Identidad y globalización

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

¿Cómo logar que el asunto del título, que necesita tanta enjundia en su tratamiento, quepa dentro de los estrechos límites de una nota? ¿Cómo vencer los prejuicios acumulados a lo largo de tanta prédica aislacionista y sortear el riesgo de ser devorados por el vértigo de este tiempo? Y por último, ¿cómo compatibilizar la convivencia armónica entre los pueblos con las particularidades de cada cultura? He aquí la cuestión: preservar la identidad sin desmedro de la integración y del mestizaje. Y hacer una y otra cosa en medio del afán globalizador de la sobremodernidad.

Digamos algo sobre la identidad. Qué cosa es esa cosa, es algo que todavía suscita opiniones encontradas. Un debate que quizá nunca se agote. Pero tal como ocurre con otros asuntos, su estudio puede ayudarnos a enderezar rumbos en nuestro tránsito por la vida, tal que, en alguna medida, contribuyamos a su esclarecimiento. Y también a su defensa, aún cuando desde el vamos sabemos que perderemos la partida. Una certeza nos acompaña a los hombres en la vida, sólo una, y es la de saber que moriremos. Pero porque luchamos contra ese fin inevitable es que ponemos en marcha el motor de nuestra vida. Lo cual no es poco.

Similarmente, toda cultura está destinada a mutar fundiéndose con otras culturas. Y a perder su identidad primera adquiriendo nuevas formas y contenidos, cambiantes cada vez más a través de la historia. De suerte que alguna vez no seremos los de hoy, tal como hoy ya no somos los de ayer. Pero no puede el hombre desdeñar su hoy. No puede desdeñar su ser y su identidad, porque no quiere ese hombre perecer.

Es en estos términos que entiendo la identidad: la paradójica necesidad de preservar hoy lo que sabemos de seguro que habremos de perder mañana. Utopía, también. “Para qué sirve la utopía”, se preguntó el poeta mientras caminaba la vida, y se respondió: “para eso sirve, para caminar”.

Y digamos algo sobre la globalización. No es éste el lugar para revisar la historia de la cultura (que es la historia de los hombres). Baste decir que la creciente concentración de riquezas que trajo aparejada la Revolución Industrial y el capitalismo consecuente, su ulterior reconcentración mediante el desarrollo de la robótica y del mercado financiero, y la ulterior asociación de esas hiperconcentraciones como consecuencia del desarrollo de las comunicaciones, generó un mercado planetario capaz de operar simultáneamente, en tiempo real y a nivel global.

Obviamente, los usufructuarios de este proceso de globalización capturaron los mercados de consumo, de suerte tal que la ecuación oferta-demanda del liberalismo económico perdió vigencia. La demanda dejó de ser un factor “autónomo” en las relaciones económicas, para transformarse en patrimonio de esos polos de riquezas. Así entendida, la demanda se transformó en un factor maleable dentro de las economías capitalistas más desarrolladas, que ora la estimulan, ora la desalientan o dirigen en diversas direcciones según sus apetitos dinerarios. Y la cultura, ese rasgo identificatorio de los conglomerados humanos, de las naciones, no pudo (no podía) escapar de este proceso.

Entonces las necesidades de la globalización arrastran tras de sí bienes y riquezas. Pero también culturas e identidades. Mirar en derredor alcanza para comprobar este aserto.

Pero algo más debo agregar en punto a globalización. Que, sin duda, esos descomunales centros de riquezas y, entonces, de poder, que actúan a nivel planetario, no reconocen identidades nacionales ni ideológicas.

Quien mire las identidades nacionales fuera de este contexto pecará de miope.

Los términos del conflicto

Ahora bien. Puestas las cosas en estos términos, parece irremediable la derrota de las diferentes culturas. Pero no es necesariamente así. Obsérvese que en los párrafos precedentes he tomado la dinámica histórica en términos de pasado. Deliberadamente detuve el reloj en el presente para mostrar la realidad sin que el ahora y el mañana interfieran. Porque la visión se oscurece cuando miramos el presente a través de nuestros deseos. Conviene desideologizar el tema hasta este punto cuando se quiere ver claro.

Además, aquí miramos el tema como conflicto, es decir, complejo y liberado de componentes ajenos a la realidad. Liberado, por ejemplo, de prejuicios y de temores. Y esto es fundamental. Porque los hombres ideologizamos continuamente el tema de la identidad. Añadimos un conflicto ahí donde el conflicto es otro. Persistimos en atribuirle a nuestros niños y jóvenes una identidad (nacional, religiosa, social, etc.) como si ella pudiera serles impuesta. Y lo que es peor, creemos que la identidad es simple, diríamos químicamente pura, cuando es compleja como la vida misma. Pero esto es asunto para el próximo párrafo.

¿Entonces qué?

Creo, pues, que la tarea consiste, primero, en anoticiarse de la realidad y despojarse de condicionamientos dogmáticos y, luego, en buscar mecanismos que nos permitan ser sin desconocer el igual derecho a ser del otro. Es decir, aceptar la complejidad de las identidades personales. Complejidad que no siempre requiere de un número plural de individuos o de grupos culturales o nacionales, porque puede uno mismo ser esto y ser, también, esto otro. Admitir un criterio tal es, en mi opinión, una parte no desdeñable de la solución, en cuanto propone territorios de paz, de orden y de integración para desarrollarnos.

Por otra parte, las soluciones que se propugnen deben tener en cuenta que un exacerbado culto de la identidad, como suele verse con no poca frecuencia, conduce a resultados perniciosos. La historia es pródiga en ejemplos. Genocidios, persecuciones, discriminaciones odiosas son producto de ideologías que signadas con una patológica valoración de la identidad nacional. El siglo que culmina es pródigo en ejemplos y los hombres de hoy harto sabemos de esto. Los episodios de Kosovo y Chechenia aún huelen a pólvora, los de Nueva York, Afganistán e Irak arden todavía.