso de aquellos paisanos desventurados. Centauros que todavía debatimos nuestra identidad entre aquello de allá y esto de acá.

Pronto se cumplirá un siglo del genocidio de nuestros abuelos y trasabuelos. Y seguiremos preguntándonos si debemos vivir ese hecho como una tragedia o conviene afrontarlo sin su residuo psicológico de dolor, como una serie de acontecimientos no saldados que merecen el reconocimiento y la reparación por parte del perpetrador.

Porque las consecuencias son bien diferentes. En el primer caso será un luto que dura, atraviesa generaciones y deja huellas psicológicas difíciles de sanar. En el segundo caso es un derecho que tiene origen en un crimen de lesa humanidad que todavía no ha sido reconocido por el Estado responsable, ni juzgado por la comunidad internacional organizada.

Discurrir sobre esa diferencia y sus consecuencias es el propósito de esta nota.

La memoria y la memoria

La memoria está construida con dos componentes. Uno estructural y pretendidamente objetivo, es el recuerdo de los hechos ocurridos, de las causas que los determinaron y de sus consecuencias probables. El otro es superestructural y está contaminado de subjetividad, es la carga emocional o psicológica que esos mismos hechos traen consigo y que se transmite a las generaciones siguientes. El primer componente le da oficio y quehacer a los historiadores, el segundo alimenta la caldera de los enconos y exalta el fervor patriotero. Uno acude a la ciencia, el otro al ardor y, a veces, a las armas.

Conviene detenernos en este punto para analizar una y otra cara de la memoria, revisar nuestras conductas individuales y colectivas para sopesarlas y determinar qué clase de memoria es la que nos domina cuando nos ocupamos del genocidio. Creo que revisar nuestra conducta y nuestros proyectos en este aspecto puede favorecer los propósitos últimos de los armenios.

Quede, entonces, de lado lo que con alguna impudicia se denomina carrera política, el afán de escalar posiciones en las estructuras de los partidos y de los gobiernos. Quede de lado el sentido hedonista del poder o su propósito utilitario, que con frecuencia se nutre de la carga emocional de la historia reciente para conquistar áreas de influencia. Si miramos con realismo aquellas de nuestras demandas que tienen origen en el genocidio, veremos que soportan una carga de dolor y de rabia que, en mi opinión, no conviene a nuestra demanda de justicia y reparación.

Sé que al decir estas cosas me expongo a las críticas de los más sensibles, al reproche de quienes tienen sobradas razones para condolerse por la muerte y el destierro injusto de las víctimas de 1915-1923. Los más fervorosos defensores de los derechos humanos podrán acusarme de deponer las banderas éticas en aras del pragmatismo político. A ellos les digo que los tiempos de la venganza, como recurso último cuando hay denegación de justicia, ya han corrido y que esas cuentas fueron saldadas en los años veinte por Soghomon Tehlirian, Archavir Shiragian, Misak Torlakian, Aram Yerganian y otros. Les digo que ahora es tiempo de demanda contra un Estado para que reconozca la verdad histórica, ofrezca reparar el daño y garantice la seguridad y el libre tránsito de personas, mercancías y servicios a través de las fronteras. Complejidades y sutilezas de las relaciones interestatales que no deben contaminarse con emociones para que alguna solución sea viable. En este sentido, el siglo XX puede aleccionarnos a los armenios y a los turcos.

Los hijos del genocidio

Lo dije: todos somos hijos del genocidio. Conservamos en nuestras memorias armenias la tragedia de las deportaciones, de los tormentos, de las mil vejaciones y de las muertes de nuestros predecesores. Esos hechos han dejado en nosotros un residuo que amasó el barro de nuestra hechura y que vuelve para restaurar su memoria. Si ese residuo es psicológico y, entonces, alimenta el dolor y abre la herida, entonces el genocidio continúa y va erosionando nuestra personalidad, va abriendo caminos de infelicidad y nos va encerrando en la trampa del dolor. Rumiantes sociedades que porfían en declamar su destino trágico.

