El falso dilema de ser armenio

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
Vuelvo sobre algunos temas que traté en ocasiones anteriores: si conviene mirar a las naciones como entidades políticas separadas o si conviene verlas como sociedades con peculiaridades culturales; si el poder real se aloja en las estructuras de los estados nacionales o en los grupos económicos que detentan los medios de producción y de financiamiento. Y propongo una presciencia de la historia a la luz del desarrollo de las comunicaciones y de la mundialización de los intereses.

No ignoro que el examen de estas cosas puede escocer la piel sensible de los nacionalistas. Pero la realidad no debe ser barrida bajo las alfombras y el curso de la historia no puede ser detenido. Interculturalidad y universalización de los intereses son características del mundo que habitamos y este proceso promete profundizarse en el siglo que hemos inaugurado. Hay que mirar estas cosas, confrontarse con los hechos y darse cuenta dónde están los gigantes y dónde los molinos de viento.

La imbricación de unas culturas con otras, el avance de unos estados sobre otros y el imperialismo siempre presente en la historia, muestran movimientos de expansión y contracción, avances y retrocesos que finalmente conducen al desdibujamiento de las fronteras políticas, a la abolición de las económicas y a la mutua validación de las culturas. Adam Smith y Karl Marx lo sabían.

La lógica de la preñez

Los armenios somos sensibles a estas cosas. Desde antiguo nos abrazamos a nuestra cultura (lengua, religión, artes, costumbres) para resistir las adversidades, porque a las varias diásporas que nos propinó la historia ahora se suma otra: la que afecta a las colonias establecidas en distintos lugares del mundo. Del centro hacia afuera las fuerzas se muestran irresistibles y la fuga parece inevitable. ¿Cuántos alumnos de origen armenio asisten a las escuelas comunitarias? ¿Cuántos fieles acuden a las iglesias y cuántos adeptos militan en las filas de nuestras organizaciones políticas? ¿Cuántos rasgos culturales se han extraviado en esta peregrinación por el mundo? No hay estadísticas que hablen de estas cosas, pero la sensación que uno recibe al mirar en derredor puede anticipar la respuesta.

Para explicar estas cosas recurrimos a los argumentos consabidos que remiten a las condiciones objetivas del medio y al efecto asimilativo que ejercen las culturas abiertas sobre los grupos sociales que llegaron de otras tierras. Y esto es verdad, pero sólo en parte. Porque hay otra parte de la verdad que, en mi opinión, no solemos mirar. Acostumbrados a un dualismo que reduce las conductas humanas a la fisiología de la preñez (se está preñado o no se está preñado), nos regodeamos en simplificaciones que no casan con estos procesos complejos: somos armenios o argentinos. No advertimos que, más allá de lo que dicen las leyes de ciudadanía y extranjería de una y otra nación, hay una condición íntima de raigambre cultural y de justificación histórica que frecuentemente reemplaza la conjunción disyuntiva por la copulativa. Y entonces somos armenios y argentinos, como somos afectos al fútbol y a la lectura, como amamos a nuestros padres y a nuestros hijos, porque una condición no excluye a la otra, porque una afición no nos impide tener la otra, unos y otros pueden ser objeto de nuestro amor.

Cuando hablo de estas cosas recuerdo a mi profesor de matemáticas. Yo no había estudiado el teorema de Tales y en vano me afanaba en disimular mi desidia. Entonces mi profesor me preguntó qué es un triángulo. “Tres líneas que se cruzan en un mismo plano”, respondí (o más o menos así). Me preguntó qué es una línea. “Es la sucesión infinita de puntos”, respondí. Me preguntó qué es el punto. E intenté una respuesta: “es una entidad ideal que no ocupa lugar en el espacio”. Entonces mi profesor dijo su reproche: “esto significa que si hubieras estudiado tu lección de hoy no tendrías tu cabeza más ocupada de lo que está ahora”. Algo así ocurre con los sentimientos, con la cultura: uno puede ocupar su mente y su corazón con múltiples afectos, identificarse con diferentes culturas y tener variados intereses, sin que unos excluyan a los otros. Uno puede ser armenio y argentino. Aún más, puede tener vocación de pertenecer a todas las naciones, a todas las culturas. En su pensamiento político puede conciliar intereses diferentes (que me perdonen los materialistas dialécticos) en orden a un empeño universalista.

