El genocidio y su residuo. Dolor y demanda

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Mi generación es hija del genocidio. Heredera de las venturas y desventuras de aquellos inmigrantes desarropados que desembarcaron en las costas del Río de la Plata con sus valijas vacías de dineros y sus memorias repletas de fantasmas, mi generación, primer criollaje argentinoarmenio, es el producto venturoso de aquellos paisanos desventurados. Centauros que todavía debatimos nuestra identidad entre aquello de allá y esto de acá.

Pronto se cumplirá un siglo del genocidio de nuestros abuelos y trasabuelos. Y seguiremos preguntándonos si debemos vivir ese hecho como una tragedia o conviene afrontarlo sin su residuo psicológico de dolor, como una serie de acontecimientos no saldados que merecen el reconocimiento y la reparación por parte del perpetrador.

Porque las consecuencias son bien diferentes. En el primer caso será un luto que dura, atraviesa generaciones y deja huellas psicológicas difíciles de sanar. En el segundo caso es un derecho que tiene origen en un crimen de lesa humanidad que todavía no ha sido reconocido por el Estado responsable, ni juzgado por la comunidad internacional organizada.

Discurrir sobre esa diferencia y sus consecuencias es el propósito de esta nota.

La memoria y la memoria

La memoria está construida con dos componentes. Uno estructural y pretendidamente objetivo, es el recuerdo de los hechos ocurridos, de las causas que los determinaron y de sus consecuencias probables. El otro es superestructural y está contaminado de subjetividad, es la carga emocional o psicológica que esos mismos hechos traen consigo y que se transmite a las generaciones siguientes. El primer componente le da oficio y quehacer a los historiadores, el segundo alimenta la caldera de los enconos y exalta el fervor patriotero. Uno acude a la ciencia, el otro al ardor y, a veces, a las armas.

Conviene detenernos en este punto para analizar una y otra cara de la memoria, revisar nuestras conductas individuales y colectivas para sopesarlas y determinar qué clase de memoria es la que nos domina cuando nos ocupamos del genocidio. Creo que revisar nuestra conducta y nuestros proyectos en este aspecto puede favorecer los propósitos últimos de los armenios.

Quede, entonces, de lado lo que con alguna impudicia se denomina carrera política, el afán de escalar posiciones en las estructuras de los partidos y de los gobiernos. Quede de lado el sentido hedonista del poder o su propósito utilitario, que con frecuencia se nutre de la carga emocional de la historia reciente para conquistar áreas de influencia. Si miramos con realismo aquellas de nuestras demandas que tienen origen en el genocidio, veremos que soportan una carga de dolor y de rabia que, en mi opinión, no conviene a nuestra demanda de justicia y reparación.

Sé que al decir estas cosas me expongo a las críticas de los más sensibles, al reproche de quienes tienen sobradas razones para condolerse por la muerte y el destierro injusto de las víctimas de 1915-1923. Los más fervorosos defensores de los derechos humanos podrán acusarme de deponer las banderas éticas en aras del pragmatismo político. A ellos les digo que los tiempos de la venganza, como recurso último cuando hay denegación de justicia, ya han corrido y que esas cuentas fueron saldadas en los años veinte por Soghomon Tehlirian, Archavir Shiragian, Misak Torlakian, Aram Yerganian y otros. Les digo que ahora es tiempo de demanda contra un Estado para que reconozca la verdad histórica, ofrezca reparar el daño y garantice la seguridad y el libre tránsito de personas, mercancías y servicios a través de las fronteras. Complejidades y sutilezas de las relaciones interestatales que no deben contaminarse con emociones para que alguna solución sea viable. En este sentido, el siglo XX puede aleccionarnos a los armenios y a los turcos.

Los hijos del genocidio

Lo dije: todos somos hijos del genocidio. Conservamos en nuestras memorias armenias la tragedia de las deportaciones, de los tormentos, de las mil vejaciones y de las muertes de nuestros predecesores. Esos hechos han dejado en nosotros un residuo que amasó el barro de nuestra hechura y que vuelve para restaurar su memoria. Si ese residuo es psicológico y, entonces, alimenta el dolor y abre la herida, entonces el genocidio continúa y va erosionando nuestra personalidad, va abriendo caminos de infelicidad y nos va encerrando en la trampa del dolor. Rumiantes sociedades que porfían en declamar su destino trágico.

