Sobre la representatividad de nuestras instituciones

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com


Se trata de saber qué es ser armenio en las costas del Río de la Plata y a cuántos hombres y mujeres hay que anotar en la cuenta. Y una vez sabido, se trata de decir si nuestras instituciones son representativas. Tal es el preanuncio del título, tal la pregunta que a veces me asalta y que hoy vengo a compartir contigo, amable lector. No sé si hallaremos la respuesta, no sé si acaso multiplicaremos las preguntas. Pero creo que juntos podremos recorrer un camino que no ha sido desbrozado todavía y que vale la pena explorar para saber quiénes lo transitan, si son hombres de carne y hueso o son fantasmas los que van y vienen.

Conviene ser más explícito. La primera cuestión ya fue respondida por Perogrullo: ser armenio es reconocerse en la lengua, en la fe, en la cultura y saberse descendiente del mítico Haig. Es tener unos anhelos que más o menos coincidan con los anhelos de los habitantes de Armenia, referencia obligada de todos
[i].

En cuanto al número de los armenios, las opiniones difieren. Pero en esto no valen las opiniones, valen las cuentas, y que yo sepa esa cuenta no se ha hecho todavía y quizá nunca se haga. Algo es cierto sin embargo: los que se ven, los que tienen alguna presencia en los medios comunitarios y en las actividades institucionales, son menos que los ausentes.

Y este es un dato que invita a reflexionar sobre la representatividad de nuestras instituciones, pobladas por pocos y dejadas de la mano por muchos. Instituciones que quieren espejar cada una a un segmento de la comunidad, a un área de interés social, y que dicen alentar objetivos comunes a los armenios rioplatenses. Las escuelas, los partidos, las asociaciones benéficas y demás, diseñan un paisaje que quizá no exprese la voluntad del criollaje armenio. Lo digo otra vez: si consideramos que la base societaria de cada una de las instituciones es menor que su base natural (sólo un puñado de nuestros hijos acude a las escuelas armenias, los que visitan las sedes de las asociaciones son minoría, unos pocos militan en los partidos, en suma, los presentes son menos que los ausentes), no sé qué derecho tienen las instituciones a creer que representan al conjunto de los armenios.

Quiero que el lector entienda mi preocupación: no cuestiono a nuestras instituciones, no pretendo desconocerlas ni propiciar su dilución en el gran caldo rioplatense. Me pregunto si son representativas, si reflejan la voluntad de la comunidad en su conjunto o si, acaso, sólo expresan los deseos de algunos hombres y mujeres cuyos rostros ya nos son familiares. ¿Quiénes son comunidad? Si lo son todos, los presentes y los ausentes, las instituciones deben interrogarse sobre su representatividad y quizá también sobre su legitimidad, y deben preguntarse por qué se ausentan los ausentes, por qué ignoramos a los ignotos, dónde están los que se fueron. Y si sólo son comunidad las manos que estrechamos, los rostros que miramos y los nombres que todavía recordamos, entonces debemos sanar nuestra megalomanía y apearnos para pisar la tierra. Porque perder el contacto con la realidad es un preanuncio de apagamiento para las organizaciones sociales. Apagamiento que no ocurre de una vez: a diferencia de los individuos, las instituciones no mueren de muerte súbita, ellas van apagando sus luces una a una, lentamente, hasta que un día te das cuenta que la realidad las ha engullido.

Desde luego, excluyo de estos dichos a las iglesias porque ellas no se apoyan en la representación social sino en la devoción y la fe, su razón de ser es ultramundana.

¿A quién representan los representantes?

La pregunta es pertinente porque las instituciones están ahí, ahí están también sus dirigentes, hombres y mujeres consagrados al servicio de sus paisanos. Ellos merecen toda alabanza porque –me consta- su entrega y su fervor son sinceros. Pero no puedo dejar de preguntarme y preguntarte, lector, a quién, a quiénes representan esas instituciones y esos hombres.

