Los armenios extraterritoriales y la mujer de Lot

Eduardo Dermardirossian

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El lector conoce mi afición por los mitos y las metáforas. Creo que debo eso a la lectura de textos antiguos y al afán por explicar con fantasmagorías mis preocupaciones principales. Afán que también veo en los jóvenes de hoy, si bien sus fantasmas habitan en la tevé, pródiga en luces pero huérfana de alma y de misterio.

Yo eludo las imágenes nuevas y elijo las viejas, en este caso elijo una que viene del judaísmo de la primera hora. Estoy hablando de la mujer de Lot, que se convirtió en estatua de sal al volver su mirada hacia atrás, hacia Sodoma, desobedeciendo el mandato de Yahveh. Y estoy hablando de nosotros, los armenios extraterritoriales, que incapaces de comprender las necesidades vitales del Estado armenio, porfiamos en mirar el pasado sin arriesgar nuestra condición, pero sí la de quienes viven ahí.

Voltaire, que encendió las luces de su siglo con el escrúpulo del que sabe buscar y la ironía del que sabe pensar, en la entrada que corresponde a la voz prejuicios de su Diccionario Filosófico hace unas observaciones que parecen escritas para los armenios. En el tercer apartado dice así: “Si la nodriza os refiere que Ceres preside a la cosecha del trigo, o que Vishnu y Xaca se encarnaron muchas veces, o que Sammonocodom vino al mundo a cortar un bosque, que Mahoma o algún otro hizo algún viaje al cielo, y luego vuestro preceptor viene a reforzar en vuestro cerebro lo que vuestra nodriza grabó en él, [esa enseñanza] ya no se os borra de la imaginación en toda la vida”. Algunos dirán que las palabras del francés rozan la apostasía. Quizá. Pero yo no dudo que él se sintió cómodo entre los demoledores de prejuicios y prefirió mirar lo que estaba adelante antes que lo que había quedado atrás.


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A nosotros, armenios extraterritoriales, nos ocurre algo parecido. La historia refiere hechos que nuestra conciencia no tolera y por esos hechos demandamos justicia. El genocidio de los armenios y el despojo de sus tierras son hechos que todavía no fueron saldados. Y esos hechos ya no se borran de nuestra memoria ni de la de los armenios de intramuros. Por eso nos resistimos a entender que aun con esa carga en su memoria y esa demanda en su agenda, el gobierno de Armenia debe custodiar el destino de los vivos, a quienes gobierna, sorteando las dificultades que le propone el Cáucaso hostil. Porque ha sido elegido por los vivos para velar por su presente y construir su futuro sin darlo en holocausto por las desventuras del pasado.

Los hechos del pasado son para la memoria y para la demanda, no para instalarse en ellos y ofrendarles las generaciones futuras. El presidente Sarkissian parece haberlo entendido así, por eso a él y a sus gobernados no les ocurrirá lo que a la mujer de Lot. Ese presidente no perecerá a manos del pasado porque gobierna para el futuro de su nación y, al hacerlo, no desdeña el legado de la historia. Su política exterior lo atestigua.

Y este es el asunto, esta es la enseñanza del mito bíblico que ya debiéramos haber aprendido los armenios de sal. Los armenios de sal malvivimos el presente porque estamos establecidos en el pasado. Ciertamente es pesado el legado de la historia, un legado que también pesa sobre los armenios de allá. Quiero decir que los que viven allá deben demandar el crédito humanitario que su vecino no ha saldado todavía y al mismo tiempo deben sufragar sus necesidades y las de su país. Y nosotros, los armenios extraterritoriales, instalados en estas geografías amables, no podemos instarles a que hagan lo uno a expensas de lo otro sólo para sosegar nuestro encono.