Pero si comprendemos el sentido de la historia, que es tiempo ido con su trama de hechos y su urdimbre de voluntades, unas cumplidas y otras frustradas, si vemos con claridad que el presente es el lugar donde concurren las pulsiones del pasado y los anhelos del porvenir, entonces seremos capaces de mirar la realidad con ojos políticos y decir qué conductas conviene adoptar para que el Estado perpetrador reconozca el genocidio, repare sus consecuencias, abra sus fronteras y garantice que no interferirá en los asuntos domésticos de las repúblicas de Armenia y de Karabagh.

Creo que para alcanzar este propósito conviene reemplazar la visión psicologista del genocidio por una visión predominantemente política. Un cambio de esta clase no importa el olvido. Al contrario, un cambio de esta clase supone sostener la demanda sobre el recuerdo de los hechos ocurridos y la estimación del daño ocasionado.

Este realismo político no suele amistar con la exaltación del ánimo. Es costumbre de los abogados no actuar por sí en causa propia. Ellos confían la defensa de sus intereses personales a otros abogados, quizá menos diestros que ellos mismos, pero, en cualquier caso, ajenos a la carga emotiva del litigio. Al decir esto recuerdo un pasaje del filme El Padrino II, de Francis Ford Cóppola, donde el protagonista le aconseja a uno de sus secuaces que nunca odie a su enemigo porque el odio nubla la inteligencia.

En síntesis, la carga emocional que conlleva el recuerdo del genocidio, si bien es comprensible, impide tomar decisiones realistas que conduzcan a la reparación del daño, al resguardo de las dos repúblicas armenias y a evitar que en lo sucesivo se perpetren violaciones a los Derechos Humanos en otros lugares del mundo. Porque, en efecto, el odio, además de nublar la inteligencia, se enrolla sobre sí mismo y fondea en el dolor y la muerte.

Nuestra prédica, nuestros intereses


Cuando leo la prensa armenia, cuando escucho los discursos de nuestros sabedores y veo las acciones de difusión y propaganda que se hacen desde las instituciones comunitarias, compruebo que el esfuerzo para reivindicar los derechos armenios es parejo al que se hace para denunciar las faltas domésticas de Turquía y las arbitrariedades de su sistema político y judicial. Yo disiento con tal proceder.

Creo que una autocrítica puede ilustrar mi pensamiento. Apenas había abandonado la adolescencia cuando me propuse aleccionar a un niño de muy corta edad. Lo sentaba a mi lado y le contaba historias que querían nutrir sus sentimientos armenios. Y esas historias, algunas de las cuales todavía guardo en mi memoria y otras me las recuerda ese niño hoy adulto, eran ficciones que más se empeñaban en denostar a los turcos que en enaltecer a los armenios. Era la forma que yo había elegido para metabolizar el dolor y la rabia, era el residuo psicológico del genocidio que había heredado y que le transmitía a la generación siguiente. Hoy conozco mi error y lamento haberle enseñado a aquel niño a odiar antes que a amar.

Amar lo armenio, amar la lengua y la cultura que nuestros viejos trajeron en su memoria trashumante y reivindicar los derechos de los armenios es saludable para construir esta identidad mestiza que la historia ha querido darnos; odiar y denostar, en cambio, no sólo es nocivo para transitar la vida, sino que entorpece el trabajo político, retarda los acuerdos que hoy precisa alcanzar Armenia para ser una república viable y entorpece el esfuerzo tendiente al reconocimiento del crimen de genocidio por parte de la comunidad internacional y del Estado turco.

Mi confesión

Estas cosas vienen de mi razón y de lo que la historia me ha enseñado, vienen de ideas que quieren ser realistas. Estas cosas no habitan en mi corazón sino en mi mente. Mi corazón tiene otros habitantes, más bien parecidos a los serafines y a los demonios, en constante pugna. Así entonces, confieso que mi razón ha debido vencer a mis sentimientos para decir estas cosas, para sopesar y elegir entre el desahogo que pide mi espíritu y el equilibrio que conviene al interés nacional. Por eso, puedo comprender a quienes reaccionan de otro modo frente al mismo tema.

Pero también habrá que comprender que los asuntos políticos, sobre todo cuando deben dirimirse en el escenario internacional, conviene mirarlos sin pasiones y con un sentido de la realidad del que a veces carecemos los hombres.




Versión francesa

Le génocide et son résidu. Souffrance et demande

Eduardo Dermardirossian

Ma génération est fille du génocide. Héritière des aventures et vicissitudes de ces immigrés en haillons qui débarquèrent sur les rives du Río de la Plata avec leurs valises, sans le sou, et leurs souvenirs peuplés de fantômes; ma génération, premier métissage argentino-arménien, est le produit hasardeux de ces malheureux paysans. Centaures dont nous étudions encore l'identité, entre ceux d'ici et ceux de là-bas.

