Sobre dos hermanos armenios, penitente uno y confesor el otro. Y sobre el turco que rindió su vida al cuchillo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Quiso el azar que encendiera el televisor cuando el protagonista del filme “El Padrino III”, de Francis Ford Cóppola, le decía a uno de sus secuaces: “No odies a tu enemigo, porque el odio nubla la inteligencia”. Quiso el azar que al siguiente día me confiaran la historia que ahora voy a narrarte. Pero no fue el azar lo que me hizo asociar una cosa y la otra.

Comienzo por la historia del día siguiente. Lo hago cuando sus protagonistas están muertos, uno por el filo de un cuchillo y los otros por los designios de la vida. Ocurrió en el Asia Menor, en las vecindades montañosas de Cesárea, durante la segunda década del siglo pasado. Ya habían comenzado las matanzas de armenios. Unas familias habían sido arrancadas de sus casas y puestas a marchar hacia el desierto, donde el hambre y la muerte acechaban. Otras, se apresuraban a huir para poner a salvo sus vidas. Los presagios eran sombríos y cada quien elevaba sus plegarias y hacía aprontes para escapar del peligro que sabía cierto.

Por entonces él tenía quince años de edad. Cuatro años antes unos salteadores turcos habían matado a su padre, y hacía pocos meses que su hermano mayor había caído en el campo de batalla. Otro hermano había huido a la capital de Siria, donde esperaba reunirse con los suyos. Fue entonces cuando ocurrió el hecho que guardaría para sí durante más de sesenta años. Un secreto que a nadie dijo, que no sé si lo atormentó durante tantos años o si el tiempo lo trabajó y acunó su conciencia para que recorriera la vida sin pesadumbre.

Y un día, ya viejo y enfermo, este armenio recibió la visita de la dama sin destino y supo que su hora era llegada. Entonces, antes de partir, llamó al único hermano que aún lo acompañaba en la vida y le dijo lo que hasta entonces había guardado. Que cierta vez, en un camino desolado fue atacado por dos turcos. Que logró herir a uno con su cuchillo, obligándolo a escapar. Que el otro, armado también con cuchillo, lo enfrentó en dura lucha hasta que cayó herido de muerte.

De regreso a casa, el armenio temió por su suerte porque las autoridades no tardarían en encontrar el cuerpo y porque su secuaz podía denunciarlo. Entonces decidió escapar a Siria para juntarse con su hermano, no sin antes obtener seguridades de que el resto de su familia lo seguiría. Y así lo hicieron, él primero y los otros después, hasta reunirse en Damasco. De ahí se trasladaron a Beiruth y más tarde a Buenos Aires, donde se establecieron definitivamente.

Esta confesión la hizo nuestro hombre en su lecho de muerte, cuando sintió la necesidad de aligerar su conciencia y poner a salvo su alma. Se la hizo a su hermano, para depositarla en un corazón como el suyo, nacido del mismo vientre y peregrino de las mismas desventuras. Y al hacerla, con la humildad del penitente le preguntó si había obrado mal. Y al responderle su hermano que no, que Dios prefiere a los hombres valerosos antes que a los cobardes, el penitente se dejó ganar por el sueño, del que sólo despertó para exhalar su último aliento.

Yo espero que esa confesión haya aligerado el corazón de aquel hombre. Que en su hora final haya cerrado los ojos sobre la blanda almohada de su fe y que quienes le sobrevivimos podamos valorar no tanto su acto de bravura, cuanto la templanza de callar hasta el último día una acción que otros, iracundos, habrían levantado con vanidad vindicativa. Rindo homenaje a este armenio con quien compartí medio siglo de vida.

No sé qué opinarás, lector, de esta historia, que me fue revelada hace algún tiempo. Yo la juzgo ejemplar. Porque enseña a defender la vida y, al hacerlo, no exhibe la muerte como trofeo ni la ira como virtud. Porque no desdeña el valor de otra vida, aún cuando sea la del ofensor. Y porque en su instante final el hombre prefirió una confesión laica, como tributo de humildad, quizá porque a la retribución de un más allá prefirió la comprensión casi profana de su hermano. Un acto que a poco que examinemos nos muestra un camino plausible, porque no nos pide que callemos. Nos dice que alimentar el encono es un ejercicio estéril, que el afán por resarcir las heridas del corazón puede frustrar el anhelo de justicia. Como aquel personaje que vi en la pantalla de mi televisor, nos dice que odiar al enemigo nubla la inteligencia.

La historia de los armenios está ahí y no puede ser falsificada. Tampoco puede ser esclarecida en el secreto de un confesionario, lo sé, pero para ponerla en términos veraces en las páginas de los libros necesita de gentes atildadas que opongan a cada falsedad una verdad, que iluminen con inteligencia cada rincón oscuro y que conserven hasta el último aliento el recuerdo de sus pesares, para ponerlos en la mesa cuando sea preciso. Porque la iracundia es aliada de quienes resultan perdidosos en las controversias.

Esta confesión laica me parece aleccionadora porque el hecho que la determinó no oscureció el juicio del protagonista que, al revés de tantos, no se prodigó en lamentaciones sino que templó y retempló su ánimo en la fragua siempre ardiente del secreto que, por ser tal, se sostiene sobre la memoria.