Pero si comprendemos el sentido de la historia, que es tiempo ido con su trama de hechos y su urdimbre de voluntades, unas cumplidas y otras frustradas, si vemos con claridad que el presente es el lugar donde concurren las pulsiones del pasado y los anhelos del porvenir, entonces seremos capaces de mirar la realidad con ojos políticos y decir qué conductas conviene adoptar para que el Estado perpetrador reconozca el genocidio, repare sus consecuencias, abra sus fronteras y garantice que no interferirá en los asuntos domésticos de las repúblicas de Armenia y de Karabagh.

Creo que para alcanzar este propósito conviene reemplazar la visión psicologista del genocidio por una visión predominantemente política. Un cambio de esta clase no importa el olvido. Al contrario, un cambio de esta clase supone sostener la demanda sobre el recuerdo de los hechos ocurridos y la estimación del daño ocasionado.

Este realismo político no suele amistar con la exaltación del ánimo. Es costumbre de los abogados no actuar por sí en causa propia. Ellos confían la defensa de sus intereses personales a otros abogados, quizá menos diestros que ellos mismos, pero, en cualquier caso, ajenos a la carga emotiva del litigio. Al decir esto recuerdo un pasaje del filme El Padrino II, de Francis Ford Cóppola, donde el protagonista le aconseja a uno de sus secuaces que nunca odie a su enemigo porque el odio nubla la inteligencia.

En síntesis, la carga emocional que conlleva el recuerdo del genocidio, si bien es comprensible, impide tomar decisiones realistas que conduzcan a la reparación del daño, al resguardo de las dos repúblicas armenias y a evitar que en lo sucesivo se perpetren violaciones a los Derechos Humanos en otros lugares del mundo. Porque, en efecto, el odio, además de nublar la inteligencia, se enrolla sobre sí mismo y fondea en el dolor y la muerte.

Nuestra prédica, nuestros intereses


Cuando leo la prensa armenia, cuando escucho los discursos de nuestros sabedores y veo las acciones de difusión y propaganda que se hacen desde las instituciones comunitarias, compruebo que el esfuerzo para reivindicar los derechos armenios es parejo al que se hace para denunciar las faltas domésticas de Turquía y las arbitrariedades de su sistema político y judicial. Yo disiento con tal proceder.

Creo que una autocrítica puede ilustrar mi pensamiento. Apenas había abandonado la adolescencia cuando me propuse aleccionar a un niño de muy corta edad. Lo sentaba a mi lado y le contaba historias que querían nutrir sus sentimientos armenios. Y esas historias, algunas de las cuales todavía guardo en mi memoria y otras me las recuerda ese niño hoy adulto, eran ficciones que más se empeñaban en denostar a los turcos que en enaltecer a los armenios. Era la forma que yo había elegido para metabolizar el dolor y la rabia, era el residuo psicológico del genocidio que había heredado y que le transmitía a la generación siguiente. Hoy conozco mi error y lamento haberle enseñado a aquel niño a odiar antes que a amar.

Amar lo armenio, amar la lengua y la cultura que nuestros viejos trajeron en su memoria trashumante y reivindicar los derechos de los armenios es saludable para construir esta identidad mestiza que la historia ha querido darnos; odiar y denostar, en cambio, no sólo es nocivo para transitar la vida, sino que entorpece el trabajo político, retarda los acuerdos que hoy precisa alcanzar Armenia para ser una república viable y entorpece el esfuerzo tendiente al reconocimiento del crimen de genocidio por parte de la comunidad internacional y del Estado turco.

Mi confesión

Estas cosas vienen de mi razón y de lo que la historia me ha enseñado, vienen de ideas que quieren ser realistas. Estas cosas no habitan en mi corazón sino en mi mente. Mi corazón tiene otros habitantes, más bien parecidos a los serafines y a los demonios, en constante pugna. Así entonces, confieso que mi razón ha debido vencer a mis sentimientos para decir estas cosas, para sopesar y elegir entre el desahogo que pide mi espíritu y el equilibrio que conviene al interés nacional. Por eso, puedo comprender a quienes reaccionan de otro modo frente al mismo tema.

Pero también habrá que comprender que los asuntos políticos, sobre todo cuando deben dirimirse en el escenario internacional, conviene mirarlos sin pasiones y con un sentido de la realidad del que a veces carecemos los hombres.