Yo veo con preocupación la hostilidad de algunos dirigentes extraterritoriales con el gobierno de Armenia. “Los ríos no fluyen hacia el mar con tanta rapidez como los hombres corren hacia el error”. Me temo que los dirigentes de extramuros estén corriendo deprisa en esa dirección. Y temo que esto fragmente a la nación armenia, como ocurrió a partir de 1920, cuando la joven república caucásica necesitó refugiarse en las seguridades de la URSS. Así como entonces y por largos años algunos no comprendimos que Armenia necesitaba asociarse a otros estados para sobrevivir y desarrollarse, así también ahora hay quienes no parecen comprender la necesidad de enfriar las fronteras de Armenia. Esos dirigentes deben entender que las condiciones de aislamiento y el estado de beligerancia perpetuo no pueden ser sostenidos si no se cuenta con medios económicos cuantiosos, recursos militares y tecnológicos suficientes, abasto asegurado y alianzas firmes y fiables. Y Armenia carece de estas cosas.

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La historia y la leyenda se entremezclan cuando nos hablan del rey Ardashes. Pertenecía a la dinastía de los Ervanduní, fue general del ejército romano, reinó en el país de los armenios en el siglo II a. C. y extendió sus dominios hasta Vasburagan, Paidagaran, Kars, Ardahan y Erzerum. Dice la leyenda que cuando murió, en el año 160, sus súbditos se arrojaban a la fosa para ser enterrados junto a él; y dice también que, al ver esto, su hijo y heredero, Ardavasd, exclamó: “Padre, la muerte te lleva y siguen tras de ti tus súbditos amantes. Dime, padre, ¿sobre quiénes gobernaré yo?”.

He aquí el clamor de un hijo que, más allá del dolor, se sabía llamado a continuar la obra de su padre. Y aun cuando no lo logró él sino su hijo y después su nieto, Tigranes I y II, que extendieron los dominios de Armenia hasta Siria, Palestina y Cilicia, nos muestra que la vida de los vivos no debe darse en holocausto por la muerte de los muertos. Una reflexión descarnada que, sin embargo, no podemos desoír si queremos que el porvenir sea amable con nosotros.

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En los días previos al 95° aniversario del genocidio el gobierno del presidente Sarkissian congeló el trámite de ratificación de los acuerdos suscriptos con Ankara. Al hacerlo contrarió la voluntad del mandamás del mundo y de sus socios de Europa, y quizá –digo quizá- sea esa la razón por la cual por primera vez desde 1915 los intelectuales y hombres de la cultura turcos salieron a la calle en Estambul para pedir públicamente que su gobierno reconozca el genocidio. Lo hicieron en un lugar emblemático: la estación ferroviaria desde donde partió el primer contingente de deportados. Un clamor turco que de ahora en más no podrán desoír las autoridades y que, seguramente, desencadenará opiniones encontradas en la sociedad de aquel país. A mí no me cuesta leer estos hechos como un triunfo de la política exterior de Armenia. ¿Seguirán, pues, nuestros protestadores pidiendo la renuncia del canciller Nalbandian?

El gobierno de Armenia no se ha petrificado mirando hacia atrás, hacia el pasado, no se ha instalado en la historia para llorar a los muertos y entregarles como ofrenda el presente y el futuro de los vivos. Ese gobierno, el de mayor coraje político de los habidos desde la restauración de la independencia, mientras gestiona el presente de sus mandantes en ese lugar del mundo, defiende con talento de estadista los intereses estratégicos y los créditos que vienen de la historia. Ese gobierno, cuyo presidente fue acusado de traidor por sus anteriores socios políticos, se está transformando en el mejor defensor de los derechos armenios. El mismo gobierno que hace poco por boca de su presidente explicó, sin ser entendido, la racionalidad de su política externa.

Por eso cuando recuerdo a la mujer de Lot y hablo de los armenios de sal, no me refiero a los de allá sino a los de extramuros. Me refiero a los que ahora, en medio de la nueva situación creada en el Cáucaso Sur por la decisión del gobierno armenio, buscan recursos discursivos para escamotear su torpeza política.

Esta es mi apostasía, si así lo quieren los profetas del apocalipsis.

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