Que mis viejos y nuevos compañeros de ruta vuelvan a compartir los mismos anhelos y a beber de la misma copa

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Cuando la imaginación de Borges crea su inefable Aleph, precede ese alumbramiento con una definición. Dice que “todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”. Una definición que asaz ignoramos quienes presuntuosamente levantamos la pluma. Una definición que nos invita a mirar cómo nos relacionamos con los otros, si el correr ligero de nuestra pluma, el parloteo incesante de nuestra lengua o la deriva fácil de nuestro pensamiento se corresponden con los patrones comunes, presupuesto indispensable para entendernos, o si partimos de prevenciones que nos hacen rondar en torno a una porfía.

Vale la pena examinar estas cosas. Situarnos con alguna perplejidad en medio de nuestras certezas para cuestionarlas alguna vez, para que el aire fresco de la duda desempolve los viejos trastos de nuestras faltas y de nuestros desencuentros y nos ofrezca un universo de concierto.

Sin duda muchos pueden recusar mi pensamiento, y está bien que lo hagan. A ellos los invito a que miren bien nuestra historia comunitaria, que examinen los pliegues de nuestras primeras experiencias y el desarrollo ulterior de nuestras instituciones, que se instalen en la realidad y digan si en este tiempo se justifican las rémoras de aquellos desencuentros y, aún peor, las cuitas insustanciales nacidas de viejos personalismos.

Estoy hablando de las diferencias habidas en nuestra comunidad. De las que razonablemente pueden existir, y de las otras, de las que por erosionar el tejido social deben ser prontamente arrancadas del terreno institucional. Estoy hablando de quienes naturalmente difieren al mirar la realidad y proyectar el futuro porque parten de filosofías o de anhelos diferentes; y de quienes aún sosteniendo ideales y propósitos comunes y habiendo habitado por largos años el mismo territorio político, están enfrentados sin más razón que la sinrazón y sin otra justificación que su incapacidad para encontrar caminos de conciliación. Unos y otros diseñan el actual paisaje institucional: los primeros, contribuyendo a la saludable policromía que debe tener toda sociedad pluralista; los otros, segando buena parte de las energías que precisa este juego de integración e identidad a que nos ha conducido la historia. Aquellos, construyendo el andamiaje democratizador; estos, distrayendo a una comunidad que necesita unificar su acción.

Es preciso hablar esa lengua cuyo ejercicio presupone un pasado compartido para repoblar nuestras instituciones y nutrir nuestras actividades; para que, sin dilapidar energías, una misma metodología de trabajo y unos objetivos comunes fructifiquen en resultados.

Inconsistencias

Pregunto: ¿Qué diferencias ideológicas sostienen los desencuentros? ¿Qué diferencias metodológicas que no puedan ser zanjadas en una mesa de concierto? Las fruslerías personales ¿justifican, toleran siquiera, una lidia de esta clase? Cuando la pregunta es correctamente formulada suele estar preñada de su respuesta. Por eso, es preciso no precipitarse, despojarse de la bruma y mirar las cosas con serenidad, diría con inocencia (inocente es quien no merece castigo), para examinar cada situación con tanta libertad y generosidad como sea posible.

Pregunto: ¿Pueden desarrollarse de ahora en más unas instituciones que se sostienen sobre la dádiva, con manifiesto desdén por los sistemas de cooperación que ofrece la legislación argentina? ¿Pueden crearse y coordinarse programas de desarrollo y de asistencia en medio de Babel? Y los viejos sueños compartidos ¿ya no merecen ser soñados? Y las nuevas realidades que los tiempos proponen ¿no merecen ser afrontadas con las herramientas con que cuenta la comunidad, que son comunes a unos y a otros? Si en estos tiempos nuevos ni las fronteras ni los océanos separan a unos hombres de otros, a unas naciones de otras ¿por qué había de separarlos un remoto desatino? Si la historia ha amistado a quienes ayer mismo se diezmaban en las guerras ¿por qué el calor de una cultura común no había de reunir a todos alrededor de la misma mesa?

Nuestras prioridades

Lo dije otras veces. Nuestra comunidad ha crecido más allá de su actual capacidad de sostenimiento, tal que los frutos que se cosechan no se corresponden con los ingentes esfuerzos que se realizan. Y hoy estamos ante la obsolescencia de nuestros modelos institucionales. Una observación severa que, sin embargo, puede afrontarse felizmente si encontramos algunas coincidencias mínimas que nos permitan modernizarnos, coordinar esfuerzos, distribuir áreas de competencia, integrarnos y, finalmente, encontrar los medios para allegar recursos genuinos que sufraguen los déficit y permitan crear los servicios de que aún carecemos. La constante mengua de participantes siquiera pasivos en las actividades de la comunidad constituye un campanazo que no debemos desoír.

¿Qué por ciento de los armenios que habitan en Buenos Aires participan en el quehacer comunitario? ¿Cuántos intelectuales y artistas habitan dentro de las fronteras institucionales y cuántos están ausentes? ¿Cuántos benefactores han menguado sus aportes y cuántos más se ausentaron en la última veintena de años? Son algunas cuestiones que debemos examinar con sentido autocrítico y tratar de explicar el por qué del déficit, la causa del deterioro.

De más cosas podemos hablar, más faltas podemos atribuirnos con justicia, pero este no es momento de amonestaciones sino de reflexión adulta y de disposición generosa para encontrar vías de solución. Y, en mi opinión, la conciliación entre quienes todavía duplican ociosamente los trabajos que deben tener unidad de planificación y de ejecución, es una vía inexcusable.

Concilio

He hablado de armonizar esfuerzos y de reencuentro. Sobre las formas de hacerlo no hablaré. Porque ese es un asunto que puede rozar susceptibilidades, porque los caminos espinosos hay que recorrerlos con cautela, porque el paso se da con más firmeza cuando el caminante está convencido de que tiene que andar.

Creo no equivocarme al decir que la comunidad espera que un auspicioso camino comience a recorrerse en esta dirección. El tiempo transcurre y va erosionando las pequeñas vidas de los hombres. Las instituciones necesitan remozar sus estructuras y los pueblos construir la historia. Y el tiempo es cambio: he aquí el mensaje que deben recoger los hombres si no quieren que los arrolle la historia y los desdeñe la sociedad.

Yo espero que estas líneas sean leídas y meditadas por unos y por otros. Y, aún, espero que sean comprendidas para iniciar un camino que finalmente lleve a la superación de estas cosas que hoy lastiman el cuerpo social e institucional de nuestra comunidad. Quiero que mis viejos y nuevos compañeros de ruta vuelvan a compartir los mismos anhelos y a beber alrededor de una misma mesa. Y espero que este anhelo no exceda mi capacidad de afecto por todos.