Versión francesa

Le génocide et son résidu. Souffrance et demande

Eduardo Dermardirossian

Ma génération est fille du génocide. Héritière des aventures et vicissitudes de ces immigrés en haillons qui débarquèrent sur les rives du Río de la Plata avec leurs valises, sans le sou, et leurs souvenirs peuplés de fantômes; ma génération, premier métissage argentino-arménien, est le produit hasardeux de ces malheureux paysans. Centaures dont nous étudions encore l'identité, entre ceux d'ici et ceux de là-bas.

Bientôt s'achèvera le siècle du génocide de nos aïeuls et trisaïeuls. Et nous emboîterons le pas, en nous demandant si nous devons vivre ce fait comme une tragédie ou s'il vaut mieux l'affronter jusqu'à son résidu psychologique de souffrance, comme une série d'événements non réglés qui méritent reconnaissance et réparation de la part du responsable.

Car les conséquences sont très différentes. Dans le premier cas, ce sera un deuil qui s'éternise, traverse les générations et laisse des séquelles psychologiques auxquelles il est difficile de remédier. Dans le deuxième cas, il s'agit d'un droit qui tire son origine d'un crime contre l'humanité, non encore reconnu par l'Etat responsable, ni jugé par la communauté internationale organisée.

Cet article se propose d'étudier cette distinction et ses conséquences.

Mémoire et mémoire

La mémoire se construit à partir de deux composantes. L'une, structurelle et prétendument objective, est le souvenir des faits advenus, des causes qui les ont provoqués et de leurs conséquences probables. L'autre est de l'ordre des superstructures et est contaminée par la subjectivité; il s'agit de la charge émotionnelle ou psychologique que ces mêmes faits apportent avec eux et qui se transmettent aux générations suivantes. La première composante est l'affaire des historiens, la seconde alimente le chaudron de nos rancunes et exalte la ferveur patriotique. L'une obéit à la science, l'autre à la passion et parfois aux armes.

Arrêtons-nous ici un instant pour analyser tel et tel aspect de la mémoire, revoir nos comportements individuels et collectifs pour les peser et déterminer quel type de mémoire domine en nous, lorsque nous nous occupons du génocide. Revoir notre comportement et nos projets à cet égard peut, à mon avis, favoriser les intentions dernières des Arméniens.

Classons à part ce que l'on nomme, non sans impudeur, une carrière politique, l'ardent désir de gravir les positions au sein des structures des partis et des gouvernements. Mettons de côté le sens hédoniste du pouvoir ou son propos utilitaire, qui se nourrit de la charge émotionnelle de l'histoire récente afin de conquérir des zones d'influence. Si nous examinons avec réalisme celles de nos demandes qui tirent leur origine du génocide, nous verrons qu'elles supportent une charge de souffrance et de colère qui, selon moi, ne conviennent pas à notre demande de justice et de réparation.

Je sais qu'en disant de telles choses je m'expose aux critiques des plus sensibles, à la réprobation de ceux qui ont des raisons de se plaindre de la mort et de l'exil injuste des victimes de 1915-1923. Les défenseurs les plus fervents des droits de l'homme auront beau jeu de m'accuser de déposer la bannière de la morale au nom du pragmatisme politique. Je leur réponds que les temps de la vengeance, comme recours ultime lorsque la justice se voit niée, sont passés et que ces comptes furent réglés dans les années 1920 par Soghomon Tehlirian, Archavir Shiragian, Missak Torlakian, Aram Yerganian et d'autres. Je leur dis qu'il est temps maintenant d'exprimer des demandes contre un Etat afin qu'il reconnaisse la vérité historique, propose de réparer le dommage commis et garantisse la sécurité et la libre circulation des personnes, des marchandises et des services à travers les frontières.

Complexités et subtilités des relations internationales qui ne doivent pas être contaminées par les émotions pour qu'une solution quelconque soit viable. A cet égard, le 20ème siècle est riche d'enseignements, pour les Arméniens comme pour les Turcs.

Les fils du génocide

Je le dis : nous sommes fils du génocide. Nous conservons dans nos mémoires arméniennes la tragédie des déportations, des tortures, de mille brimades et de la mort de nos prédécesseurs. Ces faits ont déposé en nous un résidu qui a amassé la boue de ce qui nous constitue et qui fait retour pour rétablir sa mémoire. Si ce résidu est psychologique et dès lors alimente la souffrance et ouvre une blessure, alors le génocide perdure et continue de ronger notre personnalité, d'ouvrir des chemins de malheur, nous enfermant dans le piège de la souffrance. Sociétés ruminantes qui s'acharnent à déclamer leur destin tragique.

