Identidad e integración en el mundo global

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Se trata de establecer si la inserción en un nuevo medio social conspira contra la identidad de las comunidades llegadas de otras latitudes. Si la necesaria adaptación a la cultura y a los intereses de las sociedades receptoras les hacen perder a las comunidades migrantes sus rasgos identitarios. Si los nuevos hábitos tienen el efecto de abolir sus particularidades. Otra historia, otra lengua, otros anhelos vienen a confrontar con un bagaje cultural que, por ser aborigen, será dominante.

En países como Argentina, que recibieron en forma aluvional a comunidades nacionales de múltiples procedencias, el examen de este asunto es insoslayable. Europeos de todas las naciones y asiáticos de diferentes regiones vinieron a estas tierras en busca de un mejor destino o escapando de variadas desventuras, imbricándose con comunidades nativas y criollas y confrontando culturas. Algunos grupos humanos desearon y lograron una rápida integración y otros se atrincheraron en sus costumbres para resistir la pérdida de su identidad. Entre estos últimos están los armenios.

En qué medida los esfuerzos que procuraron la integración y los que la resistieron fueron saludables para la sociedad receptora y para los grupos inmigrantes, es un asunto que habrá que elucidar. También habrá que examinar si el proceso de mundialización que avanza arrolladoramente en nuestro tiempo consiente tales intentos. Y ver si identidad e integración son, como se cree, opósitos. He aquí el objeto de mi reflexión de hoy.

No hablaré sobre los sesgos psicológicos del tema, tampoco haré el intento de comparar culturas y valorarlas según criterios que siempre conducen a discriminaciones malsanas. Diré mi parecer procurando despojarme de condicionamientos atávicos, pero sirviéndome del privilegio de ser argentino de primera generación y, a un tiempo, primer retoño armenio en tierras de migración. Casi siete décadas transité la vida como armenio, hablando esa lengua, practicando esos hábitos y alentando unos sueños caucásicos; y casi siete décadas discurrí por el suelo argentino, alimentándome de la cultura local y diseñando proyectos enraizados en las costas del Río de la Plata. De ahí que venir de quienes vengo y vivir adonde vivo me da título bastante para reflexionar sobre estos asuntos. Y no es diferente la condición de quienes ahora leen estas líneas.

Comprensiblemente quienes abandonan su tierra natal, su casa y sus pertenencias, su gente y sus afectos, su paisaje humano, sienten el desarraigo como una desventura. Los que se van sienten que su identidad está en riesgo y por eso se agrupan cuando arriban a otras tierras, para comunicarse en su lengua materna, para celebrar sus festivales al son de la música que los remonta al terruño. También para profesar su culto y para levantar banderas y reivindicar derechos que les son comunes. Agrupándose ellos sienten que resguardan su identidad amenazada y, entonces, desarrollan sus recursos defensivos rechazando la cultura del nuevo medio social. Se sienten extranjeros, productos de un transplante forzoso que alguna vez volverá a su tierra. Ignoran si volverán ellos o sus hijos, pero, en cualquier caso, quieren estar prestos para el retorno. Por eso preservan su cultura y sus anhelos en medio de otra cultura que los envuelve y que naturalmente quiere penetrarlos. Alientan un sueño que se hará realidad o que será una perpetua quimera, no lo saben; pero ese sueño los arropa. Este mensaje fue dicho entrelíneas por S.S. Karekín II durante su visita a Buenos Aires.

¿Fue saludable este proceder para la sociedad receptora y para los grupos inmigrantes? ¿Es saludable que hoy la segunda y tercera generación de argentinos nacidos de armenios persistan en este afán? ¿Tiene justificación la defensa de la propia identidad cuando se habita en un medio cultural diferente que, sin embargo, no es hostil y que ofrece iguales oportunidades a sus nacionales y a los nuevos asentamientos sociales?

Hasta aquí he hablado sin distinguir entre identidad nacional e identidad cultural. Y es preciso hacer esa distinción. Porque si lo que ha de preservarse es la identidad nacional, estamos hablando de una nación que se asienta en el territorio de otra nación diferente. Si, en cambio, se quiere preservar la identidad cultural, hablamos de dos culturas que coexisten. Lo primero tiene sesgos políticos e implicaciones jurídicas, lo segundo no; lo primero sin duda generará conflicto, lo otro no necesariamente.