Y así con la nación y las nacionalidades. Si ellas pueden ser miradas como culturas diferentes, entonces no se resistirán a compartir el espacio en una misma conciencia y a cobijarse en un mismo corazón. Cultura y nación quieren identificarse en el camino de la historia para abolir fronteras y conjurar conflictos.

Estado y grupos de interés

Este capítulo invita a discurrir por territorios políticos fuertemente ideologizados. Pero procuraré eludirlos para ceñirme a la descripción de los hechos tal como los veo.

La Revolución Industrial inició un proceso de concentración económica que devino en concentración de poder. La iniciativa privada desarrolló y poseyó los medios de producción, controló el intercambio regional y transoceánico y finalmente comandó los recursos financieros. A medida que fueron creciendo en capacidad de acción y en movilidad geográfica, las corporaciones económicas y financieras fueron controlando a los estados, se montaron sobre sus estructuras de poder y cabalgaron sobre los recursos naturales y las fuerzas del trabajo. Afianzaron su situación privilegiada controlando el desarrollo científico y tecnológico y tejieron su red de poder sobre buena parte del mundo. Y los estados nacionales cedieron muchas de las atribuciones que les eran inherentes.

Total, que tras la máscara de las nacionalidades y del poder rector de los estados, hoy actúan unos intereses que se travisten de cultura y se mimetizan con la legitimidad democrática para afirmar su situación de privilegio. Una acechanza que tenemos que eludir si queremos mirar la realidad de frente y ser tributarios de la paz, de la libertad y de la solidaridad.

El maniqueísmo redivivo

He aquí un escenario donde la opción parece forzosa: identificarse con el grupo para procurar seguridad -valor no desdeñable en un medio social que acosa a las personas-, o identificarse con el universo humano y, entonces, ganar en libertad. Dilema que desde antiguo acompaña a los hombres y que en los últimos dos siglos ha adquirido la categoría de ley, es, sin embargo, falso en las ciencias sociales. Falso porque la política no se rige por leyes de cumplimiento forzoso, como ocurre en la naturaleza o en las ciencias físicomatemáticas, sino por proposiciones transaccionales y aleatorias; falso porque concepciones de esta clase pueden desencadenar conflictos que alteren el concierto social. Dilema artero predicado para sostener las actuales estructuras de poder, por largo tiempo ha explicado la idea de nación como un valor político, soterrando su contenido cultural.

La modernidad parece haber reinventado la alegoría platónica de la caverna, pero ahora con fines prosaicos. Las cosas ocurren a espaldas de unos hombres que, sentados frente a un muro, ven proyectarse en él fantasmagorías que las disimulan. Absortos en el espectáculo de luces y sombras, esos hombres no pueden asir las cosas y los hechos verdaderos, y gastan sus vidas en desliar quijotadas. Puedo excusarme por el escepticismo que insinúa esta visión, porque invita a repensar nuestro lugar en la sociedad y a revisar cómo nos insertamos en el mundo; si lo hacemos desde el conflicto que importa la identificación política, o como una cultura que precisa de las otras para habitar el universo humano.

Por fin, vuelvo sobre mis pasos para invitar al lector a recorrer el camino por sí mismo. Dos asuntos hay que considerar: por un lado, si las naciones son asociaciones políticas controversiales o si son comunidades culturales que se necesitan mutuamente para nutrirse; por el otro, si es verdad que los grupos de interés determinan la voluntad de los estados.