Mais si nous comprenons le sens de l'histoire, que le temps est venu avec sa trame d'événements et son enchaînement de volontés, les unes réalisées et les autres frustrées, si nous voyons clairement que le présent est le lieu où convergent les pulsions du passé et les aspirations de l'avenir, alors nous serons en mesure de regarder la réalité d'un œil politique et dire qu'il convient d'adopter nos comportements afin que l'Etat responsable reconnaisse le génocide, en répare les conséquences, ouvre ses frontières et garantisse qu'il n'interviendra pas dans les affaires intérieures des républiques d'Arménie et du Karabagh.

Pour atteindre cet objectif, il me semble préférable de substituer à la vision psychologique du génocide une vision essentiellement politique. Un changement de cette nature n'entraîne aucunement l'oubli. Au contraire, un tel changement suppose de conforter la demande par le souvenir des faits advenus et l'évaluation du dommage occasionné.

Ce réalisme politique n'a pas pour habitude de se lier à quelque exaltation spirituelle. Les avocats ont pour coutume de ne pas agir en leur nom. Ils confient la défense de leurs intérêts personnels à d'autres avocats, peut-être moins habiles qu'eux, mais, quoi qu'il en soit, étrangers à la charge émotive du litige. En disant cela, je me souviens d'un passage du film Le Parrain 2, de Francis Ford Coppola, où le protagoniste conseille à l'un de ses acolytes de ne jamais haïr son ennemi, car la haine obscurcit l'intelligence.

En résumé, la charge émotionnelle qui supporte le souvenir du génocide, bien que compréhensible, empêche de prendre des décisions réalistes pouvant conduire à la réparation du dommage, à la défense des deux républiques arméniennes et à éviter qu'à l'avenir se produisent des violations des droits de l'homme dans d'autres régions du monde. Car, de fait, la haine, outre qu'elle obscurcit l'intelligence, s'enroule sur elle-même et s'ancre dans la souffrance et la mort.

Notre prêche, nos intérêts
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Quand je lis la presse arménienne, quand j'écoute nos experts et que je vois les actions de diffusion et de propagande qui sont menées à partir des institutions communautaires, je constate que l'effort visant à revendiquer les droits des Arméniens est semblable à ce qui se fait pour dénoncer les manquements intérieurs de la Turquie et le caractère arbitraire de son système politique et judiciaire. Procédés que je désapprouve.

Je pense qu'une autocritique pourra illustrer ma réflexion. J'étais à peine sorti de l'adolescence que je me proposai d'enseigner à un garçon moins âgé. Je l'asseyais à mes côtés et lui racontais des histoires censées nourrir ses sentiments arméniens. Et ces histoires, dont je garde encore en mémoire certaines d'entre elles et d'autres que me rappelle ce garçon aujourd'hui devenu adulte, étaient des fictions qui s'efforçaient plus de dénigrer les Turcs que d'exalter les Arméniens. C'était la forme que j'avais choisie pour métaboliser la souffrance et la colère, c'était le résidu psychologique du génocide, dont j'avais hérité et que je transmettais à la génération suivante. Aujourd'hui, je reconnais mon erreur et je regrette d'avoir plus appris à ce garçon à haïr plutôt qu'aimer.

Aimer l'arménien, aimer la langue et la culture que nos anciens rapportèrent dans leur mémoire nomade et revendiquer les droits des Arméniens est salutaire pour construire cette identité métissée que l'histoire a voulu nous donner; haïr et dénigrer, en échange, est non seulement nuisible pour parcourir l'existence, mais paralyse l'activité politique, retarde les accords qui aujourd'hui même concernent l'Arménie pour qu'elle soit une république viable, et paralyse aussi l'effort visant à la reconnaissance du crime de génocide de la part de la communauté internationale et de l'Etat turc.

Ma confession

Ces choses émanent de ma raison et de ce que l'histoire m'a enseigné, émanent d'idées qui se doivent d'être réalistes. Ces choses n'habitent ni mon cœur, ni mon âme. Mon cœur est peuplé d'autres êtres, bien plus semblables aux séraphins et aux démons, se livrant un combat sans fin. J'avoue donc que ma raison a dû vaincre mes sentiments pour énoncer de telles choses, peser et choisir entre l'apaisement que recherche mon esprit et l'équilibre qui s'accorde à l'intérêt national. Voilà pourquoi je puis comprendre ceux qui réagissent autrement sur ce même thème.

