Sobre la interdependencia de los estados en el siglo XXI

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Volteo las hojas de los libros y de los atlas para saber qué lugar ocupa Armenia en la historia y en esta geografía con fronteras frágiles, culturas permeables y relaciones mundializadas. Para no arriesgar conjeturas fáciles ni alimentar nacionalismos edulcorados, miro cuál es el movimiento de esa joven república en este tiempo veloz, cuál su sitio en el mundo. Miro si el Cáucaso y el mundo consienten la existencia de estados-nación a la usanza del siglo XIX y primera mitad del XX, o si es preciso redefinir los conceptos de independencia nacional y de soberanía política.

Dije estas cosas en vísperas del 88° aniversario de la fundación del Estado armenio, para situarme y situar al lector en las tres instancias de ese proceso que se inició en 1918, transitó por el período comunista y la segunda guerra mundial y, sorteando las dificultades del colapso soviético y las urgencias de la revolución tecnológica, llega hasta nuestros días.

La trilogía republicana de los armenios

En poco más de siete décadas la nación armenia forjó una trinidad política que, a la manera de la teológica, sólo puede entenderse como un solo proceso. Nació el Estado independiente en mayo de 1918 y se esforzó para fundar sus instituciones y precisar sus fronteras. Dos años y medio después, a fines de 1920, ingresó en esa unión de repúblicas que discurrió la mayor parte del siglo XX disputándole la hegemonía mundial al coloso norteamericano. Y hace casi dos décadas, en septiembre de 1991, como consecuencia del desmoronamiento de la Unión Soviética, reasumió el ejercicio de su soberanía.

Una república que discurrió por tres instancias políticas, independiente la primera, federada la segunda y nuevamente independiente la tercera, no puede sino ser mirada como un mismo Estado que, en todas sus etapas, conservó el atributo de su soberanía. Soberanía que no depuso en ningún momento, si bien en lo atinente a las relaciones externas delegó su ejercicio en el poder central mientras permaneció federada. Sin duda, el período más difícil en la construcción de la República fue el primero; el segundo, que duró siete décadas, fue el de la consolidación; y el tercero, que alcanza a nuestros días y se proyecta hacia adelante, es el de la restauración de la independencia y la inserción definitiva en el concierto mundial de naciones.

Vale la pena resaltar el valor que cada uno de esos hitos tiene en la historia moderna de los armenios. Porque en ellos Armenia mostró su vocación histórica de pervivir como nación y como cultura bajo la especie de un Estado nacional, nada menos. Desde aquella declaración de la independencia a fines de la primera guerra mundial hasta su ingreso como miembro pleno en la Organización de las Naciones Unidas (mayo de 1918 a marzo de 1992), la nueva República debió consolidar sus fronteras, atender las necesidades de su seguridad interior, fundar sus instituciones políticas y crear las administrativas, anudar alianzas y promover su crecimiento y, finalmente, sortear las dificultades del colapso soviético.

Más allá de cuál sea el interés partidario de cada sector y de dónde se sitúe cada quien en el arco ideológico, es mi parecer que esta interpretación no fuerza los hechos históricos ni lastima las diferentes opiniones. Por lo demás, apreciado lector, las opiniones, que algunas veces merecen ser tomadas en cuenta, son como las narices: cada quien tiene la suya. Y la historia, en cuanto comprobación de los hechos pretéritos y soporte de la realidad, no admite los acomodos quirúrgicos ni los afeites que asaz favorecen la anatomía de los engomados.

Independencia e interdependencia

Mucho se ha dicho sobre la permeabilidad de las fronteras territoriales, la penetración cultural y la influencia que unos estados ejercen en la vida y en las determinaciones de los otros. Es sabido que los medios de transporte y de comunicación y la producción en escala de las grandes corporaciones transnacionales han achicado la geografía y hoy se quiere abolir el tiempo y las distancias. Con alguna licencia podemos decir que hoy los hombres estamos en todos los lugares al mismo tiempo. Las decisiones que se toman en un lugar del mundo pueden ejecutarse ya mismo en el lugar más distante. Y el dinero, la cosa más codiciada entre todas, viaja a la velocidad de la luz travestido de palotes o de números binarios, mandando sin disimulo sobre el presente y el futuro de las naciones.