La defensa exacerbada de la identidad nacional puede conducir al nacionalismo que, en palabras de Albert Einstein, “es la enfermedad infantil de la humanidad”. Un modo de mirarse a sí mismo y a los propios que excluye la otredad, plantea el conflicto y desencadena la contienda.

Más allá de lo que postulan algunos gobernantes de la Europa moderna, el sentido de identidad nacional está cediendo paso al de identidad cultural. El rasgo identificatorio de las comunidades humanas va adquiriendo un signo crecientemente cultural porque las fronteras políticas representan una amenaza entre sociedades cuya capacidad de destrucción mutua va en crecimiento incesante. Aún más, el mercado global que impulsan los países centrales está vaciando de sentido a las divisiones políticas entre territorios y pueblos. Y en tales condiciones restan las culturas particulares como rasgos identitarios que pueden perdurar mucho tiempo todavía. Perdurar habitando geografías diferentes o compartiendo un mismo suelo, perdurar nutriéndose de recursos comunes y hasta detentando el poder de consuno. Las identidades nacionales diferentes no toleran esta aventura humana, las culturas plurales si. La historia habla de estas cosas.

Y si estas ideas se aplican a las sociedades que se radicaron en otras tierras, con más razón se verá su utilidad. Porque, como dije, las diferentes culturas pueden cohabitar; aún más, se necesitan mutuamente para nutrirse, enriquecerse y perdurar. No obstante que la exacerbación de la cultura propia puede conducir al aislamiento, lo cual es malo para el individuo y para las sociedades, la exaltación desmedida de la nacionalidad conduce fatalmente a la aniquilación del otro diferente. He ahí el Genocidio Armenio, el Holocausto Judío, las matanzas de Ruanda hace apenas una quincena de años.

En efecto, el nacionalismo es la enfermedad infantil de la humanidad. Tan pronto el hombre llegue a la adultez moral no verá más diferencias que las culturales. Diferencias, no distancias. Porque lo diferente puede ser integrado, puede ser parte de una sola argamasa social.

Lo que creo


Creo que la historia reemplazará el mapa político del mundo por un mapa cultural. Creo que hacia ahí endereza sus pasos esta humanidad convulsa. Creo que la economía consumista de Occidente, que por ahora marca el paso de las sociedades de Oriente, derivará hacia otra clase de consumo, el cultural, cuyas fuentes nunca se agotan, que no contamina, que es de dificultoso acaparamiento y que puede alcanzar a todos los hombres y a todos los pueblos. Es plausible pensar que el futuro nos depara una única sociedad política, pero es impensable una humanidad sin diferencias culturales.

Creo que el mapa cultural del mundo que viene ya mismo se está delineando. El desarrollo imparable de las comunicaciones, las formidables bases de datos otrora imposibles de sistematizar, las promesas de la ingeniería biológica, la teletransportación en ciernes (una reciente experiencia promete abolir el espacio y devolverle al tiempo su modesta categoría unidimensional), el reemplazo de la mano de obra para la producción de bienes de toda clase, desde los primarios hasta los más sofisticados, están diseñando un modo de vivir diferente para los hombres. Y modo de vivir es cultura por excelencia. Cultura que tiene que ser inclusiva por definición.

Un mundo de esta clase ya se avizora, se nos viene encima. Dos generaciones atrás, hace sólo unas decenas de años, era impensable esta realidad. Por eso quienes vinieron a tierras de América hasta mediados del siglo pasado procuraron resguardar su identidad nacional aislándose, defendiéndose de una sociedad que prometía asimilarlos. Hoy el mundo nos impone la integración y, a un tiempo, nos ofrece el resguardo de nuestras culturas ancestrales.

En efecto, las diferentes culturas pueden resguardarse en el mundo de las hipercomunicaciones. Aún más, necesitan ser preservadas y alentadas para no herir a las diferentes comunidades humanas en lo que tienen de más preciado: su lengua, su fe, su memoria, sus anhelos y reivindicaciones, sus muchos rasgos particulares y distintivos. Decía el Mahatma Gandhi: “No quiero mi casa amurallada por todos lados ni mis ventanas selladas. Yo quiero que las culturas de todo el mundo soplen sobre mi casa tan libremente como sea posible. Pero me niego a ser barrido por ninguna de ellas. Me niego a vivir en casa ajena como un intruso, un mendigo o un esclavo”. Y mientras decía esto levantaba banderas reivindicando derechos políticos. He aquí una fórmula que acerca e integra a los hombres sin resignar sus derechos. La mismidad de cada hombre y de cada pueblo en la argamasa bienhechora de una humanidad integrada y, por eso mismo, pacífica y justa.