Il convient néanmoins de comprendre que les questions politiques, surtout lorsqu'elles doivent être réglées dans un contexte international, doivent être examinées sans passion et avec un sens de la réalité dont les humains sont parfois dépourvus.

Traduction : © Georges Festa
Armenian Trends - Mes Arménies 28.01.2010

Sobre la interdependencia de los estados en el siglo XXI

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Volteo las hojas de los libros y de los atlas para saber qué lugar ocupa Armenia en la historia y en esta geografía con fronteras frágiles, culturas permeables y relaciones mundializadas. Para no arriesgar conjeturas fáciles ni alimentar nacionalismos edulcorados, miro cuál es el movimiento de esa joven república en este tiempo veloz, cuál su sitio en el mundo. Miro si el Cáucaso y el mundo consienten la existencia de estados-nación a la usanza del siglo XIX y primera mitad del XX, o si es preciso redefinir los conceptos de independencia nacional y de soberanía política.

Dije estas cosas en vísperas del 88° aniversario de la fundación del Estado armenio, para situarme y situar al lector en las tres instancias de ese proceso que se inició en 1918, transitó por el período comunista y la segunda guerra mundial y, sorteando las dificultades del colapso soviético y las urgencias de la revolución tecnológica, llega hasta nuestros días.

La trilogía republicana de los armenios

En poco más de siete décadas la nación armenia forjó una trinidad política que, a la manera de la teológica, sólo puede entenderse como un solo proceso. Nació el Estado independiente en mayo de 1918 y se esforzó para fundar sus instituciones y precisar sus fronteras. Dos años y medio después, a fines de 1920, ingresó en esa unión de repúblicas que discurrió la mayor parte del siglo XX disputándole la hegemonía mundial al coloso norteamericano. Y hace casi dos décadas, en septiembre de 1991, como consecuencia del desmoronamiento de la Unión Soviética, reasumió el ejercicio de su soberanía.

Una república que discurrió por tres instancias políticas, independiente la primera, federada la segunda y nuevamente independiente la tercera, no puede sino ser mirada como un mismo Estado que, en todas sus etapas, conservó el atributo de su soberanía. Soberanía que no depuso en ningún momento, si bien en lo atinente a las relaciones externas delegó su ejercicio en el poder central mientras permaneció federada. Sin duda, el período más difícil en la construcción de la República fue el primero; el segundo, que duró siete décadas, fue el de la consolidación; y el tercero, que alcanza a nuestros días y se proyecta hacia adelante, es el de la restauración de la independencia y la inserción definitiva en el concierto mundial de naciones.

Vale la pena resaltar el valor que cada uno de esos hitos tiene en la historia moderna de los armenios. Porque en ellos Armenia mostró su vocación histórica de pervivir como nación y como cultura bajo la especie de un Estado nacional, nada menos. Desde aquella declaración de la independencia a fines de la primera guerra mundial hasta su ingreso como miembro pleno en la Organización de las Naciones Unidas (mayo de 1918 a marzo de 1992), la nueva República debió consolidar sus fronteras, atender las necesidades de su seguridad interior, fundar sus instituciones políticas y crear las administrativas, anudar alianzas y promover su crecimiento y, finalmente, sortear las dificultades del colapso soviético.

Más allá de cuál sea el interés partidario de cada sector y de dónde se sitúe cada quien en el arco ideológico, es mi parecer que esta interpretación no fuerza los hechos históricos ni lastima las diferentes opiniones. Por lo demás, apreciado lector, las opiniones, que algunas veces merecen ser tomadas en cuenta, son como las narices: cada quien tiene la suya. Y la historia, en cuanto comprobación de los hechos pretéritos y soporte de la realidad, no admite los acomodos quirúrgicos ni los afeites que asaz favorecen la anatomía de los engomados.