O, para aligerar el trabajo, preguntar primero a quiénes no representan. No representan a esa mayoría ausente de la que estoy hablando, buena parte de la primera, segunda, y a veces tercera generación de armenios nacidos en estos lugares de América. No los representan porque ellos no están en las nóminas de asociados, no participan en las actividades institucionales ni muestran interés por las cosas de Armenia y de los armenios. El medio los ha tentado y el mestizaje ha terminado por devorarlos. Es el sino de las comunidades que, arrancadas de su tierra, necesitan arraigar en otros suelos para pervivir.

Así pues, excluidos los muchos, quedan los pocos que todavía conservan algunos rasgos culturales de sus ancestros, profesan su fe y reivindican los derechos del pueblo del Ararat. Es a estos que representan los dirigentes y las instituciones. Esta es su base de sustentación: un número más o menos reducido de asociados y simpatizantes en quienes todavía está vivo el fervor nacional y presente la cultura y las costumbres armenias.

Desde luego, algunas veces las instituciones se legitiman por sus objetivos, no por su representatividad. Pero con el transcurso del tiempo esa representatividad es necesaria para no caer en el mesianismo, en la dispensación de una confianza inmotivada a personas o sectores que vendrán a devaluar, precisamente, los objetivos que en su momento le dieron carta de nacimiento a las instituciones
[ii].

¿Qué hacer con los ausentes?

Brevemente, porque otras veces he hablado de esto. Creo que resistir las grandes pulsiones es, además de insensato, infructuoso. Creo que, como en otros órdenes de la vida, conviene aprovechar las fuerzas sociales, el ímpetu integrador de las comunicaciones, el anhelo del corazón humano e integrarnos al medio para merecer los favores de estas sociedades inclusivas. Y al integrarnos, llevar nuestras riquezas culturales para nutrir el suelo donde nacieron nuestros hijos y donde nacerán los hijos de ellos.

Creo que el viejo modelo de resistencia y encierro es nocivo y que conviene abrir las puertas para que todos sean bienvenidos a nuestras casas. También los ausentes de los que hablé. Y para eso debemos reconocernos en el otro. Mestizaje biológico, mestizaje cultural, mestizaje social. Y me atrevería a hablar de mestizaje institucional. Creo que por esta puerta ingresarán los ausentes.

Adán no tenía ombligo, pero nosotros sí

En la mitología judeocristiana el primer hombre no tenía ombligo porque fue amasado con barro y animado por el aliento divino. Pero los armenios tenemos ombligo, tenemos origen y no debemos gratificarnos frente al espejo. Nuestras instituciones precisan legitimarse en la representación comunitaria, no en la consagración de sus objetivos ni en la autocomplacencia de sus dirigentes. El autismo es el preanuncio de la muerte institucional y los armenios harto sabemos de esto: comunidades enteras han desaparecido y consigo han arrastrado a sus organizaciones sociales.

Este ombligo social alrededor del cual estamos construidos es la marca de nuestro origen y pertenencia, sin duda. Pero también es la señal de que sólo somos con los otros y en los otros. Somos comunidades que precisan de instituciones sólidas para que el proceso irresistible de inclusión y mestizaje no ocurra a expensas de una cultura que quiere participar en el toma y daca de la historia.


[i] Ello no impide reconocerse también argentino, uruguayo o brasileño por haber nacido en estos suelos de América o por descender, por una de las ramas, de otras naciones. Las culturas, al igual que las leyes de muchos países, no hacen exclusiones en este sentido. Aún más: es virtuoso sentirse parte de toda la familia humana y, entonces, ser también italianos y polacos y finlandeses y judíos y nigerianos. Ciudadanos del mundo, como lo querían los filósofos estoicos, miembros de un proyecto político que imaginaron con el nombre de Cosmópolis.
[ii] Este que estoy transitando es un camino que se cruza mil veces con la incomprensión y que me expone al enojo de los patrioteros. Pero ya lo dije una vez: al enfermo hay que dejarlo que transite felizmente su convalecencia.