Sin duda la interpenetración cultural en el mundo globalizado es imperiosa y, por eso, amenaza algunos rasgos de los grupos humanos particulares. Esto es innegable. Pero resistir este proceso en el presente es, por lo menos, un esfuerzo vano. Ciertas lenguas son habladas cada vez más fuera de su propio ámbito, extendiéndose su uso al mundo entero o a grandes regiones. El inglés y el ruso son clara muestra de esto. Ciertos hábitos de consumo exceden su mercado originario y ocupan los escaparates del mundo entero: bebidas, indumentarias de determinada hechura y marca, canciones de cierto género, las ves en Nueva York, Buenos Aires, Praga, Shangai y Abuja. Son los vientos culturales que soplan y llegan a todos los rincones, y resistirlos es exponerse al fracaso.

¿Cuál es, entonces, la respuesta? ¿Cómo hacer para asimilar el embate y no perder la propia identidad? Creo que la reacción saludable es la integración al medio social desde la propia identidad cultural. Creo que la respuesta no puede ser la del avestruz, que la realidad debe ser mirada y las soluciones deben ser acometidas con los recursos propios del presente y del lugar de los acontecimientos. Creo que un proceso de integración social desde la cultura propia es bienhechor para la sociedad anfitriona y para la hospedada. Finalmente creo que toda resistencia al proceso integrador generará dos fenómenos igualmente perniciosos: la malformación psicosocial del que resiste y un segmento hostil en la sociedad nativa.

Desde luego, en este punto no puede omitirse el tema del imperialismo cultural. Hablo del afán dominante que tienen los estados hegemónicos, que reaccionan de manera ambivalente. Por un lado procuran asimilar, deglutir, diluir en su medio –que no integrar- a ciertas comunidades que consideran deseables, mientras rechazan a otras cerrándoles las fronteras o secretándolas de alguna forma. Estas son prácticas discriminatorias que las comunidades armenias han padecido raras veces.

Otra forma de imperialismo cultural se produce cuando, sin mediar la voluntad política de la sociedad receptora, son tan hospitalarias sus gentes y sus leyes y es tan acogedor su medio que los inmigrantes se integran primero y luego fácilmente se dejan asimilar, perdiendo así su identidad originaria. Una o dos generaciones bastan para que los hijos de aquellos inmigrantes exhiban unos rasgos que en nada se diferencian de los locales. Este proceso de asimilación “blanda” lo vivieron no pocos armenios que se radicaron en países de Europa y Sudamérica. También en tierras norteamericanas a principios del siglo pasado. Y en mi opinión este es un fenómeno que merece ser mirado con particular atención.

Al examinar estas cosas he querido ser abarcativo, algunas veces deliberadamente impreciso. Porque quiero desbaratar la prédica intolerante que nos acompaña todavía, porque no quiero caer en la trampa de quien se enamora de su propio discurso, porque pretendo concitar el interés de quienes tienen vocación por estas cosas y cumplir con la enseñanza socrática de saberme y saberte ignorante. Y, a partir de ahí, inaugurar juntos el conocimiento.

Seguramente mi examen merece observaciones. Pero aspiro a que sea considerado en los ámbitos comunitarios porque de la respuesta que se dé a estos temas dependerá el curso de toda acción institucional. Un estudio interdisciplinario es del todo necesario para elucidar estas cosas, para que el esfuerzo que se hace sea salutífero, para que el aporte a los intereses argentinos y armenios sea efectivo, para no generar conflictos identitarios que sólo pueden contribuir a la infelicidad de las personas.

He mirado las cosas como un observador parcial, necesariamente parcial. Las he mirado como parte interesada, quizá también como protagonista. Y al mirarlas, hasta donde me fue posible he procurado eludir condicionamientos e intereses para invitar a la reflexión, quizá al debate, en beneficio de la comunidad en su conjunto. Quiero decir, en beneficio de la comunidad de argentinos y de armenios –y, si se quiere, también de argentinoarmenios- que compartimos estas costas atlánticas.