Armenia, reino celestial o república terrenal

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Unas palabras liminares ayudarán a comprender lo que sigue. Unas palabras sobre la Jerusalén celeste, ese reino de mil años que tras ser reconstruido por los profetas según las descripciones del Apocalipsis, descenderá del cielo para la bienaventuranza de los hombres. Orígenes la describe como la ciudad de los santos donde regresarán los hombres salidos de esta vida. Y en el comentario a Ezequiel 16.5-6, dice: “Si bien Jerusalén ha sido descartada sobre la faz de la tierra, Él no la despreció de modo que permaneciese siempre así, no le dejó como nodriza su maldad, de tal modo que Él se olvidase completamente de ella y de modo que no la levantase más de la tierra”. Dios le devolverá a sus hijos, pues, el suelo y a la gloria que alguna vez perdieron a manos de la iniquidad.

Vamos, ahora, a los armenios extraterritoriales, a los que vivimos aquí y ahí, por los cinco continentes, fuera de las fronteras de esa república que hoy se afana por sortear las contingencias de su historia y de su geografía.

Por ser ciudadanos de estas naciones y por haber establecido aquí y acullá nuestros intereses, los hijos de la diáspora miramos con realismo el medio que nos rodea, pero no miramos de igual manera a Armenia. Nuestra relación con el país de Haig está mediatizada por nuestros anhelos. Somos realistas con lo uno e idealistas con lo otro. Nuestra Jerusalén es celestial y como tal la miramos desde estas latitudes. No advertimos que la misma Jerusalén es terrenal para los armenios de allá, para los que nunca se ausentaron de su tierra y ahí edificaron sus vidas. Por eso la diferente percepción que unos y otros tenemos de los hechos que están ocurriendo ahora mismo en las vecindades del río Arax.

Yo ignoro cómo explican estas cosas los psicólogos sociales y prefiero ignorar cómo las explican los hombres de la política. Me despojo de los resabios nacionalistas que todavía me habitan, miro atentamente la realidad y digo mi pensamiento sobre la Armenia celestial que predican unos, y también sobre la Armenia terrenal que desde 1918, desde 1920 y desde 1991 se afana por sobrevivir a las adversidades surcaucásicas.

Y si bien en este asunto mi opinión es diferente a la que se viene declamando entre los celestialistas, me he prometido no terciar en el debate para no contribuir a la fragmentación de los armenios. Por eso mi silencio. Pero mi silencio no me impide explorar las causas de nuestro irrealismo político y, con ellas, la estatura de nuestro desatino.

Primero hablaré de la Armenia celeste, de la que se quiere edificar glorificando el pasado. Hablaré de la Armenia que, al igual que la ciudad de los santos, perdura enhiesta en el alma de los que nos nacieron, sus sueños irredentos, la memoria caliente y la justicia ausente todavía.

Quiera mi lector tolerar que por segunda vez cite a Ren, Rupén Vartanian, en este año*. Este autor, a quien tuve la dicha de leer pero no de conocer en persona porque partió a la oscuridad desde la oscuridad, en un cuento que tituló El dios envejecido y el demonio describió el apocalipsis del pueblo del Ararat. Lo hizo con la fineza del artista, con la profundidad del filósofo y con el espíritu sublevado del ofendido. Cuenta que aquel dios había envejecido, sus fuerzas lo habían abandonado y se afligía porque los hombres ya no obedecían sus mandatos. Entonces reunió en asamblea a los príncipes del cielo y les preguntó cómo podía arreglarse el tiberio humano, cómo podía él recuperar sus fuerzas y su omnipotencia quebrantadas. Cada quien dijo su parecer, cada uno dio su consejo y, tras escuchar atentamente y sopesar las ventajas y contrariedades de cada discurso, el dios ordenó que se dispersara al pueblo del Ararat por todo el orbe para que su sangre se mezclara con la de esos desquiciados y naciera una nueva humanidad.