Bientôt s'achèvera le siècle du génocide de nos aïeuls et trisaïeuls. Et nous emboîterons le pas, en nous demandant si nous devons vivre ce fait comme une tragédie ou s'il vaut mieux l'affronter jusqu'à son résidu psychologique de souffrance, comme une série d'événements non réglés qui méritent reconnaissance et réparation de la part du responsable.

Car les conséquences sont très différentes. Dans le premier cas, ce sera un deuil qui s'éternise, traverse les générations et laisse des séquelles psychologiques auxquelles il est difficile de remédier. Dans le deuxième cas, il s'agit d'un droit qui tire son origine d'un crime contre l'humanité, non encore reconnu par l'Etat responsable, ni jugé par la communauté internationale organisée.

Cet article se propose d'étudier cette distinction et ses conséquences.

Mémoire et mémoire

La mémoire se construit à partir de deux composantes. L'une, structurelle et prétendument objective, est le souvenir des faits advenus, des causes qui les ont provoqués et de leurs conséquences probables. L'autre est de l'ordre des superstructures et est contaminée par la subjectivité; il s'agit de la charge émotionnelle ou psychologique que ces mêmes faits apportent avec eux et qui se transmettent aux générations suivantes. La première composante est l'affaire des historiens, la seconde alimente le chaudron de nos rancunes et exalte la ferveur patriotique. L'une obéit à la science, l'autre à la passion et parfois aux armes.

Arrêtons-nous ici un instant pour analyser tel et tel aspect de la mémoire, revoir nos comportements individuels et collectifs pour les peser et déterminer quel type de mémoire domine en nous, lorsque nous nous occupons du génocide. Revoir notre comportement et nos projets à cet égard peut, à mon avis, favoriser les intentions dernières des Arméniens.

Classons à part ce que l'on nomme, non sans impudeur, une carrière politique, l'ardent désir de gravir les positions au sein des structures des partis et des gouvernements. Mettons de côté le sens hédoniste du pouvoir ou son propos utilitaire, qui se nourrit de la charge émotionnelle de l'histoire récente afin de conquérir des zones d'influence. Si nous examinons avec réalisme celles de nos demandes qui tirent leur origine du génocide, nous verrons qu'elles supportent une charge de souffrance et de colère qui, selon moi, ne conviennent pas à notre demande de justice et de réparation.

Je sais qu'en disant de telles choses je m'expose aux critiques des plus sensibles, à la réprobation de ceux qui ont des raisons de se plaindre de la mort et de l'exil injuste des victimes de 1915-1923. Les défenseurs les plus fervents des droits de l'homme auront beau jeu de m'accuser de déposer la bannière de la morale au nom du pragmatisme politique. Je leur réponds que les temps de la vengeance, comme recours ultime lorsque la justice se voit niée, sont passés et que ces comptes furent réglés dans les années 1920 par Soghomon Tehlirian, Archavir Shiragian, Missak Torlakian, Aram Yerganian et d'autres. Je leur dis qu'il est temps maintenant d'exprimer des demandes contre un Etat afin qu'il reconnaisse la vérité historique, propose de réparer le dommage commis et garantisse la sécurité et la libre circulation des personnes, des marchandises et des services à travers les frontières.

Complexités et subtilités des relations internationales qui ne doivent pas être contaminées par les émotions pour qu'une solution quelconque soit viable. A cet égard, le 20ème siècle est riche d'enseignements, pour les Arméniens comme pour les Turcs.

Les fils du génocide

Je le dis : nous sommes fils du génocide. Nous conservons dans nos mémoires arméniennes la tragédie des déportations, des tortures, de mille brimades et de la mort de nos prédécesseurs. Ces faits ont déposé en nous un résidu qui a amassé la boue de ce qui nous constitue et qui fait retour pour rétablir sa mémoire. Si ce résidu est psychologique et dès lors alimente la souffrance et ouvre une blessure, alors le génocide perdure et continue de ronger notre personnalité, d'ouvrir des chemins de malheur, nous enfermant dans le piège de la souffrance. Sociétés ruminantes qui s'acharnent à déclamer leur destin tragique.