En estas condiciones, es preciso preguntarse qué ha sido del viejo concepto de independencia y de soberanía. Aquellos atributos por los que se definían hasta hace poco los estados, esas potestades sin las cuales una sociedad no podía ingresar al club de las naciones, han ido cambiando de signo. A tal punto que hoy ni los más poderosos países de la tierra pueden decirse independientes.

En rigor, la voluntad del soberano siempre ha estada condicionada por la realidad. Pero el tiempo ha ido profundizando ese condicionamiento, cada vez más el soberano (el jefe del clan, el monarca, el señor o el conjunto de los ciudadanos) ha debido ajustar su voluntad a las leyes o al poder corporativo; hasta que con el advenimiento de los estados nacionales la libre determinación de los estados cedió espacio a la interdependencia. Y este proceso se aceleró desde la mundialización del comercio. Pero es a partir de la reconcentración de la riqueza y la transnacionalización de las empresas que las independencias nacionales fueron cediendo lugar a la mutua dependencia. Este proceso se vio favorecido por el fenomenal desarrollo tecnológico del siglo XX, tal que ahora, cuando los hombres ya irrumpimos en el tercer milenio, resulta anacrónico hablar de independencia nacional.

Hoy los estados son francamente interdependientes, y no es necesario abundar en razones para entenderlo. Aún más: el concepto de soberanía política ha ido mudando velozmente y ya no sabemos si la gestión de un gobierno responde al mandato de las urnas o a la voluntad de los grandes centros de poder económico y financiero. Independencia y soberanía son conceptos que sólo se dicen al historiar el desarrollo de las naciones o al discurrir sobre teoría política.

Es por estas cosas que las naciones -la armenia entre ellas- deben subirse al atalaya y levantar su mirada para ver el mundo tal cual es. Hoy más que nunca el arrullo de la patria está referido al gozo de la cultura, y los intereses de otro orden deben examinarse en el contexto de una realidad signada por la dependencia mutua. Es preciso ver esto con claridad para no regodearse al calor de las celebraciones, para comprender que aquella declaración de la independencia del 28 de mayo de 1918, aun siendo el hecho histórico que le permitió a Armenia renacer como Estado y quizá también sobrevivir como nación, no puede replicarse en las condiciones de globalidad, unipolaridad e inmediatez de este tiempo. Hoy la República de Armenia tiene cuestiones vitales para atender: con su estructura política y administrativa en funcionamiento, con sus fronteras calientes pero ciertas, con una economía en crecimiento sostenido y unas fuerzas armadas convenientemente pertrechadas, debe, sin embargo, afrontar un bloqueo que ya lleva muchos años y sostener unas hipótesis de conflicto que condicionan su política interna y externa más allá de lo tolerable.

Armenia necesita tejer un sistema de alianzas que sortee su aislamiento y le ofrezca un marco apropiado para enfrentar sus problemas, algunos de nuevo cuño y otros que ha heredando por su condición de República trinitaria. Karabagh, el bloqueo, el genocidio, los problemas energéticos, el desigual reparto del PBI y el problema social, sólo son algunos de los asuntos que debe resolver para recuperar sus fuerzas y darle rienda suelta a su afán celebratorio.

Mientras estas cosas no ocurran tendremos motivos para ser cautelosos. Y también para leer la historia con la sensación de que el ciclo aún está abierto, de que Armenia todavía tiene que construir su sistema de relaciones, definir el modo en que se insertará en la región y en el mundo y fijar reglas de juego que sitúen en su propio lugar la voluntad de los ciudadanos y la de los grupos de poder.

Insertarse ventajosamente en el juego de la interdependencia regional y mundial y delimitar las áreas donde podrán desenvolverse las fuerzas políticas y las económicas: este es el desafío.