Según la fábula de Ren, fue por voluntad divina que el pueblo armenio atravesó por tantas desventuras, fue por voluntad divina que se dispersó por el mundo. Fue para salvar a una humanidad que había abandonado el camino de la virtud. Una mitología que en medio de las modernidades del siglo XX quería instalar la idea de un nuevo pueblo elegido por Dios para la redención humana. Una mitología que casa con el anhelo de una Armenia celestial si se la presenta así, desnuda y descarnada, a quienes se pretenden abanderados de la redención histórica y política de la nación. Estoy hablando de las luchas de liberación que, nacidas a fines del siglo XIX, culminaron con la fundación del Estado en 1918.

Pero esta Armenia celeste no es la que debe sortear las dificultades que le plantea su geografía mediterránea, su suelo infértil, sus fronteras ardientes y la hostilidad solapada de las potencias de Occidente.
La que debe sortear tamaños desafíos es la otra Armenia, la terrenal, la que no está habitada por nosotros, los extraterritoriales. Y es aquí donde quiero extremar mi prudencia, hablar las palabras justas y no batir el parche del tambor caucásico. Porque las cosas de allá deben afrontarlas los armenios de allá. Los de acá navegamos otras aguas y tenemos otras urgencias. Además, no contamos con canales institucionales fiables para decir cuál es nuestra voluntad; una voluntad que, por otra parte, no tiene carta de ciudadanía en las vecindades de Erevan.

Los partidos políticos que actúan de este lado de las fronteras no tienen una base militante que represente la voluntad de las colonias. Ellos se nutren de una historia que dejó de escribirse a fines de 1920. Esos partidos –lo dije alguna vez-, en cuanto actúan fuera de las fronteras de Armenia y de Karabagh, debieran transformarse en otra clase de organizaciones porque ya no tienen, no pueden tener, vocación de poder. Podrán demandar el reconocimiento internacional del genocidio, difundir la cultura y los valores armenios y favorecer el intercambio con la tierra madre, pero no pueden dirigir desde estas latitudes la política exterior de aquellas repúblicas.

En cuanto a la Iglesia Apostólica Armenia, ella sí tuvo presencia aquende y allende las fronteras, y esa presencia está en cabeza de su autoridad suprema. Curiosamente, mientras los extraterritoriales, legos y laicos como somos, aspiramos a una Armenia celestial, esa Iglesia, teísta y clerical desde luego, palpita la realidad doméstica de la República, conoce la temperatura de sus fronteras, y por eso mira la terrenalidad que nuestros ojos están impedidos de ver.
También debo decir algo sobre Armenia y sus autoridades. Y al hacerlo anticipo mis diferencias con su política económica y social. Pero no puedo ignorar que esas autoridades están reaccionando frente a una realidad regional y mundial adversa. En otros trabajos hablé sobre las fronteras ardientes, sobre la mediterraneidad, sobre la infertilidad del suelo, sobre la ausencia de hidrocarburos, sobre la precariedad de la central termonuclear; también hablé de las alianzas frágiles que anuda Armenia frente a unos vecinos que hacen migas con los países más poderosos de la tierra.

La República de Armenia, para ser viable, precisa un gobierno que reaccione con realismo frente a estas cosas. Por eso los armenios extraterritoriales y sus instituciones deben acompañar los esfuerzos que se están haciendo en este sentido. Acompañar al gobierno con espíritu crítico, levantando las banderas de reparación y justicia, pero procurando no erosionar a una administración que lleva menos de dos décadas conduciendo por sí misma los destinos del país. Porque nada favorecerá más a los enemigos de Armenia que la fragmentación de su pueblo.

Creo que hoy conviene evitar las actitudes radicales y el discurso inflamado, conviene la reflexión, el cálculo y el apoyo crítico a un gobierno que quiere romper el quiste que encierra a ese país entre unas montañas que, aunque entrañables, son una barrera para sus sueños y un escollo para su desarrollo.

Por eso, la Jerusalén de los armenios no puede ser sino terrenal.

* La primera vez fue en un artículo que titulé “La historia en espejo”, que el lector encontrará en el archivo de este portal, abril de 2009.