Mais si nous comprenons le sens de l'histoire, que le temps est venu avec sa trame d'événements et son enchaînement de volontés, les unes réalisées et les autres frustrées, si nous voyons clairement que le présent est le lieu où convergent les pulsions du passé et les aspirations de l'avenir, alors nous serons en mesure de regarder la réalité d'un œil politique et dire qu'il convient d'adopter nos comportements afin que l'Etat responsable reconnaisse le génocide, en répare les conséquences, ouvre ses frontières et garantisse qu'il n'interviendra pas dans les affaires intérieures des républiques d'Arménie et du Karabagh.

Pour atteindre cet objectif, il me semble préférable de substituer à la vision psychologique du génocide une vision essentiellement politique. Un changement de cette nature n'entraîne aucunement l'oubli. Au contraire, un tel changement suppose de conforter la demande par le souvenir des faits advenus et l'évaluation du dommage occasionné.

Ce réalisme politique n'a pas pour habitude de se lier à quelque exaltation spirituelle. Les avocats ont pour coutume de ne pas agir en leur nom. Ils confient la défense de leurs intérêts personnels à d'autres avocats, peut-être moins habiles qu'eux, mais, quoi qu'il en soit, étrangers à la charge émotive du litige. En disant cela, je me souviens d'un passage du film Le Parrain 2, de Francis Ford Coppola, où le protagoniste conseille à l'un de ses acolytes de ne jamais haïr son ennemi, car la haine obscurcit l'intelligence.

En résumé, la charge émotionnelle qui supporte le souvenir du génocide, bien que compréhensible, empêche de prendre des décisions réalistes pouvant conduire à la réparation du dommage, à la défense des deux républiques arméniennes et à éviter qu'à l'avenir se produisent des violations des droits de l'homme dans d'autres régions du monde. Car, de fait, la haine, outre qu'elle obscurcit l'intelligence, s'enroule sur elle-même et s'ancre dans la souffrance et la mort.

Notre prêche, nos intérêts
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Quand je lis la presse arménienne, quand j'écoute nos experts et que je vois les actions de diffusion et de propagande qui sont menées à partir des institutions communautaires, je constate que l'effort visant à revendiquer les droits des Arméniens est semblable à ce qui se fait pour dénoncer les manquements intérieurs de la Turquie et le caractère arbitraire de son système politique et judiciaire. Procédés que je désapprouve.

Je pense qu'une autocritique pourra illustrer ma réflexion. J'étais à peine sorti de l'adolescence que je me proposai d'enseigner à un garçon moins âgé. Je l'asseyais à mes côtés et lui racontais des histoires censées nourrir ses sentiments arméniens. Et ces histoires, dont je garde encore en mémoire certaines d'entre elles et d'autres que me rappelle ce garçon aujourd'hui devenu adulte, étaient des fictions qui s'efforçaient plus de dénigrer les Turcs que d'exalter les Arméniens. C'était la forme que j'avais choisie pour métaboliser la souffrance et la colère, c'était le résidu psychologique du génocide, dont j'avais hérité et que je transmettais à la génération suivante. Aujourd'hui, je reconnais mon erreur et je regrette d'avoir plus appris à ce garçon à haïr plutôt qu'aimer.

Aimer l'arménien, aimer la langue et la culture que nos anciens rapportèrent dans leur mémoire nomade et revendiquer les droits des Arméniens est salutaire pour construire cette identité métissée que l'histoire a voulu nous donner; haïr et dénigrer, en échange, est non seulement nuisible pour parcourir l'existence, mais paralyse l'activité politique, retarde les accords qui aujourd'hui même concernent l'Arménie pour qu'elle soit une république viable, et paralyse aussi l'effort visant à la reconnaissance du crime de génocide de la part de la communauté internationale et de l'Etat turc.

Ma confession

Ces choses émanent de ma raison et de ce que l'histoire m'a enseigné, émanent d'idées qui se doivent d'être réalistes. Ces choses n'habitent ni mon cœur, ni mon âme. Mon cœur est peuplé d'autres êtres, bien plus semblables aux séraphins et aux démons, se livrant un combat sans fin. J'avoue donc que ma raison a dû vaincre mes sentiments pour énoncer de telles choses, peser et choisir entre l'apaisement que recherche mon esprit et l'équilibre qui s'accorde à l'intérêt national. Voilà pourquoi je puis comprendre ceux qui réagissent autrement sur ce même thème.

Il convient néanmoins de comprendre que les questions politiques, surtout lorsqu'elles doivent être réglées dans un contexte international, doivent être examinées sans passion et avec un sens de la réalité dont les humains sont parfois dépourvus.

Traduction : © Georges Festa
Armenian Trends - Mes Arménies 28.01.2010