Independencia e interdependencia

Mucho se ha dicho sobre la permeabilidad de las fronteras territoriales, la penetración cultural y la influencia que unos estados ejercen en la vida y en las determinaciones de los otros. Es sabido que los medios de transporte y de comunicación y la producción en escala de las grandes corporaciones transnacionales han achicado la geografía y hoy se quiere abolir el tiempo y las distancias. Con alguna licencia podemos decir que hoy los hombres estamos en todos los lugares al mismo tiempo. Las decisiones que se toman en un lugar del mundo pueden ejecutarse ya mismo en el lugar más distante. Y el dinero, la cosa más codiciada entre todas, viaja a la velocidad de la luz travestido de palotes o de números binarios, mandando sin disimulo sobre el presente y el futuro de las naciones.

En estas condiciones, es preciso preguntarse qué ha sido del viejo concepto de independencia y de soberanía. Aquellos atributos por los que se definían hasta hace poco los estados, esas potestades sin las cuales una sociedad no podía ingresar al club de las naciones, han ido cambiando de signo. A tal punto que hoy ni los más poderosos países de la tierra pueden decirse independientes.

En rigor, la voluntad del soberano siempre ha estada condicionada por la realidad. Pero el tiempo ha ido profundizando ese condicionamiento, cada vez más el soberano (el jefe del clan, el monarca, el señor o el conjunto de los ciudadanos) ha debido ajustar su voluntad a las leyes o al poder corporativo; hasta que con el advenimiento de los estados nacionales la libre determinación de los estados cedió espacio a la interdependencia. Y este proceso se aceleró desde la mundialización del comercio. Pero es a partir de la reconcentración de la riqueza y la transnacionalización de las empresas que las independencias nacionales fueron cediendo lugar a la mutua dependencia. Este proceso se vio favorecido por el fenomenal desarrollo tecnológico del siglo XX, tal que ahora, cuando los hombres ya irrumpimos en el tercer milenio, resulta anacrónico hablar de independencia nacional.

Hoy los estados son francamente interdependientes, y no es necesario abundar en razones para entenderlo. Aún más: el concepto de soberanía política ha ido mudando velozmente y ya no sabemos si la gestión de un gobierno responde al mandato de las urnas o a la voluntad de los grandes centros de poder económico y financiero. Independencia y soberanía son conceptos que sólo se dicen al historiar el desarrollo de las naciones o al discurrir sobre teoría política.

Es por estas cosas que las naciones -la armenia entre ellas- deben subirse al atalaya y levantar su mirada para ver el mundo tal cual es. Hoy más que nunca el arrullo de la patria está referido al gozo de la cultura, y los intereses de otro orden deben examinarse en el contexto de una realidad signada por la dependencia mutua. Es preciso ver esto con claridad para no regodearse al calor de las celebraciones, para comprender que aquella declaración de la independencia del 28 de mayo de 1918, aun siendo el hecho histórico que le permitió a Armenia renacer como Estado y quizá también sobrevivir como nación, no puede replicarse en las condiciones de globalidad, unipolaridad e inmediatez de este tiempo. Hoy la República de Armenia tiene cuestiones vitales para atender: con su estructura política y administrativa en funcionamiento, con sus fronteras calientes pero ciertas, con una economía en crecimiento sostenido y unas fuerzas armadas convenientemente pertrechadas, debe, sin embargo, afrontar un bloqueo que ya lleva muchos años y sostener unas hipótesis de conflicto que condicionan su política interna y externa más allá de lo tolerable.

Armenia necesita tejer un sistema de alianzas que sortee su aislamiento y le ofrezca un marco apropiado para enfrentar sus problemas, algunos de nuevo cuño y otros que ha heredando por su condición de República trinitaria. Karabagh, el bloqueo, el genocidio, los problemas energéticos, el desigual reparto del PBI y el problema social, sólo son algunos de los asuntos que debe resolver para recuperar sus fuerzas y darle rienda suelta a su afán celebratorio.

Mientras estas cosas no ocurran tendremos motivos para ser cautelosos. Y también para leer la historia con la sensación de que el ciclo aún está abierto, de que Armenia todavía tiene que construir su sistema de relaciones, definir el modo en que se insertará en la región y en el mundo y fijar reglas de juego que sitúen en su propio lugar la voluntad de los ciudadanos y la de los grupos de poder.

Insertarse ventajosamente en el juego de la interdependencia regional y mundial y delimitar las áreas donde podrán desenvolverse las fuerzas políticas y las económicas: este es el desafío.