Temo que todavía estemos mirando a la educación como una manera de resistir la integración al medio

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Si el esfuerzo que realizan los armenios para sostener las escuelas incorporadas a la enseñanza oficial es justificado o si, por el contrario, importa un dispendio de energía que podría dar mejores frutos en otras áreas del quehacer comunitario. Si en estos tiempos de instrumentalización del saber es atinado que los armenios subroguemos al Estado en la función de enseñar o si conviene aplicar las fuerzas a otros fines.

Estos temas pueden escocer la piel sensible de los armenios, pero aún así debemos abordarlos para no exponernos a frustraciones, para que no nos devoren estos tiempos veloces, para que este acortamiento de las distancias y esta omnipotencia de los mercados no nos diluyan en el caldo uniformador de la globalidad. Es preciso que examinemos el asunto y establezcamos qué acciones nos permitirán preservar nuestra identidad sin lastimar la necesaria integración al medio.

Las escuelas armenias que en los años ’50 se incorporaron a la enseñanza oficial y que sin duda contribuyeron al desarrollo institucional de la comunidad, hoy necesitan ser revisadas para decir si se adecuan a las exigencias de estos tiempos. Las condiciones sociales, culturales y económicas de las familias que habitan nuestra colonia han cambiado. También han cambiado las expectativas de los varones y mujeres de la tercera y cuarta generación que acuden a las aulas.

La ciencia de la educación más que otras necesita acompañar los cambios sociales y políticos y el desarrollo de los medios de comunicación y de organización del saber. La escuela es el primer agente social que percibe esos cambios aunque -¡ay!- no sea su primer beneficiario. Porque no alcanza con proveer algunos computadores o enseñar informática en las aulas; hay que cambiar la actitud frente a las cosas, frente al mundo, frente a lo que se quiere guardar y lo que se quiere desechar. Ahora el trabajo identitario ha mudado de signo, ya no puede mirarse como un esfuerzo de exclusión sino como un ejercicio permanente de integración en la diversidad. Porque así lo quiere la realidad, siempre acuciante.

Los dirigentes institucionales y los educadores de las escuelas comunitarias deben tener la perspicacia necesaria para ver estas cosas que están ahí, frente a sus ojos, a la luz del día y al alcance de la mano. También deben sincerarse frente a sí mismos y frente a la sociedad para decir cuánta es la población escolar primaria y secundaria que acude a las escuelas armenias y cuánta la que frecuenta otras escuelas; qué por ciento de los alumnos que visitan diariamente nuestras aulas son de origen armenio; cuántos de ellos se insertan en la vida comunitaria, por cuánto tiempo, cuántos desertan en el curso de los diez años posteriores a su egreso.

Estas y otras cosas merecen ser examinadas para sopesar el rédito institucional que dejan las escuelas armenias en su actual estructura y composición. Porque dadas las circunstancias de la sociedad argentina, el ingente esfuerzo que requiere el sostenimiento de esas escuelas sólo puede medirse en términos institucionales. Favores y disfavores de otra clase pueden obtenerse en los mil institutos que se ofrecen aquí y allá.

Economía

El título de este acápite debe entenderse como el “conjunto de bienes y actividades que integran la riqueza de una colectividad o un individuo”. Así lo enseña el diccionario académico, en cuya autoridad me amparo para que no se me atribuyan propósitos crematísticos. En este sentido, conviene hacer un ejercicio de duda e indagación para establecer si el esfuerzo que la colectividad hace para impartir la educación pública arroja beneficios tangibles, o si, por el contrario, consume las energías que en otras áreas podrían dar mejores frutos. Porque aún cuando el Estado subsidia a los institutos que imparten la enseñanza oficial, el histórico déficit que generan las escuelas armenias distrae a una comunidad que todavía no ha desarrollado sus instituciones culturales y no ha imaginado maneras de hacer atractiva la participación de sus miembros. “Debemos conseguir que ser armenio sea buen negocio” me decía un amigo. Más allá de su prosaísmo, la metáfora dibuja un perfil de la realidad. Estamos padeciendo una diáspora de la diáspora porque nuestras instituciones no tienen una oferta atractiva para conjurar el éxodo. Quizá, sólo quizá, reemplazar al Estado en su función educativa sea un error en los tiempos que corren. Quizá, nuevamente quizá, a eso se debe el exiguo número de armenios que pueblan nuestras aulas.

Son dudas que invitan a examinar estas cosas sin preconceptos y con serenidad de ánimo para que las comunidades armenias del Río de la Plata recuperen su vitalidad y su identidad amenazadas. No basta con amonestar a los ausentes, es necesario saber por qué se ausentan. Sin improvisaciones, echando mano a los medios de que dispone la sociología y sus disciplinas tributarias, hay que hacer un diagnóstico social para remediar el mal.

Vuelvo sobre mis preguntas: ¿Cuál es el número de la población escolar primaria y media total y cuál el de los que acuden a nuestras casas de estudio? ¿Por qué una comunidad que creció en número ha ido despoblando sus aulas? Los estudios prospectivos no son ejercicios adivinatorios; se nutren del pasado, hacen estadísticas fiables y preanuncian un futuro posible. Los gobiernos toman esta clase de recaudos para administrar a sus sociedades, las instituciones que perduran en el tiempo, también. El dirigente social tiene deberes que no puede eludir, éste entre ellos.

Hacia un nuevo modelo educativo

Nadie se atormente pensando que propugno el cierre de las escuelas armenias. Esas escuelas acompañaron a los armenios en sus venturas y desventuras en todos los lugares donde se arraigaron para reedificar sus vidas. Fueron el motivo de sus desvelos y merecieron sus mejores afanes y sus mayores esfuerzos. Las escuelas le dieron calor y sabor a la vida de los armenios cuando la añoranza los abrumaba.

Pero las escuelas armenias no nacieron incorporadas a la enseñanza oficial, no se abrieron para satisfacer el programa nacional de educación pública y obligatoria. Esas escuelas tenían el propósito de enseñar la lengua y la cultura armenias a los hijos de los inmigrantes. Fueron escuelas idiomáticas que recibieron en turno matutino a quienes cumplían el programa oficial durante las tardes y en turno vespertino a quienes lo cumplían durante las mañanas. Y así durante algunas décadas, hasta que se incorporaron a la enseñanza oficial. De esas escuelas egresaron quienes mejor hablan la lengua y están más asidos a los valores ancestrales.

Cada lugar ofrece sus frutos y cada tiempo impone sus rigores. Las colonias armenias de la primera mitad del siglo pasado fueron las grandes educadoras de sus hijos; las de la segunda mitad fueron las que concentraron bajo un mismo techo todo el universo educativo, con excepción del universitario. Y ahora, cuando este esquema está en crisis porque las identidades nacionales se desdibujan y nuestros hijos acuden a escuelas y colegios extracomunitarios, es preciso revisar los diseños educativos. ¿Es tiempo de regresar al viejo modelo escolar, adaptándolo a los requerimientos crecientes de los niños de ahora? Sobre esto deben hablar nuestros educadores.

En lo que a mí concierne (no soy educador), temo que todavía estemos mirando a la educación como una manera de resistir la integración al medio. Que en nuestra porfía por seguir así se sigan despoblando nuestras aulas y que sin quererlo estemos alentando la deserción y el descontento de nuestros muchachos. Y temo que las campanas de alerta dejen de sonar sólo cuando estemos sordos.